Opinión
Manuel Murillo Toro, el hombre de la libertad, el reformador y el visionario
Por: Alberto Santofimio Botero*
El Doctor Manuel Murillo Toro nacido en Chaparral el 1 de enero de 1816 y fallecido en Bogotá el 26 de diciembre de 1880, tuvo su vida y su lucha democrática asociada siempre al imperio de la libertad, no solo como presidente de la República, en dos periodos 1.864 a 1.866 - 1.872 a 1.874, sino como el secretario reformador en la administración del presidente José Hilario López. No en vano reconoció Santiago Pérez, su sucesor en el solio de Bolívar, “no ha rayado albor alguno de libertad que no haya encendido o se haya reflejado en ese cerebro”.
Murillo Toro fue un periodista, un hombre de pensamiento y de acción, más que uno de los oradores más reconocidos de su época. En su ímpetu por transformar la sociedad no se distinguió como muchos de sus contemporáneos por la retórica brillante, sino al contrario, por un estilo lúcido, directo expresando muchas ideas en el menor número de palabras. Su tarea era conmover y convencer a sus lectores, influir en su espíritu y convertirlos en seguidores suyos con precisión y sobriedad. De ahí, que se preocupó más por la eficacia de divulgar sus ideas e impulsar las grandes reformas que en cuidar, como los gramáticos al estilo de Caro y Cuervo, la precisión y la pureza del idioma, y la belleza de las palabras.
El título de Secretario Reformador se debió, sin duda, al reconocimiento que estudiosos investigadores de la historia le hicieron de su participación en las grandes y profundas transformaciones de las instituciones colombianas, desde 1.850 hasta el venturoso final de su segunda presidencia en 1874. Veámoslo con precisión: “La abolición de la esclavitud y del cadalso; la secularización del Estado y de la vida civil; la libertad de imprenta, de palabra, de conciencia y de cultos: la descentralización de las rentas y los gastos: el establecimiento de la federación: la redención de los censos; la extinción de los monopolios; la rebaja de los derechos aduaneros; la supresión de los quintos de oro y de los diezmos como recurso fiscal; la abolición de los fueros; la fundación del “Diario Oficial”; el impulso de la instrucción popular; la introducción del telégrafo; la iniciación de los ferrocarriles de Bolívar, el norte y el del pacifico; la eliminación de la prisión por deudas; el establecimiento del juicio por jurados en las causas criminales; la expedición de los códices penal, civil, judicial y fiscal de la unión; la conversión de la deuda pública sobre la base de su cotización en el mercado, o lo que se llamó “la verdad de la deuda” y otros muchos actos de trascendencia política y social, fueron obras que, si bien no todas se debieron a la acción inmediata y directa de Murillo, tuvieron su apoyo decidido, a su decisiva colaboración.
Inclusive creando una prudente distancia con algunos de los radicales, refugiado en la Gaceta Mercantil de Santa Marta, mostró muy joven su visionaria capacidad de disentimiento cuando se atrevió a afirmar: “Cuando nosotros abogamos con entusiasmo por la reforma constitucional no pretendemos sino que el poder ejecutivo se reduzca a las facultades únicamente necesarias para la cumplida ejecución de las leyes y para la conservación del orden público y la defensa del país …” y con formidable poder de síntesis elevo la consigna de “un mínimo de gobierno con un máximo de libertades individuales”.
Como lo afirma el admirado y recordado maestro Gerardo Molina en su obra “las Ideas liberales en Colombia” refiriéndose a los radicales: “Solo Murillo Toro fue un político de pura sangre. A los demás les faltaba el sentido de la transacción y del repliegue oportuno. Su angelismo les impedía pactar con la parte impura que hay en la criatura humana. A su vera pasaron grandes hombres con los que hubiera sido provechoso entenderse. Aquellos doctrinantes, en cada uno de los cuales había un educador y un moralista eran llevados por el rigor del credo a transitar por calles de una sola vía”.
Sin romper la fidelidad con las ideas y los principios del movimiento que abanderaba, su independencia estratégica fue lo que le permitió terminar siendo el jefe político indiscutible y acatado del radicalismo.
Con enorme poder de síntesis dice Gerardo Molina que “los radicales no fueron los que se consideraban como tales sino los otros. Mosquera por ejemplo con sus desafiantes decretos sobre desamortización de bienes o sobre inspección de cultos y el mismo Núñez en algunos de sus planteamientos económicos y políticos. De la constelación radical, apenas Murillo Toro y unos cuantos sostuvieron tesis que los hacen acreedores a esa calificación comprometedora”.
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En aquel tiempo retratando gráficamente el drama político de esa época el analista y sociólogo Luis E Nieto Arteta, afirma que ajenos a la crisis y a la dura realidad que se vivía, algunos dirigentes “escribían poemas mientras la Nación se hundía en la pobreza y el desorden político. Quizá por su condición de visionario y su ansia de reformador, Murillo Toro presentó un proyecto de constitución política en 1.855, soñando con unas instituciones que se movían entre el centralismo rígido y el federalismo desbordado. Esta superioridad de hombre independiente de pensamiento y acción quizás fue la que llevó a los constituyentes del estado soberano de Santander a elegir al tolimense Manuel Murillo Toro como presidente del estado recién creado.
Más de una década antes de llegar a la presidencia, ya Murillo Toro estaba en el firmamento político Nacional como uno de los líderes más reconocidos en la opinión nacional, al lado de Obando, José Hilario López y Tomas Cipriano de Mosquera. Estando de diplomático como enviado extraordinario y embajador plenipotenciario de Colombia ante el gobierno de los Estados Unidos, recibió la noticia de su elección como presidente de Colombia, en su célebre discurso de posesión entre otras cosas manifestó con prudente precisión haciendo equilibrio entre los Estados Soberanos y del sueño de la unidad Nacional:
“Llevaré el respeto por la autonomía de los Estados hasta donde lo permita la conservación de la unidad nacional, así como la paz interior y exterior; pero no consentiré que el vínculo se rompa, ni que la autoridad federal se desobedezca o desatienda, obrando dentro de su órbita constitucional. Del juego armonioso pero inexorable de las dos entidades depende, en mi sentir, la subsistencia de la Unión, la integridad de este territorio que acarician dos mares, y que ha de ser el hogar de ciudadanos libres que, estimulados por las instituciones, se consagran a la instrucción y al trabajo para aprovechar como comunidad cristiana los dones que esta Patria nos ofrece”.
Es evidente que Murillo Toro en su permanente ejercicio periodístico marcó pautas de acción para el espíritu liberal y los radicales de la época, y tanto como hombre de estado, como en su calidad de escritor mostró independencia de sus propios correligionarios hasta el punto de aparecer a veces más radical y vertical en sus posturas y en sus opiniones que quienes creían serlo. Su obsesión era el imperio de la libertad tanto en lo atinente a la tolerancia con los cultos religiosos como a las ideas ajenas:” Que nadie turbe a otro en su culto ni en sus goces, y que todos defendamos la libertad común como la diosa protectora de las expiaciones de nuestra alma, así como de nuestros goces materiales legítimos”. Era su bandera ondeante de la libertad como principio y fin a toda costa que le caracterizó desde sus inicios en el periodismo de provincia hasta todo el itinerario de su ascendente carrera política. Lo demostró como Secretario Reformador de José Hilario López luchando denodadamente por el fin de la esclavitud, como por conquistar sin atadura la vigencia del sufragio universal como lo afirmo cuando se pretendía condicionar ese sufragio a la capacidad de voto en conciencia. Murillo de manera rotunda afirmó: “Es de la esencia del sufragio perfeccionarse a medida de su uso”.
Cuando el conservatismo de Antioquia proclamó como mandatario al joven dirigente Pedro Justo Berrio, Murillo Toro luego de rehusarse a utilizar la fuerza contra esa nueva realidad política en el manejo de la montaña antioqueña público, en el Diario Oficial, su decisión afirmando:” Reconocerse al nuevo gobierno constituido en Antioquia y presidido por el señor Pedro Justo Berrio y céntrese en relaciones con él”.
Pese a la inconformidad creciente de las mayorías liberales con esta decisión y a innumerables protestas, Murillo Toro sin vacilación alguna sostuvo la teoría de la no intervención del gobierno central en las luchas domésticas y en los negocios internos del estado, categóricamente afirmó: “ los principios democráticos, republicanos y liberales nos enseñan, como canon sagrado, que la mayoría de una sociedad organizada es la que tiene el derecho a gobernar y a dirigir los intereses de la comunidad, y que los pueblos son soberanos para darse el gobierno que a bien tengan, y aun para insurreccionar contra los que no sean de su agrado o conveniencia.”
Ahondando con firmeza y decisión en sus principios libertarios y democráticos concluyó:” Si hubiera obrado de otro modo y hubiese declarado la guerra al nuevo gobierno de Antioquia, habría violado la Constitución desde su nacimiento y habría faltado a mis juramentos de magistrado y a mis principios de partidista. Lo que vosotros me habéis pedido, fue lo mismo que hizo el gobierno del doctor Ospina en 1.859, cuando declaró la guerra al gobierno liberal de Santander y extendió así la llama revolucionaria en toda la nación”.
Quizás esta forma de actuar con tanta lucidez conceptual como prudencia en la defensa de sus criterios y su espíritu conciliador, fue lo que hizo posible al estar al frente de la Embajada de Colombia en Washington, su cercanía y su amistad con el presidente Abraham Lincoln, quien le otorgó excepcional confianza. Este hecho quedó inscrito en los anales de la relación internacional de nuestra patria ante el poder y la influencia de los Estados Unidos de Norte América.
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Es fascinante la faceta de Manuel Murillo Toro como periodista. Su valor y su persistencia en defender sus ideales y sus propósitos utilizando todos los medios escritos posibles de la época, demostró que el hombre de estado y el hábil político, tuvo en el periodismo su mejor y más espléndido escenario para divulgar su pensamiento y hacer llegar a amplios sectores sociales y culturales las ideas fuerza que impulsan su voluntad de superación política, y su pasión por hacer imperar el concepto fundamental de libertad, en las instituciones y en la conciencia de los ciudadanos de su tiempo.
Como bien lo afirma Milton Puentes, en su “Historia del Partido Liberal Colombiano”: “Murillo Toro escribió porque era un hombre de combate”. Era un alma de lucha, un intelecto en su desasosiego continuo de pelea. Su péñola fue lanzada para clavarse en la mitad del corazón de lo renegado, de lo retrógrado, de lo que iba en contra de las grandes reformas nacionales y de la plena libertad de la república. Fue un agitador. Por eso su prosa era clara, firme, acerada, sobria, vapuleada, incisiva, vigorosa, certera y llena de brío y siempre con una decisión impertérrita y una ingénita agudeza. Su privilegiada inteligencia lo hizo ser, además, un hábil político de extraordinaria sagacidad. Su autarquía espiritual y su imponderable talento periodístico, unidos a su fiero carácter lo perfilaron como el político más sustantivo de su generación.
Su pluma como la de todos los pensadores de su tiempo, no fue la escarcela o el provento de su vida sino necesidad imperiosa de su ánimo batallador. Fue también, como lo fueron casi todos los escritores de su tiempo un periodista sin cobardías, sin miedo a las responsabilidades, sin vacilaciones trémulas. Tal vez por esto su generación desempeñó un tan inigualable papel en nuestra historia, hasta el punto de que hombres como Antonio José Iregui afirman que “La época de 1.845 a 1.885 produjo todas las ideas de nuestra historia”. Fueron momentos de Colombia en los que se pensó y se escribió con grandeza.
Generoso fue Murillo en sus campañas periodísticas y lo caracterizó una equilibrada varonía, más cuando sus adversarios lo herían con desmedida causticidad y cuando las circunstancias así lo exigían, se tornaba en libelista de garra y en defensa de su ideal arremetía con la acometividad de alquílico o Hipognato esos dos satíricos griegos de quienes la leyenda cuenta que las personas a quienes ellos atacaban se ahorcaban después de leerlos.
Creyó siempre Manuel Murillo Toro que el periódico era un factor dinamogénico para el progreso y la libertad, y por esta causa, y por haberle entregado toda su vida a las labores periodísticas Ramon Gómez lo llamo” el Rey de la prensa”.
En uno de sus célebres escritos periodísticos ahondó Murillo Toro con espíritu premonitorio en temas como el delito y la pena, que los sabios de la ciencia penal maduraron más tarde como Ferri y Carnelutti. Ante el asombro de sus críticos banales Murillo afirmó:"el crimen es en el orden moral lo que en la enfermedad es en el orden físico; es un trastorno mental, una perturbación en el juego de las facultades del alma, como la enfermedad es un trastorno mayor o menor en la organización física”.
De forma visionaria y premonitoria Murillo Toro ante el desconcierto de seguidores y críticos se atrevió a afirmar:” el sistema penal conocido, sostenido y encomiado en este estado es el más propicio para corromper las costumbres una legislación que para extinguir el asesinato manda a asesinar, entra en un círculo vicioso en que habrá de agotar sus fuerzas sin poder realizar su propósito. No se consigue desarrollar el sentido moral con los ejemplos que lo conculcan. Si esta sociedad fuera cristiana esto bastaría para que no matara. Y si fuera simplemente de vista, no mataría, porque Dios no mató a Caín, sino que únicamente lo condenó a esconder su faz de las miradas de los hombres dando así desde el primer crimen el programa de la penalidad social.
Los empíricos de la escuela de la fuerza, los conservadores de la barbarie no se toman el trabajo de la indagación. Su mirada torva y famélica apenas se detiene en la superficie. No conocen sino lo que llaman la vindicta pública, es decir la venganza y al mal del delito vuelven el mar mayor de la pena. El talión es su tabla de salud. Estos conceptos de Murillo eran la sustancia de la moderna escuela penal fundamentada en que lo único que justifica la pena es la eficacia desde el punto de vista de la defensa social.
Alguien dijo con razón que todos estos conceptos modernos, progresistas y humanistas de Manuel Murillo Toro habían sido como dinamita contra la pena de muerte y la deshumanizada legislación penal proclive a la corrupción como èl mismo lo señalo.
No estuvo exenta la gloriosa existencia de nuestro paisano Manuel Murillo Toro de la infamia, la calumnia y la mentira de algunos de sus contradictores. Lo acusaron sin piedad y sin razón, pese a la aprobada pulcritud de su conducta. Llegaron a calificarlo como lo dice Milton Puentes de “impúdico ladrón.”
El desespero de sus derrotados malquerientes los llevó a soportar el clímax de la podredumbre moral. Así ha ocurrido sistemáticamente a lo largo de toda la historia de Colombia. A los grandes hombres se les ha hecho victimas del enfermizo odio de sus mediocres contradictores.
“Demagogo, ladrón, comunista", fueron los relampagueantes epítetos de los enemigos de Murillo Toro usaron para atacarlo. Pero, tempranamente la historia, a través de la palabra viva inclusive de reconocidos adversarios políticos, lo ha reparado de semejantes excesos de injusta y despreciable difamación. Veámoslo bien :“Entre los muchos méritos que ilustran la memoria del Doctor Murillo dice el expresidente Marco Fidel Suarez, en su discurso al inaugurar la estatua del egregio hijo de Chaparral, ninguno tan puro ni tan esplendido como la insigne parte que le toco desempeñar en favor de la completa abolición de la esclavitud, obra empezada por Zea y por Bolívar, comentada y practicada por Feliz de Restrepo y Jorge Ramon Posada, proseguida en algunos de nuestros primeros congresos e implantada definitivamente durante la administración del General López de la cual fue pensamiento y nervio el Secretario y Reformador. Esta es por excelencia la grande hazaña, la proeza soberana de aquel tiempo, porque en tanto que las demás garantías y libertades son susceptibles de gradaciones apreciables diversamente por la crítica y la opinión, la que convierte al esclavo en ciudadano es verdaderamente la gran libertad humana pues restaura la personalidad del hombre; es obra divina en cierto modo porque devuelve a todo el individuo a su cuerpo, a su alma ya sus facultades la dignidad y los derechos arrebatados por la más abominable de las injusticias. Esta reforma incomparable se coronó entre nosotros, merced a la constancia del doctor Murillo y de sus compañeros, quienes aplicaron para ello sus energías y talentos al genio, cristiano y liberal de la nación, de suerte que en este capítulo resulta nuestra historia más pura y bella que la historia de la nación de Lincoln, donde las cadenas del esclavo debieron de ser rotas por la espada, y no como en Colombia, por el solo influjo de la humanidad y la elocuencia. ¡Decidme, pues, señores, si el colombiano modelado en este bronce no será digno de nuestra más profunda admiración y de la gratitud de las generaciones!”.
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El doctor Rafael Núñez ejercía la presidencia de Colombia en el momento de la muerte del ilustre radical. En contravía de lo que suelen decir los enemigos del solitario del Cabrero, el gran reformador de 1.886, ajeno al odio, la envidia y el rencor pronunció una oración magistral ante el cadáver de nuestro ilustre coterráneo. Murillo Toro, primero como disidente liberal y luego como promotor del partido Independiente y más tarde del partido Nacional había sostenido recias polémicas con Núñez. Este desde la majestad de vocero de la unidad Nacional y representando toda la Nación, con singular decencia y altura pronunció el siguiente discurso fúnebre:
“Durante un cuarto de siglo, el hombre cuya pérdida deploramos fue el heroico conductor de un generoso partido político, cuya luminosa huella no alcanzarán a borrar de las páginas de nuestra historia sus necesarios errores, por graves que hayan sido algunas veces. Partícipe del desaliento y de los desvíos de las horas de decadencia, acaso por el efecto poco visible en principio de la dolencia que cortó el hilo de su vida, baja al sepulcro seguido de sinceras y abundantes lágrimas. Una pesada losa caerá en breve sobre su ataúd, y la mano sombría del sepulturero levantara una muralla eterna entre su forma corporal y los que le sobreviven. Inmóviles y consternados, como los que en la orilla del piélago contemplan la dolorosa escena de un naufragio, nosotros veremos desaparecer su cadáver en la helada noche de la tumba. Él nos deja, sin embargo, parte del espíritu que hizo resplandecer, cual una aureola, su vigorosa cabeza en la época principal de su perseverante labor política; cuando elocuente abogaba por la libertad en todas sus bellas manifestaciones, considerándola el único eficaz remedio de las enfermedades sociales; cuando hizo romper las cadenas de los esclavos, no con la espada ni transitoriamente, sino para siempre y con su palabra sola, que de súbito se volvió fulminante como el rayo, al encontrarse calentada por el fuego de una convicción profunda. Esos rotos eslabones los juntara la Historia para transmitir su nombre, como por medio de un hilo telégrafo inquebrantable, a la posteridad más remota”.
“No es esta la ocasión de pronunciar un elogio fúnebre con el detenimiento necesario, porque apenas hay tiempo para proferir ligeras expresiones de sentido a Dios. El gran vocero de la libertad fundada en la justicia enmudeció para siempre; pero como las lecciones de Sócrates las suyas seguirán resonando en nuestras almas hasta que elevándose estas a los espacios inmortales logren adquirir las perfectas nociones del bien que apenas podemos nosotros entre ver durante nuestra preparatoria peregrinación por el limo del mundo”.
Con extraña premonición y sin haber advertido la justicia contra la infamia en unas elocuentes palabras de adversarios suyos como Marco Fidel Suarez, Rafael Núñez y José Vicente Concha el 19 de septiembre de 1.850, Manuel Murillo Toro escribió:
“Estoy enteramente consagrado al servicio de la República, a la consolidación de esta y al desarrollo de los principios del partido liberal, y estoy firmemente resuelto a que se amontonen contra mi todos los cargos y molestias consiguientes a la enojosa tarea que me he impuesto, antes que cejar por un momento en mi propósito. Mi reputación puede ponerse en duda por algún tiempo por los esfuerzos de mis enemigos y el poco criterio o la ignorancia de muchos lectores; pero si yo logro contribuir a que la Administración de que hago parte y el partido liberal de que soy miembro y que hasta ahora me dispensa su confianza, realicen su obra fundando permanentemente la República y desenvolviendo la prosperidad pública, poco me importan esas sombras transitorias que al fin desaparecerán. Esta es la ventaja de los hombres públicos que sirven con honradez, bajo las democracias; es a saber, que en estas pueden tener completa seguridad de obtener al fin justicia, y de ser convenientemente honrados aun antes de la muerte según la importancia de sus servicios”.
En nuestra juventud, la cátedra de historia de Colombia estaba circunscrita al texto oficial de Henao y Arrubla y en tiempo de dictaduras la libertad de cátedra no existía e imperaba la censura del régimen, y por tanto, nuestro conocimiento de Manuel Murillo Toro se reducía a mostrarlo como un figura procera de Chaparral, que había ocupado en dos oportunidades la presidencia de la República, y como José María Melo estaba proscrito por la historia oficial, Murillo Toro aparecía como el único presidente chaparraluno, y al lado de Alfonso López Pumarejo y de Miguel Abadía Méndez, como uno de los tres tolimenses que habían rectorado los destinos de la nación colombiana. Y por encargo, como designados, elegidos por el Congreso Darío Echandía y Carlos Lozano y Lozano.
Ajenos por fuerza de estas circunstancias a la historia real que después a lo largo de nuestra existencia hemos investigado, estudiado y trajinado, imaginábamos que el paso rutinario por la presidencia de Colombia de Murillo Toro era el mérito suficiente para que un estadio deportivo, varios colegios y unas plazas llevarán su ilustre nombre. Ahora entendemos por la vía del estudio juicioso de la historia cuanta fue la grandeza de este prócer civil, de este coterráneo ilustre e insigne, y coincidimos con las palabras de Felipe Pérez que, “si Murillo Toro hubiera tenido el poder de Dios, antes de decir hágase la luz, habría dicho: hágase la libertad”. Este fue el derrotero de su lucha, la justificación de su fundamental condición de hombre de estado, la razón de las batallas de su palabra visionaria y de su pluma encendida. Las que le permitieron marcar una época y guiar por lustros el convulsionado destino de su patria.
Al fin y al cabo, para decirlo evocando el célebre poema de Paul Eluard, Manuel Murillo Toro” parecía haber nacido para nombrar y defender la libertad”.
Consideramos que sin presunción ni vanidad el doctor Manuel Murillo Toro, dos veces Presidente de la República de Colombia, jefe del liberalismo y líder indiscutible de los radicales, pudo haber hecho suyas, al final de la existencia, las palabras del insigne demócrata Francés el “Tigre” Clemenceau: “ Ofrecí la paz, no la paz de dominación, no la paz de servidumbre para los otros, sino las paz de las conciencias liberadas, la paz del derecho igualitario que quiere para todos los hombres, sin distinción de castas, clases ni privilegios, la plenitud, toda la plenitud de la vida”.
*Exministro de Estado, exsenador de la República
Miembro de la Academia de Historia del Tolima
Miembro de la academia de la historia de Cartagena de indias
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