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Una nueva inquisición

Una nueva inquisición

 

Por: Julio César Carrión

Ante la imperiosa necesidad de adecuar la educación superior a los nuevos escenarios y exigencias del mundo contemporáneo, afloran múltiples discursos y expresiones que buscan la reorientación de las universidades, no precisamente en respuesta a las auténticas necesidades y demandas regionales de carácter social, político o cultural, sino conforme a intereses economicistas privados y particulares.

Los viejos paradigmas funcionalistas de eficiencia, productividad y rentabilidad son esgrimidos ahora por los defensores del statu quo, que han convertido a las distintas instituciones de educación superior en meras extensiones de las empresas. Se nos repite hasta el cansancio que la tarea de la educación superior es, en lo fundamental, formar el “capital” humano que reclaman las empresas, fortaleciendo los procesos de endogenización de la ciencia y la tecnología de los países industrializados y así, en un luminoso futuro no muy lejano, podríamos alcanzar el esquivo desarrollo.

La perspectiva neoliberal que nos agobia ha impuesto sobre la educación pública superior el oneroso sistema de legitimarse (para su funcionamiento y para garantizar su asignación presupuestal) mediante mecanismos de autorregulación, evaluación externa de indicadores, estándares de calidad y acreditaciones que son más propios de los procesos productivos que del mundo académico y cultural.

(Puede leer: A propósito del 20 de Julio: El descrédito del heroísismo)

Como si se tratara de poner en marcha un nuevo tribunal del Santo Oficio, una nueva Inquisición, en todo los países dependientes, y en Colombia por supuesto, los negociantes de la educación y las élites universitarias subordinadas al mandato imperial, buscan mediante organismos adecuados para tal propósito (como el Consejo Nacional de Acreditación, Colciencias, etc.) desde lo local y provinciano, cumplir con los preceptos establecidos a fin de alcanza esos supuestos consensos ecuménicos.

Entonces, los administradores de las instituciones de educación superior, unas veces sorprendidos y otras complacidos por estas tareas que les han sido fijadas, reducen toda su competencia a la búsqueda de técnicas de gestión y a la implementación de esos nuevos mecanismos de evaluación, indexación y acreditación que permitan, no sólo la tal endogenización de los saberes que ofrece una llamada “sociedad del conocimiento” sino, viabilizar una total adecuación de las universidades a los intereses de los grupos hegemónicos internacionales. Toda la vida académica entró así a girar en torno a un concepto de calidad educativa, acatando las premisas establecidas por las entidades prestamistas internacionales, que han subrogado tanto a los gobiernos de los países periféricos, como a las autoridades académicas de sus instituciones educativas.

Así mismo el concepto de mejoramiento de la calidad educativa ha sido reducido, desde la óptica empresarial, a la adaptación y establecimiento de unos contenidos académicos acordes con las “competencias” más significativas para el desarrollo empresarial; son esas mismas entidades prestamistas quienes fijan los “estándares de calidad” y hasta las asignaturas y programas, según su conveniencia; de ello depende la asignación de los recursos.

La educación como un derecho fundamental ha sido eliminada, reduciéndose a un simple “servicio”, manejado con criterios empresariales, gerenciales. Los patrones de “rendimiento”, “eficiencia” y “rentabilidad” pasan a constituir los elementos claves para la prestación de dicho “servicio”, respondiendo a la lógica economicista del costo-beneficio y no a las obligaciones y funciones de un Estado Social de Derecho, como se publicita.

En cuanto a las supuestas políticas de “mejoramiento cualitativo” de la educación, estas no han significado siquiera un fortalecimiento conceptual para los proyectos de ampliación de cobertura, sino únicamente propósitos remediales y distractivos frente al desconcierto generalizado que provocó el imprevisto y repentino incremento de la tasa de escolaridad, sin el correspondiente crecimiento de la infraestructura de servicios y de ayudas educativas. Se trata de inyectarle a la educación ofrecida “criterios de calidad” que continúan girando alrededor de una equívoca concepción del progreso, que lo asimila, exclusivamente, al racionalismo instrumental, en detrimento de otras perspectivas del pensar y del sentir.

Por otra parte, para aparentar que se cumplen los requisitos y exigencias internacionales, las universidades se han ido convirtiendo en territorio libre para la simulación, el fraude y la farsa académica; no sólo se simula la investigación y la ciencia sino que se parodia la cultura y se falsifican los más diversos valores universitarios...

La permanente preocupación por colocar la educación al nivel del avance científico y tecnológico, mejorando los niveles de competitividad internacional, es un reduccionismo aparentemente teórico que esconde la intención política gatopardesca de “cambiar algo para que todo siga igual”.

Es indudable que el desarrollo de la productividad está ligado a los avances de la ciencia y la tecnología, pero, a pesar de toda la retórica desarrollista y de la prometida democratización y adecuación de la ciencia, no somos más que consumidores de los productos tecnológicos que ofrecen los países industrializados, que han venido estructurando una nueva forma de dependentismo ideológico y mercantil, con sus redes de asistencia técnica, acreditaciones, paquetes, programas, maquilas, becas y softwares que aceptamos y asimilamos de manera acrítica.

Si bien es cierto las universidades siempre han estado al servicio de los procesos productivos y de la economía en general, no se había presentado antes un movimiento tan explícito de subordinación y dependencia total. Los nexos universidad-empresa antaño estaban determinados, principalmente, por los contratos de investigación, la prestación de servicios y la capacitación, pero ahora lo que se presenta es una total fusión entre los intereses del capital internacional y los particulares quehaceres universitarios.

Es imperativo revisar las funciones de las instituciones de educación superior, buscando no solo resultados economicistas, sino reconociendo la universidad como el lugar del humanismo, del pensamiento crítico, de la resistencia y de los desacuerdos, y no como una simple promotora del pensamiento único. Frente a la docilidad con que se acatan las órdenes de las entidades prestamista internacionales y superando el propio letargo intelectual, los universitarios deben trabajar por el rescate del pensamiento autónomo, la construcción del bien común, el fortalecimiento de las más diversas utopías y en general, por el reconocimiento de la primacía de la sensibilidad sobre la razón instrumental, para poder comprender que una auténtica interacción con el entorno social y cultural regional, significa la constatación de nuestro indeclinable pluralismo y multiculturalidad.

Superar el círculo infernal de producir para consumir, sin renunciar a los plausibles alcances de los conocimientos científicos y tecnológicos, pero abriéndose a las posibilidades de reconstruir el espíritu multidimensional del hombre, en la pluralidad de sus conocimientos vivenciales, es la tarea que debe emprender la universidad que queremos.

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