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A propósito del 20 de Julio: El descrédito del heroísmo
Por: Julio César Carrión
“Los héroes en Colombia sí existen”. ”Fe en la causa…” Campaña publicitaria del ejército colombiano
Colombia : una sociedad de héroes ficticios...
Como lo analizara, desde 1909 el psicoanalista austriaco Otto Rank en su libro “El mito del nacimiento del héroe”, casi todos los pueblos del mundo han llegado a una desenfrenada exaltación de sus “héroes”, porque comenzaron, desde las primeras etapas de su evolución histórica, a glorificar los fundadores de religiones, dinastías, imperios o ciudades; a los reyes y príncipes, reales o míticos, de sus tradiciones. En suma, a todas esas destacadas personalidades nacionales, mediante una serie de leyendas, narraciones y relatos poéticos, que exaltaban su memoria.
La historia del nacimiento y la infancia de estos personajes, llegó a ser investida de rasgos fantásticos que, en los más diversos pueblos, aún aquellos separados por vastas distancias geográficas y que llevaban existencias totalmente independientes, presentan una desconcertante similitud y hasta una correspondencia exacta. La reiteración histórica y espacial de estas semejanzas, condujo a la formulación de variadas teorías que pretendían dar cuenta de tales coincidencias, con explicaciones como las que sostenían que el hecho de las migraciones y el comercio habrían provocado el tráfico y el plagio de los mitos. Estas y otras similares, que podríamos agrupar como teorías difusionistas, sólo pueden explicar la distribución y variedad pero no el origen de los mitos. Sólo el estudio psicológico, particularmente por medio del psicoanálisis, revelaría el fenómeno de las analogías que en la creación de las leyendas de héroes y dioses se da, en todo caso como lo planteara Freud, por una estrecha relación entre las tradiciones históricas, las fantasías infantiles y la construcción del super-yo.
El término “héroe”, aunque no tiene una significación unívoca, y se puede presentar como un vocablo polisémico, mantiene sin embargo, la particular característica de ser una palabra cargada de simbolismo, solemne, sagrada: hierática. Se refiere a algo inasible por la lógica convencional; acercarse a ella implica trascender las explicaciones elementales y obvias, no en vano la filosofía y la psicología intentan develar hoy las verdades ocultas tras los mitos. Como lo expresara Bachelard, debemos estudiar el Olimpo como si fuese una gramática.
En toda las culturas la expresión “héroe”, hace alusión a aquellas figuras, reales o ficticias, cuyas hazañas extraordinarias siempre son señaladas como éticas, virtuosas y en beneficio o defensa de una comunidad y, por ello mismo, se han constituido en modelos dignos de imitación. Es decir, el héroe encarna el personaje que orienta los deseos de las masas; es una especie de mediador poderoso ante las misteriosas fuerzas que constriñen a los hombres comunes y corrientes.
Ante su indefensión frente a las fuerzas naturales y para establecer mediante una autoridad suficientemente coercitiva las represiones y preceptos culturales, el hombre se ha forjado históricamente mitos e ilusiones, recursos como las religiones que son la respuesta humana al reclamo de la vida en sociedad. Por ello Sigmund Freud plantea en su obra El porvenir de una ilusión, que esa penosa sensación de impotencia que se experimenta en la niñez fue lo que despertó la ansiedad de una búsqueda de protección, de una protección amorosa, que en la infancia satisface principalmente el padre. Al descubrir el hombre, a través de la vida y de la historia, la persistencia de su desvalidez y desamparo, estableció la existencia mítica de un padre todopoderoso e inmortal. El propósito inconsciente que cumplen los mandatos religiosos o sagrados, es claro: buscan establecer e interiorizar en los individuos -en su super-yo- un sustituto grandioso del padre -Dios- que garantice la permanencia de las interdicciones impuestas desde las más tempranas experiencias infantiles.
Afirma Freud: “Sabemos que la inmensa mayoría de los seres necesitan imperiosamente tener una autoridad a la cual pueden admirar, bajo la que puedan someterse, por la que puedan ser dominados y, eventualmente, maltratados. La psicología del individuo nos ha enseñado de dónde procede esta necesidad de las masas. Se trata de la añoranza del padre, que cada uno de nosotros alimenta desde la niñez: el anhelo del mismo padre que el héroe de la leyenda se jacta de haber superado. Y ahora advertimos quizá que todos los rasgos con que dotamos a los héroes, a los “grandes hombres” no son sino rasgos paternos (...) Se debe admirarlo, se puede confiar en él, pero es imposible dejar de temerlos...”
Así pues, se entiende que por principio el héroe es quien se aparta de la medianía, de lo común y corriente, porque no encuentra acomodo en el entorno que le ha tocado vivir y anhela construir un mundo mejor. Entonces, para que sus sueños se cumplan emprende, contra todas las adversidades, una serie de acciones, precisamente heroicas, con las cuales intentará la realización de esos ideales.
Hasta aquí todo parece noble y bienintencionado. Pero, ¿qué ocurre cuando los principio éticos y de bienestar colectivo no orientan las tareas del héroe? ¿cuando sus designios están marcados por el miedo, la crueldad y el horror? ¿cuándo obedecen a estrategias que apuntalan el terrorismo de Estado?¿cuándo las “gestas heroicas” no son más que un sartal de engaños institucionales, como se ha visto en Colombia, no sólo con las atrocidades del paramilitarismo, sino con los llamados “falsos positivos” de las fuerzas militares? o ¿cuándo simplemente son expresión de una campaña de mercadotecnia corporativa? Y, peor aún, ¿qué acontece cuando de manera arbitraria y criminal se cubre con el manto de la impunidad (incluso disfrazada de “perdón y olvido”) las “hazañas” de unos supuestos “héroes” que en realidad no son más que delincuentes?
Tenemos que aceptar que en virtud de una perniciosa tergiversación de ideales y de una amañada concepción de la justicia, que otorga impunidad a los genocidas legitimando y hasta premiando sus acciones criminales, hemos caído en un irreversible descrédito del heroísmo…Todos esos mitos, leyendas e ilusiones, que han ayudado a preservar las diversas identidades culturales y contribuido a los procesos de cohesión social, de los más disímiles pueblos del mundo, han sido trastrocados en Colombia.
Si bien es cierto, tenemos que reconocer, como lo expone Fernando Savater, que “nuestra modernidad nace bajo el signo de un héroe delirante y ridiculizado -Don Quijote- y va acumulando sarcasmos y recelos sobre el heroísmo hasta que poco a poco solo queda la convicción de su fracaso inevitable”, también es válido entender que se trataba de poner en cuestión la supuesta cordura y la “racionalidad” occidentales, y con sus delirios y aventuras ridículas, Don Quijote evidencia la engañifa.
Paradójicamente, con su lamentable parodia al heroísmo y el no reconocimiento de sus “hazañas”, Don Quijote denuncia la manipulación que permanentemente ejercen las ideologías religiosas y militaristas, en especial sobre las juventudes, presentándoles como “vocación”, la ardorosa y “heroica” defensa del orden establecido y su conversión en simple rebaño de sacerdotes y pastores o en carne de cañón para las diversas guerras institucionalizadas. Señala, además, el absurdo y la esterilidad de todo el accionar heroico, porque, “los héroes triunfantes -que siguen existiendo naturalmente, porque son imprescindibles para que la fe en la vida no decaiga- pertenecen a las manifestaciones culturalmente menos refinadas (novela popular, cine de serie, canción ligera, deporte, televisión…); para círculos más exigentes, el único héroe tolerable es el héroe vencido, abandonado, aquel en que se revela la imposibilidad de la virtud y no su triunfo…”
De ahí surge la proliferación de todos esos otros “héroes” de pacotilla que crean los medios de comunicación, los espectáculos y la farándula; esa especie de fantoches que les gusta ostentar una insoportable pedantería y hacen mucho ruido.
Pero aún es peor, los grupos paramilitares, consentidos, auspiciados y protegidos por las oligarquías y por el gobierno colombiano, pomposamente se autodenominan “héroes” -como los “Héroes de Granada” que comandaba Don Berna o los “Héroes de los Montes de María” que dirigía el pantallero Mancuso, con quienes Uribe Vélez monto la farsa de las supuestas desmovilizaciones, o los tan conocidos “héroes” de las motosierras-. Sus crímenes de lesa humanidad, son presentados abierta o sutilmente, por las empresas de la información y por los “novelistas” de momento -más comprometidos con los números que con las letras- como grandes proezas dignas de admiración. Criminales, genocidas, a quienes se les garantiza, en virtud de una mal llamada “Ley de justicia y paz”, no solo la impunidad, sino una activa legitimación que los ha convertido en politiqueros en esas mismas regiones que continúan asolando.
Las fuerzas militares, como queriendo ganar imagen frente a la convicción de los sectores populares, que saben plenamente que ellos son los mismos paramilitares, siguiendo patrones norteamericanos y aguzando la llamada “inteligencia militar”, idearon esa publicidad que, de manera insistente, chocante, reiterada, nos dice que “los héroes en Colombia sí existen”. Los asesores del ejercito, en una ardua campaña publicitaria y de marketing de guerra, mostrando su agradecimiento, afirman sin empacho alguno: “Una de las grandes virtudes de Uribe fue el ser capaz de ofrecernos un relato en el cual encontrarnos como nación. Eso en Colombia ha sido muy difícil de construir, porque no tenemos ni mitos fundadores ni un relato único. Siempre hemos tenido diversidad cultural. No hemos sido capaces de construir un relato de nación”.
Con cuanta lucidez el olvidado escritor tolimense Germán Pardo García, en su poema “El ocaso de los héroes”, exige que todos estos personajes que históricamente han sido designados “héroes” (incluyendo por supuesto a esos desventurados uniformados que les gusta autodenominarse así), que los tozudos y sanguinarios agentes de la guerra, que se niegan a entender el humanismo, que no han logrado comprender el respeto por las diferencias, la vigencia de las utopías, ni el valor del numen pacífico; que no entienden del amor a los humildes, ni del dolor del parvifundio, deben desaparecer en las tinieblas feudales del rencor, dando paso a una auténtica civilización y a un nuevo orden humano, basado en la equidad, en la distribución de la abundancia y en la justicia social. Pero ello sólo será posible bajo gobiernos que no se sustenten en “la fiesta de la guerra”, en la farsa de la paz y en el perdón y el olvido para los genocidas.
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