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Un país hastiado del odio

Un país hastiado del odio

Por: Edgardo Ramírez Polanía


 

El asesinato de Miguel Uribe Turbay, precandidato presidencial por el Centro Democrático, es una herida en la conciencia nacional, y una evidencia lacerante de la perversidad, como consecuencia del odio que anida en almas innobles.

El país está hastiado del veneno del odio que corroe silenciosamente los espíritus y se cuenta entre las emociones más ruines que ha engendrado la humanidad, para detonar las guerras, acabar hogares, encender hogueras de intolerancia y ser cómplice de las tragedias que hoy resuenan de dolor en la memoria colectiva.

Dicen algunos estudiosos que su fuente está en la agresividad de quienes, al fracasar, buscan en el otro un enemigo que justifique su amargura; otros advierten que nace, paradójicamente, de la rebeldía contra un orden injusto, de quienes han pretendido reformar la sociedad con ideas y, desafiar los privilegios y la delincuencia en la búsqueda de la paz y han sido asesinados por las fuerzas oscuras del mal.

Pero las ideas no se silencian con balas, ellas sobreviven en las voces que las proclaman, en los gestos que las encarnan y en la memoria que las protegen más allá de la muerte. Sin embargo, los sembradores del odio persisten en regar, sobre esta tierra ya empapada de sangre, las semillas de la agresión física y moral.

La incomprensión y el odio en nuestra sociedad, ha sido promovida en gran parte por los dirigentes de los partidos políticos, que han construido un camino funesto que ha conducido de manera inevitable, a la confrontación entre los colombianos, que se ha formado bajo condiciones terribles de incomprensión e intereses, que han llevado a las desigualdades y la falta de formación educativa y cultural de amplios sectores de la población colombiana.

La raíz de esta confrontación no está en las diferencias de criterios, sino en la ausencia de civilidad y odio con que se asumen las expresiones violentas que son imitadas, como la del joven huérfano que asesinó a Miguel Uribe, producto de una política errada de Estado durante varios años, que ha carcomido con la corrupción los cimientos de la sociedad, que ha sustituido los valores por las apariencias y el debate democrático por una guerra verbal sin nobleza que es una forma de violencia sin razón y sin destino.

A ello se suma la desigualdad social sistemáticamente cultivada por quienes se han apropiado de los bienes públicos, arrebatando a la mayoría a su acceso legítimo y reduciendo a millares de compatriotas a condiciones apenas concebibles. Tal realidad impone, a toda conciencia sensata y a todo espíritu con sentido de comunidad, la obligación de buscar la equidad social para que exista reconciliación nacional.

La patria ha vivido, desde los días posteriores a la independencia, al filo de la disolución. Y, sin embargo, persiste el mal sentimiento de quienes se atrincheran en su odio, negándose a ceder un solo resquicio que permita que la solidaridad prevalezca sobre los intereses colectivos para se eliminen las grandes diferencias sociales que generan odio de clases.

Es urgente cimentar nuestra sociedad sobre un espíritu social verdadero, que nos acerque al ideal de justicia por la vía de la comprensión y no del odio hacia las ideas ajenas; que los gobernantes ejerzan, con rectitud, la función para la cual fueron elegidos, que el Congreso cumpla, sin componendas el mandato ineludible del control político y la justicia produzca fallos justos.

Los disparos que segaron la vida de Miguel Uribe Turbay, un joven de 39 años, resonaron como un eco implacable de las fuerzas del mal que aborrecen cuanto no pueden someter. La respuesta del país fue inmediata con una procesión interminable de ciudadanos hastiados de odio, que se congregaron en clínica Fundación Santa Fe de Bogotá desde el 7 de junio día del atentado, hasta su deceso el 11 de agosto a la 1:30 de la madrugada que se extendió por varias partes del mundo como un acto de solidaridad.

Pero, gran parte de esa solidaridad no es auténtica porque se ha desatado un duelo vestido de negro por la televisión y algunos políticos que quieren convertir ese cruel asesinato en una campaña publicitaria, donde algunos de los causantes de la degradación moral del país hacen fila aparentemente entristecidos a dar el ultimo adiós a Miguel Turbay y otros comentando quien asistió o se ausentó ante féretro en búsqueda de notoriedad.

En Colombia, la intolerancia se ha convertido en una peste moral, que corroe día tras día las fibras más íntimas de nuestra convivencia. No hablamos para entendernos, sino para aniquilarnos; no escuchamos al otro para tender puentes, sino para buscar la grieta por donde inocularle el veneno del desprecio y de la culpa en la búsqueda del chivo expiatorio.

El país, atrapado en trincheras ideológicas, ha sustituido el debate democrático por la estridencia del grito, la penumbra de la sospecha y la descalificación automática a través de los trinos. El antipetrismo furibundo  y el petrismo intransigente se funden en un solo destino que es el odio y cada día levantan un muro más alto, donde no circulan ideas, sino los resentimientos.

De esa atmósfera malsana, saturada de odio y deshumanización, brotan tragedias que desgarran el alma colectiva. La muerte de Miguel Uribe Turbay no es un hecho aislado; es la consecuencia de un país que ha permitido que la diferencia política se transforme en licencia para el exterminio moral y, peor aún, físico con el asesinato a la mansalva  como actuaban los “pájaros” criminales.

Mientras no recuperemos la virtud de tolerar al adversario; mientras no aprendamos el arte noble de disentir sin concebir su aniquilación; mientras no renunciemos al veneno del odio, seguiremos descendiendo por la espiral oscura de nuestra propia violencia, condenados a repetir los lutos, a enterrar lo mejor de nuestra esperanza y a caminar ciegos y exhaustos hacia la orfandad de toda reconciliación y de consiguiente al exterminio, sino buscamos fórmulas urgentes para dar un giro pronto y radical en las relaciones humanas.

Creemos que aún hay remedio, así se diga que estamos al borde de la disolución. Es urgente un acuerdo de reconciliación. Dejar de lado el odio entre los ciudadanos, si deseamos continuar viviendo en paz en este solar que nos regaló el destino para vivir y soñar. Pero ese propósito no se lo podemos dejar a los jefes de los partidos políticos. Necesitamos reflexión y que cesen los odios que tienen hastiados a los colombianos para que haya tranquilidad y paz.

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