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La perversa criminalización

La perversa criminalización

Por: Edgardo Ramírez Polanía

Desde los albores de la civilización, el ser humano expresó su pensamiento mediante signos y más tarde, con las palabras, surgieron formas lingüísticas para comunicarse. Por eso hoy, está de moda la criminalizar los actos mediante el miedo al encarcelamiento.

Criminalizar significa en su sentido siniestro, matar o herir gravemente a alguien; sin embargo, se le atribuye ese carácter penal a actos que no siempre constituyen delitos en su esencia. Se invoca esta palabra con ligereza para infundir temor, para someter la voluntad.

La utilizan algunos ciudadanos, pero sobre todo ciertos funcionarios del Estado, como amenaza velada o explícita, equiparando gestos menores a delitos graves. La criminalización se convierte entonces en castigo anticipado, en juicio sin defensa y en condena sin proceso.

En algunos países, pasarse una luz roja es una conducta reprochable, pero corregible mediante educación vial; sin embargo, se convierte en motivo suficiente para someter al infractor a una audiencia penal. Incluso un leve empujón entre la pareja, producto tal vez de una reacción humana, termina tipificado como “violencia doméstica”.

Y el “criminal”, sin derecho a ser escuchado, es sancionado, muchas veces sin haber visto a un juez, ni podido regresar siquiera a su propio hogar durante meses, vedado por restricciones preventivas aupadas por personas perversas y vestido en la cárcel con uniforme de prisiones.

Casos similares se dan con quienes ingresan irregularmente a los Estados Unidos en busca de trabajo, no hablo de delincuentes, sino de trabajadores,  y son capturados por los agentes del ICE, y recluidos durante meses y tratados con el mismo rigor que se reserva para los criminales peligrosos porque están en Estados Unidos de manera irregular.

Legalmente no todos los inmigrantes indocumentados son “criminales”, pero la combinación de leyes específicas, prácticas policiales, discursos políticos y la estructura del sistema de detención hace que en la práctica sean tratados como criminales. Además, los centros de detención migratoria, aunque formalmente son “civiles”, funcionan con protocolos idénticos a las prisiones. 

Los detenidos, si quieren adquirir su libertad, deben acogerse, si pueden, a la deportación voluntaria, conforme a la sección 240(b) del Immigration and Nationality Act, o enfrentar una deportación que los marcará como infractores, cuando en realidad fueron víctimas de un modelo injusto de exclusión y que, en estados como Florida, los recluyen en centros de detención como el llamado “Alligator Alcatraz”, rodeado de cocodrilos.

Por ello, es imperativo advertir que emigrar sin documentos es exponerse a una política de inmigración que no distingue entre necesidad y delito. Es someterse a trabajos humillantes y al desprecio de algunos que creen que con hablar inglés los hace superiores. Quizá la reflexión prudente lleve a replantear esa decisión y a buscar, en la tierra propia, salidas dignas, enraizadas en la lengua, las costumbres y la cultura que constituyen la identidad de los individuos.

No menos alarmante es la criminalización de las discusiones de la vida doméstica en pareja, que puede desembocar en una denuncia, con o sin fundamento, que desencadena una detención inmediata, muchas veces orquestada por intereses turbios, venganzas o ambiciones económicas. El policía, sin más formación que el paso por el servicio militar y un curso básico, se convierte en juez y carcelero. Y tanto hombres como mujeres pueden terminar encarcelados, impedidos de ver a sus hijos y de retornar al hogar.

Un acto tan simple como quitarle a la pareja el teléfono, en medio de una disputa, se transforma en una imputación de “violencia doméstica” que exige prisión preventiva porque “ evita que la persona afectada pueda llamar al 911”. Todo ello, lleva a la imposibilidad de una conciliación sensata, sin oportunidad de explicar los hechos, sin pruebas debidamente valoradas, que fracturan familias enteras y se destruyen hogares por procedimientos automáticos que no examinan el fondo humano del conflicto.

Así, la criminalización se vuelve una costumbre perversa que desmorona la sociedad. El matrimonio se trivializa, la unión se degrada, y los hijos crecen en ambientes hostiles, saltando de un hogar a otro, sin estabilidad ni referencia emocional sólida, porque los causantes de la discordia no han sido educados para formar hogar, sino para la indiferencia y la apariencia. La cadena se repite de generación en generación, en una noria de abandono legal y emocional que hiere el tejido social y todavía se preguntan algunos porqué los adolescentes cometen crímenes.

Hasta el Derecho Público ha sido contaminado por esta epidemia de la criminalización. Lo advirtió el jurista Julio César Ortiz Gutiérrez, en una exposición reciente , el 24 de julio pasado, a la que fuimos invitados, donde expuso un ejemplo elocuente de un congresista, que en medio de un debate legítimo, alza su voz para pedir más recursos para las escuelas y centros de salud de su departamento. Acto seguido, un opositor lo denuncia por tráfico de influencias o intervención indebida en la celebración de contratos. Bastará entonces un fiscal amigo del denunciante para convertir un testimonio inducido en una investigación penal. El montaje queda consumado y se ejecuta con escándalo judicial televisado.

Porque el derecho penal, en muchos casos, dejó de ser un instrumento excepcional de justicia, para convertirse en un arma punitiva, coercitiva y cotidiana de poder. Hoy, basta una denuncia, unos testimonios imprecisos, y la maquinaria judicial se activa con toda su fuerza, muchas veces sobre asuntos puramente civiles o comerciales. Así se deslegitima el derecho penal, se prostituye su función, y se lo degrada a espectáculo o instrumento de venganza.

Criminalizar sin razón, sin conocimiento, sin objetividad, es una deformación peligrosa del Derecho. No puede pretenderse que toda controversia jurídica se resuelva por la vía penal. Así lo ha sostenido con claridad nuestro profesor Jairo Parra Quijano, en su obra La prueba judicial, al afirmar: “no puede confundirse el error o la controversia jurídica con la conducta dolosa penalmente típica. No es función del derecho penal dirimir conflictos de interpretación entre las partes”.

En similar sentido, la Corte Constitucional ha recordado que el derecho penal debe ser ultima ratio del ordenamiento jurídico; el último recurso, reservado únicamente para conductas graves que atenten contra bienes jurídicos esenciales, y solo cuando todas las demás vías legales hayan resultado ineficaces.

De ello se infiere una verdad incontrovertible, usar el derecho penal como arma de intimidación o venganza es un acto de mala fe que debe sancionarse con todo el peso de la ley. Quienes abusan de este instrumento para criminalizar lo que no lo es, alimentan el miedo social y el caos institucional. Esa moderna costumbre de amenazar, encarcelar y destruir por razones ajenas a la justicia, debe desaparecer si aspiramos a una sociedad verdaderamente democrática y en paz.

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