Periodismo de análisis y opinión de Ibagué y el Tolima

Columnistas

El fallo de la jueza Sandra Liliana Heredia contra el expresidente Uribe

El fallo de la jueza Sandra Liliana Heredia contra el expresidente Uribe

Por: Edgardo Ramírez Polanía


La educación es un instrumento de trabajo que se adquiere mediante el conocimiento y el estudio. Y cuando los individuos se capacitan, progresan hacia el desarrollo eficaz de la vida social y personal, como ocurrió con la jueza Sandra Liliana Heredia Aranda.

El Colegio San Isidoro La Salle se transformó en la destacada Institución Educativa San Isidoro, por la nacionalización que hicieron un puñado de liberales encabezados por mi padre Emigdio Ramírez Núñez, de la cual han egresado, durante los últimos sesenta años, aproximadamente cuarenta mil bachilleres.

Esa abundante cosecha intelectual generó la necesidad de instalar en El Espinal universidades y centros de educación superior, tales como el ITFIP (Instituto Tolimense de Formación Técnica Profesional), la Institución Universitaria FUNDES, la Universidad Cooperativa de Colombia y la Escuela Nacional de la Policía “Gabriel González”.

En uno de esos centros de formación, la Universidad Cooperativa de Colombia, se graduó la Juez Sandra Liliana Heredia Aranda, quien habría de emitir un fallo histórico como fue la condena en primera instancia del expresidente Álvaro Uribe Vélez por los delitos de fraude procesal y soborno a testigos. En su extenso pronunciamiento judicial, dejó claro que la privación de la libertad quedaba diferida hasta el momento de proferirse sentencia que tasara la pena pertinente.

Como de manera acertada y con responsabilidad lo contó El Cronista en su historia, la jueza Sandra Heredia se formó en silencio y con esfuerzo, recorriendo uno a uno los peldaños del aparato judicial. Empezó a trabajar en el cargo de notificadora, uno de los de menor rango en la rama judicial y fue ascendiendo en los municipios de Flandes, Melgar, El Espinal e Ibagué en el departamento del Tolima, hasta llegar a Bogotá, donde ocupa el cargo de Jueza 44 Penal del Circuito. Su nombre, ajeno al bullicio mediático, podría inscribirse en las páginas más sobrias de la historia judicial de Colombia. La mujer que llevó a juicio y condenó, por primera vez, a un ex presidente de la República.

Una vez fijada la pena correspondiente a los delitos imputados, los apoderados del expresidente interpondrán apelación ante la Sala Penal del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, la cual podrá confirmar o revocar el fallo, o incluso valorar nuevamente las pruebas practicadas en juicio. Revisados los argumentos de la apelación, si se confirma la sentencia, podrá acudirse al recurso extraordinario de casación, fundado en normas precisas y alegaciones de violación indirecta de la ley, errores de derecho, interpretaciones erróneas o desconocimiento del debido proceso.

La jueza Sandra Liliana Heredia emitió su fallo condenatorio sin alzar la voz ni exhibir el poder que le confirieron las leyes. Sostuvo, con la dignidad de lo esencial, lo que muchos creían imposible, que la justicia real, no la del cartel de la toga, también responde; que la impunidad no es destino, y que la ley no tiene apellidos ni padrinos.

No lo hizo con la furia de los extranjeros que se entrometen en los asuntos de la justicia de nuestro país, sino con la decencia de quienes creen en la palabra justa, en la norma sin doblez, y en la majestad del Estado de Derecho.

Decir, con ligereza o entre líneas, que una decisión judicial es débil por provenir de “una sola persona”  en este caso, la Jueza 44 Penal del Circuito de Bogotá  es desconocer el alcance de la majestad de la justicia, reducir el acto de juzgar a una opinión y no a lo que es en derecho; una expresión de soberanía con efectos normativos, sujetos, sí, a control de la apelación, pero no a desprecio.

El juez no habla en nombre propio. Su voz es la del Estado que actúa conforme al artículo 116 de nuestra Constitución. Y si bien es cierto que el orden jurídico garantiza la doble instancia, no lo es menos que la primera instancia tiene plena eficacia jurídica, por lo cual su valor no puede reducirse a la simple categoría de “versión preliminar”. La función de la jueza no fue literaria ni simbólica; fue jurisdiccional, y en ella desplegó el más alto rigor hermenéutico, no como acto caprichoso, sino como deber funcional sujeto al debido proceso.

El llamado a “no apasionarse” mientras no exista una sentencia ejecutoriada, si bien revestido de prudencia, no debe convertirse en excusa para la indiferencia. La justicia se construye paso a paso, y cada decisión forma parte del corpus de la verdad procesal. La ley no espera al “amanecer” para tener vigencia, ni la verdad jurídica se impone con la neblina del tiempo. Se impone con el expediente, con la contradicción procesal, con la palabra escrita, razonada, motivada.

La apelación, sin duda, es un derecho constitucional y legal de las partes, pero no una negación del valor de lo fallado en primera instancia. El juez no es un espectador; es un intérprete de la norma en un caso concreto. Y cuando decide como lo hizo la jueza Heredia, lo hace con todo el peso de la ley, de las pruebas y del orden institucional. El Tribunal revisará, sí; podrá revocar, sí; pero no puede ignorarse que lo que se ha dicho ya está dicho en derecho, con consecuencias jurídicas reales.

Y frente al estribillo coloquial “Amanecerá y veremos”, habría que recordar que el Derecho no es un presagio ni una adivinanza, sino una ciencia fundada en principios, normas, precedentes y garantías. Lo que veremos al amanecer dependerá, no de la bruma de la incertidumbre, sino de la firmeza de los jueces que, como Heredia deciden sin gritar, sin temblar, sin inclinarse ante nombres ni presiones. Y en cuanto a las afirmaciones que desde un comienzo se vio la imparcialidad de la jueza porque les llamó la atención a los testigos es por lo menos una exageración. Los fallos cuando no nos gustan no pueden ser injustos

Además, en el fallo de primera instancia, no es la cantidad de jueces lo que otorga legitimidad a un fallo. Es la dignidad del razonamiento jurídico, la fidelidad a la ley, y el valor de quien, investido de autoridad, se atreve a juzgar con equilibrio y sin temor.

Tal vez, allí radica la fortaleza de la jueza Heredia. No en el estrépito del cargo, sino en la raíz de su origen como abogada formada profesionalmente en El Espinal, ciudad que no figura entre los centros del poder ni en los titulares de los noticieros de farándula.

Sandra Heredia es fruto legítimo de esa Colombia silenciosa que aún cree en el deber, en la honradez como principio, y en el mérito como camino. De las aulas, y de las calles llenas de historia musical de ese municipio, se formó académicamente esta admirable funcionaria que no negocia sus convicciones ni se arredra ante los poderosos o los apellidos rimbombantes.

En ella se honra a esa provincia profunda que forja carácter entre la calidez de las tardes y la sobriedad de las gentes del Tolima. Esa provincia que enseña que el servicio público es una forma de lealtad a lo colectivo, no una escalera hacia el privilegio. Sandra Heredia no representa únicamente a la judicatura, sino a la dignidad de los pueblos intermedios, como su tierra natal Alpujarra, sino al Tolima, con el temple de quienes se forman sin atajos y el valor de quienes creen que la justicia no es venganza, sino equilibrio moral de la sociedad.

Álvaro Uribe Vélez, el hombre que durante décadas fue mito y dogma de una nación atribulada, compareció por fin, ante una justicia que no le debía reverencia. Gobernó con dureza entre 2002 y 2010, y extendió su influencia sobre los presidentes que le sucedieron, como si el país fuera prolongación de su voluntad. Su palabra fue mandato; su figura, un espejo que muchos no se atrevieron a tocar.

Pero el 28 de julio, la historia giró sobre sus propios rieles. No por revancha ni por espectáculo. Fue la ley, en voz de una jueza nacida lejos del bullicio del Capitolio y del esplendor de los clubes, quien dijo lo que nadie se atrevía a pronunciar y, sobre todo, a dejar escrito; que la justicia, cuando es recta, no debe basarse en conjeturas ni en falsos testimonios, como el del criminal alias Popeye.

Y en ese gesto silencioso de la provincia volvió a brillar la educación pública, la que un día se conquistó para que pudieran estudiar los marginados, los nacidos en valles y serranías de un verdor profundo que se superan con la rueda catalina de su espíritu.

Siguenos en WhatsApp

Artículos Relacionados