Opinión
Ya viene la lechona tolimense
Por: Edgardo Ramírez Polanía
El lechón asado tuvo su origen en la antigua Roma y luego se trasladó a España, a la región de Castilla, con el nombre de “cochinillo”, que todavía se vende en el restaurante El Botín de Madrid, fundado en 1725 en la calle de Cuchilleros y es de los más antiguos del mundo.
La elaboración del cerdo, de pequeño a grande, tuvo un origen festivo, y después, comercial en tierra colombiana, donde se fue perfeccionando en nuestras cocinas, por los lechoneros, en el silencio de los hornos de barro y ladrillos encalados, con la disciplina del fuego, bajo inmensos naranjos que servían de sombra y por donde se colaban los rayos del sol que actuaban como reloj en la experiencia centenaria de sus artesanos.
El lechonero aprende su oficio a través de la tradición, y los años que le han dado una extraña destreza, porque no ha existido un recetario para la elaboración de la lechona, así aparezcan publicadas recetas de las especias y condimentos que se usan, pero no el momento en que se deben aplicar, ni la dureza de la arveja seca, ni cómo se pone cada lonja de carne de la misma lechona extendida horizontalmente, ni la cantidad de condimentos que debe contener ni cómo se cierra en la parte inferior con pabilo o cáñamo y la manera como se unta la salmuera y el agua con sal, para que quede crocante durante el tiempo que permanece en el horno caliente y sellado con madera dura, a fuego lento durante 8 horas y que requiere del venteo, que es abrir el horno 3 centímetros durante 5 minutos para que libere el vapor.
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Una de las exigencias prácticas es limpiar por dentro la lechona para que quede solamente la piel con una fina capa de grasa del tocino que no se debe romper. Se deja solo la cabeza, porque lo que era el cuerpo debe ir con el relleno preciso, que no debe quedar apretado porque se rompe en el horno de barro, el cual debe haber estado encendido 10 horas y cerrado, hasta el momento en que se introducen las lechonas a su debido tiempo, para que no se queme la piel, que debe quedar en su punto exacto de cocción. Allí no existen termómetros de temperatura, ni medidores sino la pericia y el pulso del lechonero.
En las madrugadas de los pueblos y ciudades, cuando empiezan a cantar los gallos, comienza el ritual del adobo, del picadillo y del condimento que no admite improvisación alguna. No existe otra comida colombiana que requiera tanta serenidad ancestral, tanto pulso paciente y tanta fe en el fuego para darle el momento preciso a la arveja que acompaña la carne con la cebolla larga y las especias que se mezclan como un pacto solemne, y la piel del cerdo, que más tarde ha de quedar tersa y quebradiza que se convierte en el primer testigo de la alborada.
La lechona tolimense, más que un plato, es una celebración doméstica de identidad y territorio. En sus vapores de carne y su piel dorada, se siente la memoria de nuestros ancestros en las cocinas donde construyeron los hornos de barro y elevaron el simple acto de alimentar al hogar a la condición de rito, subsistencia y fiesta.
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Cada familia, en el Tolima, guarda una receta heredada que no se escribe, se transmite con la voz, con el gesto, con la mirada que vigila el horno como si allí se cocinara el destino.
Existe el horno industrial, por las exigencias del mercado, que asa la lechona a 200 °C; pero los consumidores dicen que la leña y el horno de barro le dan a la lechona un sabor ancestral, que la distingue y ninguna tecnología iguala ese producto delicioso a través de los años. Algo similar ocurre con los tamales tolimenses, que su aparente uniformidad oculta matices y sabores que solo el paladar entrenado distingue, así sean exactos en su amarre y presentación.
En El Espinal e Ibagué, epicentros históricos de este tesoro gastronómico, el 29 de junio adquiere un brillo especial. El aire amanece con olor a leña y a lechona tostándose lentamente en los hornos que permanecieron encendidos desde la noche anterior. Los lechoneros veteranos, curtidos por décadas de madrugada y sudor, dan órdenes breves: “cierre la boca del horno”, “dele giro”, “revíselo por la pierna”, mientras las latas lechoneras van llenando escaparates conforme van saliendo del horno.
Consciente de que la lechona no era un simple gusto gastronómico, sino un emblema cultural de profunda raíz, la Asamblea Departamental del Tolima, a petición de las gentes de El Espinal y la Cámara de Comercio, mediante la Ordenanza 020 de 2003, institucionalizaron el Día de la Lechona Tolimense, el 29 de junio de cada año, coincidiendo con las festividades de San Juan y San Pedro. Desde entonces, esa fecha se convirtió en el homenaje anual a un arte culinario que ha moldeado la identidad del departamento y ha elevado al Tolima como referente nacional del sabor y la música.
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De las veredas descienden como ríos las gentes hacia el centro de las ciudades a comer lechona, y traen en los pliegues de sus vestidos el aroma del barbecho y del plantío. Llegan familias enteras, turistas incrédulos, músicos con sus sombreros blancos de iraca y jóvenes que se abren paso entre el gentío. La banda interpreta pasillos, bambucos y el inevitable “San Pedro”, mientras las bandejas de lechona con arepa de arroz e “insulso” pasan de mano en mano con el aroma del cuero dorado y crocante.
Lo mismo sucede en la Navidad y el Año Nuevo. Entre villancicos y música decembrina, con los dulces de limón e icaco y las luces de los árboles de navidad que alumbran esperanzas y sueños fallidos, la lechona es un lenitivo y un modo de festejar esa tradición con el sabor inconfundible que nos une en una permanente identidad.
En las fiestas de San Pedro, desde la mañana, cuando el sol empieza a caer sobre las calles de los pueblos y ciudades, empieza una fiesta de aromas. Los locales exhiben sus mejores lechonas y tamales como si se tratara de obras de arte. No falta la abuela que dicta sentencia sobre cuál está en su punto, ni el visitante que, entre asombro y reverencia, descubre que la lechona se come y se celebra.
Las mesas improvisadas en los restaurantes cuentan historias. Allí se reúnen familias que se habían distanciado, amigos que se reencuentran, campesinos que bajan de las veredas para compartir un plato que, por unas horas, borra dificultades y cosecha sonrisas.
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La lechona, cubierta con un mantel y vendida por mujeres amables, hace lo que pocas cosas logran en estos tiempos veloces; une, reconcilia y convoca.
Los viajeros llegan a descubrir que la lechona es también un gesto de patria íntima. Nada representa mejor a nuestro departamento, que tiene la magia de la música y la dignidad del trabajo, que esa comida que acompañó nacimientos, matrimonios, reconciliaciones y fiestas, con esa misma identidad que nos permite ser portadores de la mejor credencial que es ser tolimense.
Hoy, cuando los afanes modernos intentan reducir nuestra gastronomía a modas pasajeras, la lechona se mantiene intacta, orgullosa y eterna. Es la voz de nuestras abuelas, el pulso de los pueblos, la memoria y la fuerza del fogón. Es, en suma, una manera de decir que todavía sabemos celebrar lo nuestro.
Por eso la lechona ha sido considerada el primer plato del mundo en sabor, según la guía gastronómica TasteAtlas en su ranking 2024–25, que le otorgó una calificación de 4,78 sobre 5, superando platos internacionales de gran renombre.
Hablar de la lechona tolimense es comprobar la sencillez de sus gentes, su carácter intrépido, su música, su identidad, del sabor que lo acompaña como un fuego eterno de tradición. Ningún otro plato reúne con tanta donosura el espíritu de un pueblo entero, y por eso debemos continuar resaltando la tradición cultural de nuestra gastronomía, que unida a las artes nos ubica en un lugar de privilegio nacional.
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