Opinión
Porro de libertad
Por: Carlos Eduardo Cano Martínez
La legalización de la dosis mínima reconoce acertadamente el libre desarrollo de la personalidad del sujeto ético capaz de decidir lo bueno y lo malo para él, y es obligación del Estado hacer valer esta norma constitucional; pero erra el adicto al pensar que la libertad de poderse drogar le hace libre.
En la presente columna me centraré en una sola droga: la marihuana. Una discusión más amplia que abarque tanto al alcohol como otro tipo de drogas requiere un espacio diferente. Tomemos como punto de partida lo establecido por el Observatorio de Drogas de Colombia en su documento “Reporte de drogas de Colombia 2016”. En este informe se muestra que mientras el consumo de drogas legales como el tabaco y el cigarrillo presenta una disminución evidente en los últimos años, el consumo de drogas ilícitas viene acrecentándose; además estamos en presencia de un mercado de sustancias ilegales más diverso.
Como sucede alrededor del mundo, la marihuana es la sustancia ilícita de mayor consumo en Colombia; para el 2013 del total de consumidores de drogas ilícitas, el 87% consumía marihuana.
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Expuestas las cifras, hay que hacer una vehemente defensa de quien consume; el consumidor es libre de fumar marihuana, como lo es libre el que toma bebidas alcohólicas y quien fuma cigarrillo; o quien -como acertadamente expuso el exmagistrado de la Corte Constitucional Carlos Gaviria- consume sustancias grasas: “¿Por qué no se le prohíbe la ingestión de sustancias grasas que aumentan el grado de colesterol y propician las enfermedades coronarias, acelerando así el proceso que conduce a la muerte?”, cuestionando a quienes ubican como argumento la pérdida de un miembro potencialmente útil por el consumo de estupefacientes. Cada persona es libre de decidir sobre su cuerpo, como sucede en la eutanasia, el aborto o el suicidio.
Ahora bien, el adicto a la marihuana cree que su consumo lo hace libre, pues pone en esta cualidades únicas que cree él que contrarrestan los límites –existentes o no- impuestos por la sociedad; se equivoca rotundamente, pues su “libertad” está ahora restringida a la necesidad implícita del consumo de una droga, y es él mismo quien niega su autonomía o ya no es él pues la droga piensa y actúa por este en casos extremos.
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Si el adicto entiende la libertad individual como lo más valioso, debe también concebir que el daño a su cuerpo, la alteración de la percepción y de la conciencia producido por la marihuana -que le dificultad tomar decisiones sobre sí mismo de manera libre- es un antivalor. Que si bien se debe respetar su libertad por consumir lo que desee, no es libre, por el contrario, es preso de lo que cree que a él le da libertad. A diferencia de un consumidor ocasional, el adicto encuentra secuestrada su autonomía, y le conduce este secuestro a un deterioro constante de las relaciones personales y/o laborales.
Así entonces, el llamado es a dar un cambio eficaz al discurso educativo sobre el consumo de drogas que, lastimosamente, se ha reducido por años a una limitada idea de que “la droga es mala”; y no ha configurado una política integral, que analice desde una perspectiva social y emocional la tendencia por consumir drogas; además, se hace necesario fomentar una educación para ejercicio de la libertad, pues bien, no se sabe ser libre, pero se puede aprender a serlo.
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