Periodismo de análisis y opinión de Ibagué y el Tolima

Columnistas

Presumidos y arrogantes

Presumidos y arrogantes

Por: Edgardo Ramírez Polanía 


La historia de la humanidad está llena de figuras presumidas y arrogantes, no por su mérito, sino por su ostentación, que han deambulado por los salones del poder, las pasarelas de la vanidad y las vitrinas del consumo, creyéndose dioses en un mundo que solo les ha otorgado el disfraz de lo que no son, y algunos los aplauden.

Sólo quienes han alcanzado la lucidez moral los detectan de inmediato como portadores de una enfermedad del alma que es el culto a la apariencia. El arrogante no camina, pavonea, no conversa, pontifica, no escucha, sino se impone, aferrado  a una imagen inflada de sí mismo, como si esa máscara pudiera ocultar el vacío que lo habita. Se cree autorizado para imponer su voluntad por el solo hecho de tener dinero, o poder. 

No le interesa la verdad ni el diálogo, le basta con la imagen que proyecta el espejo de la vanidad del dinero, que para el presumido no es un medio sino una finalidad. No saben que la riqueza, cuando no nace del trabajo honesto, suele ser producto de la explotación, esa plusvalía que se les arrebata a los trabajadores y que, transformada en ostentación, solo sirve para alimentar el ego de quien desconoce su real valor.

La arrogancia es una forma de ceguera del que se cree superior, y en realidad es incapaz de verse en lo que es, cuando deja de pensar en los demás, por pensar en sí mismo, lo que constituye una indiferencia perversa del comportamiento humano,  por el desmoronamiento de las normas sociales y el deseo del dinero así el individuo deba utilizar la violencia.

Esa violencia que se observa en la imposición de los impuestos a las mercancías internacionales, el debilitamiento de los sistemas de salud internacional, y la aceptación de las condiciones económicas de algunos países por el miedo.

El Nobel José Saramago en su libro “Ensayo sobre la Ceguera”, dice que: “La dignidad no tiene precio, cuando alguien empieza a hacer pequeñas concesiones, al final pierde todo sentido”.

El autor dice en la historia que, algunos personajes intentan mantener su dignidad  y el respeto personal y los demás, pero en la medida que las cosas empeoran en la sociedad, la violencia se vuelve común y las personas empiezan a ceder y se pierde la integridad humana.

Además, agrega el nobel, que: “La pérdida de la visión es una metáfora de la pérdida de dirección y propósito de la vida”. Ese miedo insuperable a las bombas desde el cielo, que en el contexto físico paraliza y oscurece la percepción de la realidad.

Entonces, los personajes experimentan una creciente degradación de su dignidad y humanidad a medida que la ceguera de los poderosos y el caos se apodera de la sociedad y algunos intentan mantener su dignidad y su respeto, pero otros ceden en sus principios éticos.

Es esa misma arrogancia que desconoce los sentimientos ajenos, porque ni siquiera puede comprender los propios. Donde el sarcasmo, la insolencia y el desprecio son su lenguaje natural, detrás del cual, esconde una profunda inseguridad y un grito ahogado de por los múltiples problemas emocionales que llevan en su interior.

Bajo esa mascarada, el arrogante esconde casi siempre, una honda preocupación, una frustración constante, un deseo no cumplido de ser amado y admirado por lo que no se es. El arrogante necesita espectadores, porque sin ellos, su farsa se derrumba. Le urge la validación externa, así deba violar los acuerdos, invadir ciudades, bombardear pueblos.

Y si el arrogante ostenta poder, entonces la deformación se vuelve peligrosa. Desde la tribuna se convierte en predicador de verdades absolutas. Desde el despacho oficial firma decretos que perjudican al pueblo, y le ordena a los militares, avanzar sobre ciudades indefensas, donde mueren niños que no alcanzaron a pronunciar su nombre. No es un líder es un tirano con ínfulas de salvador, que se enardece con el estruendo de una bomba como si se tratara de una victoria, sin entender que ninguna gloria se edifica sobre el oprobio.

Presumir, a fin de cuentas, es un síntoma de carencia. Quien necesita mostrar sus bienes, su cuerpo, sus títulos o su poder, es porque interiormente siente que no tiene nada. La presunción es la vitrina del vacío, y el presumido, es un pobre actor que necesita un escenario para no enfrentarse a su propia verdad.

Desde el hogar y la escuela habría que enseñar que el valor de una persona no se mide por lo que posee, sino por lo que es. Que la verdadera grandeza no hace alarde de sí misma. Que el éxito no es acaparar, sino servir. Porque cuando se siembra en los corazones jóvenes la semilla de la ostentación, se cultiva también el deseo de riqueza fácil, origen de muchas formas de corrupción que padecemos los iberoamericanos como herencia española.

En cambio, la sencillez, no hace ruido. Camina elegante, sin soberbia, y observa con atención, respeta sin adular y sabe que todo lo que vale en la vida no se compra ni se presume, se consigue con decencia para obtener un propósito y un significado a la vida dentro del bien común para ser feliz.

Siguenos en WhatsApp

Artículos Relacionados