Columnistas
Demagogia y política
Por: Edgardo Ramírez Polanía
En las democracias, la demagogia han sido el lenguaje del que se han nutrido los políticos y gobernantes, no para proponer verdaderas soluciones, sino para halagar, dividir y encender el alma de ciudadanos.
La demagogia la utilizan algunos aspirantes a ser candidatos y candidatas presidenciales, que, ante la falta de ideas propias de la ciencia del Estado, exponen como estrategia el insulto y la crítica sin razonamientos válidos y creíbles, en una compleja y peligrosa simplificación deliberada de los problemas sociales, que exaltan de manera difusa como la mejor receta política.
Los demagogos no analizan el conflicto sino lo exacerban y se erigen a sí mismos, como los intérpretes únicos de la voluntad de su jefe político y entre más se alejan de la verdad y se acerquen al insulto contra los opositores, consideran que representan y encarnan la voluntad de su partido político.
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La demagogia, niega la razón y se abraza al instinto. La vieja tentación de conquistar el poder a través del halago, la exageración y el engaño sentimental. Porque el demagogo no gobierna conforme a la ley, sino conforme a la emoción del momento. Y en su verbo adulador no hay espacio para la complejidad, ni para la verdad incómoda, ni para el rigor institucional.
Aristóteles, en su lectura implacable de la democracia vacilante, lo advertía con lucidez, al expresar que allí donde la ley deja de ser soberana, el pueblo se transforma en tirano. No el pueblo como sujeto de derechos, sino como masa emocional, manipulada por líderes que no respetan límites jurídicos ni éticos. En las democracias desgastadas como la nuestra, las decisiones no se toman con serenidad ni sabiduría colectiva, sino por impulso y aplauso, por clamor e inmediatez. La ley se subordina al grito cuando se aprueba, como sucedió con la aprobación inicial de la ley de pensiones que desconoció los derechos adquiridos.
La demagogia se ha convertido en un recurso habitual del discurso político. Se ha vuelto menos una categoría del análisis y más un insulto recurrente entre adversarios. Pero su esencia permanece intacta. Prometer lo imposible, culpar al otro y despertar odios que no iluminan el porvenir, sino lo oscurecen con promesas cumplidas parcialmente.
Lo más inquietante no es que existan demagogos, sino que existan multitudes dispuestas a seguirlos por una teja o un tamal. Es difícil entender que, en tiempos de acceso casi universal al conocimiento a través de los excelentes colegios oficiales y las universidades, todavía florezca esta política de la seducción fácil, del mensaje plano y la emoción exacerbada, que obedece a la falta de un acendrado sentido cultural de las categorías sociales.
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La respuesta puede ser incómoda, porque el demagogo dice lo que muchos quieren oír, y porque, en medio del desencanto, sus palabras no requieren reflexión, solo deseo. Su discurso se construye con obviedades extraídas del sentido común, por eso algunas periodistas con intenciones presidenciales caen en la simplicidad del discurso vacío. Se requiere de aspirantes presidenciales formados en las ideas del conocimiento del Estado y ciudadanos que piensen y duden, que se incomoden, que no aplaudan sin pensar.
La prosa demagógica no persuade por su profundidad, sino por su familiaridad. Sus promesas no apelan a la razón del ciudadano, sino al deseo inmediato del consumidor. Así, la política se vuelve mercado, y la democracia, un espectáculo de opiniones no contrastadas, de emociones no elaboradas, de decisiones no meditadas muy distintas a una época dorada de ideas y propuestas en un discurso inigualable que le dio resonancia al Tolima y al país.
Frente a ello, el discurso político actual, es el responsable de que cualquier personaje se crea con derecho a ser presidente de la República, porque no necesita proponer ideas, sino milagros y excitar los rencores, como una manera distorsionada del ejercicio político. En el rechazo a la manipulación de los medios informativos y la verdad parcial, está la dignidad de los votantes que deben demostrar que gobernar no es seducir con un micrófono o una revista, sino servir a través de los cauces de la institucionalidad del Estado.
Actualmente el poder legislativo y los partidos atraviesan una crisis profunda de la razón humana, con el presidencialismo que concentra más poder del que la democracia debería tolerar, y cuando las instituciones languidecen ante la presión del espectáculo político, es dable recordar que la palabra no es solo instrumento de poder, sino también la medida de la ética pública, que no se observa en las encuestadoras que utilizan los aspirantes a la presidencia de la República.
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La política no debe reducirse a un intercambio de emociones entre señoras que gritan para aspirar a ser candidatas presidenciales, ni a una competencia de palabreros que juegan a las reuniones clandestinas de los oscuros pasadizos para tumbar al presidente de la República para imponer a la señora vicepresidenta. Para ser presidente de una nación, se necesita ser líder reconocido por sus ejecutorias, y conocer la estructura del Estado, que conozca las leyes, el sistema económico internacional, los tratados económicos, las relaciones internacionales y no simples aspirantes a un cargo sin mérito alguno.
Existen muchos demagogos que le dicen al pueblo aquello que el pueblo quiere oír. Pero el país, requiere de verdaderos estadistas reconocidos, que le digan al pueblo cómo se solucionan sus problemas y la manera de ejecutarlos. De esa diferencia depende, el destino de nuestra nación.
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