Opinión
La belleza en el espejo
Por: Edgardo Ramírez Polanía
La belleza siempre ha sido un llamado silencioso del alma, que despierta en el ser humano ese sentimiento profundo de amar y vivir.
Se observa en un rostro armonioso y sereno, en una melodía, en una mirada, en el arte que impresiona o en una la palabra que toca. Y es, tal vez, la forma más delicada y persistente con que el alma expresa las emociones. No se trata solo de lo visible; es también lo que sugiere y estremece esa parte íntima de nuestro ser.
Humberto Eco, en su libro Historia de la belleza, ilustra y define las formas en que se ha concebido la belleza de la naturaleza, sobre las relaciones humanas y las artes, y concluye que: “el mundo contemporáneo, asiste sin demasiado escándalo, a un fenómeno contradictorio, que es el reemplazo progresivo de los verdaderos valores de la belleza por las apariencias”.
Lo que antes exigía mérito, ahora se resuelve con imagen y aquello que requería formación, se disfraza con los filtros digitales que alteran la apariencia, para formar algo distinto en aquello que era original y auténtico. Todo con el fin de buscar una aparente belleza, donde la estética ha desplazado a la ética, y el cuerpo se ha vuelto el nuevo texto incontrovertible de una sociedad que dejó de leer el alma.
- Puede leer: Las marchas del silencio
Se trata de un viraje cultural que afecta la realidad y deforma la identidad. En esta nueva cultura, verse bien se ha convertido en una obligación de la existencia. Parecer ser, que la belleza física, ha sido estandarizada por la industria y se ha constituido en pasaporte social, en el símbolo y en la única credencial de acceso al reconocimiento.
El problema es de fondo. Porque la belleza, esa noción que solía contener matices filosóficos, estéticos y éticos, ha sido vaciada de complejidad para reducirse a un molde. Quien entra en el molde es premiado con atención, con oportunidades, con afecto y quien queda fuera, paga el costo de la invisibilidad o la exclusión, como ocurre con los trabajadores la farándula y novelones de la televisión que envejecen.
Esta lógica no es inocua, su avance silencioso arrastra como una avalancha en la noche, la identidad, la autoestima, hacia la validación externa, en una feroz sobre exigencia corporal. Lo que debería ser un rasgo subjetivo, personal e íntimo, de relación con el propio cuerpo, se ha convertido en un imperioso ajuste de un ideal, impuesto desde la propaganda hacia la convicción del artificio.
No es casual que esta transformación impulse a los seres a ser diferentes en su cultura y sus costumbres. Mientras crece la obsesión por la imagen, se erosiona el pensamiento, se debilita el diálogo, se empobrece el lenguaje. La misma sociedad que exige cuerpos perfectos tolera ideas huecas como las de sus adinerados promotores. La misma cultura que juzga por el rostro, se muestra indiferente al carácter.
Asistimos, al nacimiento de una sociedad superflua, donde lo bello ya no es lo que conmueve o dignifica, sino lo que encaja. Se impone así, un tipo de objetividad estandarizada en que la belleza exterior ya no admite debate, es lo que se consume, lo que se mide, lo que se reproduce masivamente.
- También: Cuando el encanto termina
Porque no existe el interrogante, cuánto hay de real en ese ideal de belleza, ni cuál es el peligro de manipulación industrial, de presión social, de mercado. Y estamos dispuestos a sacrificar la salud, la autenticidad y la dignidad.
Más aún, no sabemos en qué lugar queda la belleza interior, esa que no se ve pero que se siente, esa que no pasa de moda ni necesita cirugía. Esa belleza que nace de la cultura, de la coherencia, ha quedado relegada al plano de lo irrelevante. Y, sin embargo, sigue siendo la única capaz de sostener relaciones humanas profundas, la única que no se marchita con los años ni se desgasta con el tiempo como el arte.
Es necesaria una revisión crítica de este fenómeno. No desde el moralismo, sino desde la conciencia lúcida de que no es sostenible la verdadera belleza, en una sociedad que valora más un rostro que una palabra, más una cintura que un criterio, más una fotografía que una conversación.
No se trata de negar la belleza física, sino de devolverle su lugar natural. El de complemento, no el de fundamento. Que lo estético no usurpe lo humano, que el espejo no eclipse la conciencia y que el brillo no nuble el juicio.
La cultura del espejo puede parecer triunfante, pero no construye un futuro real. Solo una mirada crítica, valiente y profunda puede restituirle al ser humano su dignidad integral. La que reconoce que lo valioso no siempre se ve y que lo verdaderamente bello, no son los anuncios de la publicidad ni la silicona, pero sí aquello que verdaderamente deleita el alma.
Humberto Eco, termina su obra la Historia de la belleza, al manifestar que : “ los que acuden a visitar una exposición de arte de vanguardia, compran una escultura incomprensible o participan en un acontecimiento y van vestidos y peinados según los la moda, llevan vaqueros o ropa de marca, se maquillan según el modelo de la belleza propuesta por las revistas de moda, por el cine, por la televisión, es decir, por los medios de comunicación de masas” .
Esa expresión de la sensibilidad ha sido sustituida por la estadística, el arte por la pauta, y el rostro humano por una apariencia cosmética. En esta era de la belleza del espejo, la imagen vale más que la persona. Y es ahí, justamente, donde no debe desaparecer lo bello en lo que no se ve sino se siente.
Sin embargo, aún hay esperanza de resistir para quien se atreva a contemplar con el alma y no con la mirada ajena, la belleza no en lo perfecto, sino en lo verdadero, lo que no requiere de artificios y que al mirarla nos conmueve y nos aprisiona el corazón.
(CO) 313 381 6244
(CO) 311 228 8185
(CO) 313 829 8771