Columnistas
Buscando al poeta tolimense Hipólito Rivera
Por: Ricardo Oviedo Arévalo
*Sociólogo, docente, historiador
Mantén siempre Ítaca fija en tu mente.
Llegar allí es tu meta última.
Es mejor dejarlo durar por largos años;
e incluso anclar junto a la isla cuando ya estés viejo,
rico con todo lo que has ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te dé riquezas.
Constantin Cavaf
Era un 24 de junio 1998, celebrando el Inti Raymi (el día del sol), en su casa de la plaza de la 28 en Ibagué, cuando tomó la determinación de esfumarse, se remangó su eterna camisa blanca y colocó sus gruesos lentes redondos de marco dorado sobre la mesa de comedor, miró directamente a los ojos de sus dos hermosas hijas y les entregó copia de sus libros y poemas, además, los papeles de todos sus bienes, les deseó la mejor de las suertes y se enrumbó desde Eugabi (Ibagué) hacia el camino del Cutucumay, para realizar un rito de purificación en la cúspide de su amado Nevado del Tolima, recordando la frase de El Mohán, guardián secular del río y sus lavanderas, “Si alguien se quedó, fue porque no tuvo a dónde ir, y si alguien se fue, siempre regresó a las sombras de sus bosques”.
Empacó su ligero equipaje y con pasos lentos, pero firmes, partió por el camino de la vida y las estrellas, con un fragante chicote entre sus manos, torcido con las mejores hojas de tabaco de su natal Chicoral, tierra tutelada por las montañas del indio dormido y La Llorona.
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Solo lo acompañaba, en este periplo, sus lejanos recuerdos de godos y collarejos, de indios sabios, patasolas, lloronas y sombrerones, los duendes se asomaban tímidamente a la vera del camino, cuando el verdadero Mohán caminaba por la trocha donde pasó toda la historia de este país, como Siddhartha, los árboles se inclinaban a su paso, no necesitaba espejuelos, su visión brahamánica, lo guiaba, atrás había dejado parte de su vida, su familia y sus afectivos discípulos del tiempo cuando era profesor de literatura y crítico literario y de cine en los mejores colegios de Eugabi, dejó atrás, las destartaladas salas de cine, el bar Los Cuyos, donde frecuentaba sus noches y tertulias, no volvió a acompañar el mural de El Pescador en el Café Grano de Oro; La Guacharaca y Badana sintieron su ausencia, desde ese momento, el loco se había ido de la ciudad y ambos personajes regresaron a la cordura.

Poco a poco su ausencia se convirtió en mito, y como los dioses, le dieron el don de la ubicuidad, al mismo tiempo, sus amigos, lo veían en el terremoto de Armenia y en San Agustín, Huila, en el UFOdromo del desierto de la Tatacoa y en el amazónico valle de Sibundoy, como un jinete, viajando por el espinazo de la vía láctea en noche de lluvia de estrellas, en Honda, paseando por la empedrada Calle de Las Trampas y al mismo tiempo, en la Ciudad Perdida a orillas del Caribe en la Sierra Nevada de Santa Marta, con poporo en mano, mambiando las sabiduría de Koguis y Arhuacos, en fin, como todo Mohán, era vigilante de la naturaleza y sus primeros hombres. Se había hecho realidad uno de sus mejores argumentos, la física newtoniana, sería desplazada por la física cuántica, el pensamiento rígido había perdido la batalla frente a la teletransportación, El Mohán había derrotado a los escépticos.
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Su padre, un acomodado agricultor y comerciante, había adivinado su destino y escogió su nombre de dios en el inmenso abanico de posibilidades, su nombre en griego, HIPÓLITO, un verdadero caballo desatado, amante de las artes, hijo de Teseo y una guerrera amazona, su vida según el oráculo de los dioses del Olímpo, estaría determinada por el coraje, el ingenio y la resiliencia, su apellido RIVERA, marcó su destino hidráulico, para siempre, atándolo como guardián eterno al río, a sus pobladores y a sus dioses e historias.
Hasta el día de hoy, sus aprendices, lo esperamos en el día de San Juan, encendiendo una vela durante toda la noche junto a unos gastados espejuelos, según Hipólito, esta cera, nunca se podría apagar soplándola, porque se desataría una inmensa tormenta, la misma, debería apagarse con los dedos, para recordar que escribir duele, y como un mantra hinduista, leer en voz baja y pausada, su poema predilecto, Ítaca, del griego, Constantin Cavafi, donde nos dice que no es tan importante llegar a algún puerto, sino digerir la larga experiencia del viaje. Hipólito, ni te imaginas cuánta falta haces, por eso esta búsqueda incontenible del mejor poeta.
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