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Opinión

Pesimismo, escuela y esperanza

Pesimismo, escuela y esperanza
Ningún período de la historia vio perpetrar tantos crímenes masivos como el siglo XX, gracias al empleo de la ciencia y la tecnología puestas al servicio de la muerte y no tanto en favor del bienestar y del progreso como suele publicitarse. El propósito de los grupos hegemónicos de alcanzar la total regulación y  normalización de los individuos, condujo inexorablemente a la muerte administrada, justificada con argumentos como las “razones de Estado”, la promoción del “progreso” o la “defensa de la civilización”. Las invasiones y los genocidios se volvieron cotidianos, también los procesos bélicos que involucran a la población civil como objetivo militar, los bombardeos indiscriminados y los masivos desplazamientos poblacionales. En fin, el siglo XX llevó a la imposición de la guerra total, al apogeo de las matanzas generalizadas y a la barbarie exterminista, no dejando ya espacio a la esperanza.
 
Todos estos recursos del miedo, de la miseria y de la muerte, que introdujo el siglo XX junto al chantaje nuclear, a la barbarie ecológica y esa permanente banalización del mal, han conducido a un pesimismo trágico y al más desmesurado temor frente al futuro.
 
Ya no hay incertidumbres: la perversa dinámica que este modelo de “civilización” comporta, ha  conducido al desencadenamiento de peores situaciones que las que ya hemos soportado. Es bien seguro que el desarrollo tecno-científico  desembocará en nuevas y terribles formas de dominación y de opresión, cada vez más incontrolables e incomprensibles para el ciudadano común.
 
Las perspectivas de este oscuro siglo XXI contienen ya las posibilidades de la aplicación de tendencias y de mecanismos morales, políticos y pedagógicos, que marcarán a fuego el destino de la humanidad entera, bajo la impronta de un capitalismo tardío, irracional y caduco, pero que aun se muestra fuerte y arrogante.
 
La desilusión marca el porvenir. La propia ficción especulativa que permitiera establecer antaño una literatura utópica cargada de esperanzas positivas, hoy ha cambiado radicalmente y el horizonte imaginativo, forjado a partir de las propias experiencias históricas, promueve una mirada literaria preñada de desilusión y desencanto.
 
La humanidad del siglo XXI es fruto de una imaginación ya defraudada: las ilusiones propuestas por el cristianismo, por el liberalismo y por el socialismo sobre el amor al prójimo, el respeto por los derechos fundamentales de los individuos, la justicia y la equidad en la distribución de las riquezas, han fracasado. Absortos contemplamos la victoria de un “progreso” tecnocrático que lleva  aneja la depauperación de la condición humana. Se trata del triunfo, ya no de la utopía sino de las anti-utopías. El Mundo feliz de Aldous Huxley y el 1984 de George Orwell, se encuentran realizados. Los proyectos éticos y emancipadores, por el contrario, están en franca decadencia.
 
Pero desde las ruinas de un pensamiento socialista de condición utópica se puede, de nuevo, construir un horizonte de esperanzas… Podemos dialogar aun, como lo propone Jacques Derrida, con los espectros de Marx, para confrontar, de nuevo, los discursos del poder, nos permitimos reflexionar sobre el asunto del control social y las posibilidades reales del Principio Esperanza, para poder mirar hacia el futuro, con algún residuo de perplejidad, de asombro y de ilusión.
 
El supuesto triunfo global de la “democracia occidental”, que tanto se publicita, en realidad vela u oculta la auténtica victoria del nazi-fascismo escondido tras la retórica del alfabetismo, la ilustración, la promoción de los derechos humanos y la implantación de los  “estados de derecho”.
 
Teodoro Adorno claramente advirtió que cualquier debate referido a los ideales de la educación es vano e indiferente frente a la exigencia de que Auschvitz no se repita. Auschwitz, y en general los modernos campos de concentración y de exterminio, se constituyen en los espacios biopolíticos por excelencia, en donde toda barbarie y  todo mal imaginable son posibles. Sabemos que la barbarie persiste, porque aun están presentes las condiciones que la hacen posible. El genocidio hunde sus raíces en la propia conformación de lo que conocemos como “civilización”.
 
La barbarie siempre ha marchado ligada a la racionalidad occidental y a la ideología del progreso. El horror perdura porque, como lo analizara Hannah Arendt, vivimos un colapso moral que llevó a la banalización del mal porque los seres humanos han sido despojados sistemáticamente de toda autonomía y de la capacidad de entender las consecuencias éticas de sus actos, sometidos a la más abyecta subordinación a las autoridades.
 
La barbarie del nazi-fascismo, expresada de manera contundente en los campos de concentración y de exterminio, no fue ningún acontecimiento singular, sino la lógica consecuencia de un largo proceso, de una vieja tradición cultural, que simplemente alcanzó una mayor efectividad en los mecanismos de exclusión y muerte, al incorporar la ciencia y la tecnología al servicio de sus designios políticos, como nunca antes lo había logrado.
 
No se trató de una abrupta irrupción del “mal” en el devenir histórico, sino de su cotidiana permisividad y aceptación; del más absoluto consentimiento del horror por parte de los hombres corrientes, de una ciudadanía aletargada, incapaz de réplica o confrontación, porque había sido preparada para cumplir con unos comportamientos colectivos preestablecidos por modelos pedagógicos y educativos centrados en el control y la regulación poblacional. Así, mientras se explota, violenta y tortura a las inmensas mayorías, sumidas en el desarraigo y la miseria cotidiana, algunos intelectuales, seriamente comprometidos con los procesos de transformación y cambio, siguen clamando por la no violencia y por el pacifismo… 
 
No se trata de mostrar exclusivamente el caso de los países que han soportado los excesos de las dictaduras, de los “totalitarismos” o del fascismo, es preciso indagar la genealogía general de un proceso histórico que se remonta a los comienzos mismos de esa intención de formar los “sujetos sometidos” y que se extiende, por supuesto, a los orígenes del sistema escolar. Y es que la escuela surge como una institución establecida con el propósito de socializar y regularizar a los individuos, según los patrones de comportamiento fijados por los grupos que ejercen la hegemonía cultural e intelectual en una sociedad determinada. Comportamientos ligados, en lo fundamental, a las exigencias de los procesos productivos y que buscan, en todo caso, la homogeneización y la uniformidad de los sujetos.
 
Es largo el camino recorrido por las acciones inhumanas que presuntamente persiguen el establecimiento de valores trascendentales como la libertad, el orden o la justicia. A nombre de Dios, de la razón, del Estado, de la raza, de la clase social o del mercado, se han perpetrado los más horrendos crímenes contra la humanidad. Como lo expresara Walter Benjamin: todo documento de la cultura es también un documento de la barbarie. No hay que olvidar las huellas de dolor dejadas por los humillados, vencidos y oprimidos de todo ese largo proceso de construcción de la “civilización”, máxime ahora cuando sabemos que la tan elogiada globalización se asienta en el cotidiano drama de la exclusión y la marginalidad de las inmensas mayorías. No podemos seguir aceptando, a nombre de la “esperanza”, que  el sufrimiento y el dolor de las masas, del pasado y del presente, siga siendo el precio que hay que pagar por una supuesta felicidad futura. Paralelamente a la globalización del mercado, que hegemonizan los países opulentos, se han globalizado la miseria y la exclusión.
 
Auschwitz ha sido el escenario principal de la mayor reificación del ser humano, de su conversión a “nuda vida”. Los grandes logros de la ciencia y la tecnología, particularmente de la biomedicina contemporánea y de todos esos mecanismos comunicacionales y de control poblacional, que constituyen la biopolítica moderna, apuntan, precisamente, hacia la universalización de los principios de Auschwitz (como ha quedado palmariamente demostrado con Abu Grahib y los demás campos de concentración supérstites, ahora en nombre de la “democracia” occidental y cristiana).
 
Pero tenemos que entender, también, que el sistema educativo comporta, además, -siempre ha comportado- un ambiente de reflexión, de crítica y de discusión en torno a los quehaceres de la escuela y a las imposiciones de los sectores dominantes. Precisamente la pedagogía ha sido ese conjunto de expresiones críticas y alternativas, respecto del acontecer educativo, las cuales se formulan desde las más variadas y disímiles concepciones políticas e ideológicas.
 
Frente al proclamado paradigma tecnológico en educación, que convierte a los maestros en simples tecnólogos, absortos en la búsqueda de “puntajes” para agregar a sus hojas de vida y alcanzar ascensos y mejoramientos salariales, se debe rescatar una nueva opción, una pedagogía de la memoria que se sustente  en la narración y el testimonio de los pueblos vencidos. 
 
Hay que restablecer el saber, el sentir, el punto de vista y el reclamo de los vencidos: La narración de experiencias y el testimonio de los olvidados, de los supervivientes de estas empresas de muerte, porque constituyen la base de una nueva ética y de una nueva pedagogía, la pedagogía de la alteridad, del respeto por la diferencia y de la hospitalidad y la acogida del otro como lo ha expresado  Joan Carles Mèlich   en su texto Narración y hospitalidad.
 
A la pedagogía del acomodamiento, de la selectividad social, de la exclusión, de la marginalidad y de los campos de concentración, habrá que responder, no solamente con una Pedagogía del oprimido que convoque a la “concientización”, como lo exigiera Freire, sino con una pedagogía de la autonomía, de la indignación y de la resistencia. Construir una cultura, y una pedagogía, de la memoria y la protesta, no sólo para que la historia no se repita, sino para que se haga justicia a las víctimas.
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