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Opinión

Entre oraciones y contratos: así se hurtaron y negocia la fe en la política tolimense

Entre oraciones y contratos: así se hurtaron y negocia la fe en la política tolimense

Por José Baruth Tafur G.

*Abogado

Especialista en Marketing Político y Estrategias de Campaña

Maestrante Comunicación Política


¿Cómo se puede tolerar la utilización de la fe y la creencia en Dios para hacer política?. Hay algo profundamente inquietante y hasta blasfemo en ver cómo un político utiliza el nombre de Dios como armadura para blindarse del escrutinio público.

Lo vimos recientemente con el exalcalde de Ibagué, sí, el mismo que se robó los sueños del puente fantasma de la 60, quien, ante las críticas de la ciudadanía y los medios, decidió compararse con Jesucristo. Dijo, sin rubor alguno, tratando de endiosarse, creyéndose un mesías al decir que Jesús también fue criticado, y que, al igual que él, “vino a servir”.

Y ahí está el problema: no en la fe, sino en su manipulación. Porque cuando un político empieza a citar el Evangelio para justificar su agresión, qué más ejemplo que cuando dijo que “La mujer tonta es la que derriba con sus propias manos su hogar, ustedes saben a quién me refiero.”  Y también cuando lo usa para invalidar a quienes lo cuestionan, la línea entre lo espiritual y lo político se borra peligrosamente. La religión, que debería ser un espacio íntimo de conciencia y ética, se convierte en herramienta de propaganda.

Ese mismo oportunismo y ambición por el poder que trae con consigo el dinero del pueblo, se vio se vio reflejado en Melgar cuando el jefe del clan Hurtado, señalado   por obras inconclusas y escándalos, comparte tarima con el viejo caudillo liberal y hoy ‘petrista’ Mauricio Jaramillo. Dos supuestos estilos distintos unidos en la misma ambición: mantener el poder, aunque para eso haya que vender el alma política al mejor postor.

Este es un mensaje al clan Hurtado que se quieren hurtar los sueños de los tolimenses. Compararse con Cristo no es un acto de humildad, es un acto de soberbia. No es la voz del creyente, sino la del caudillo que se cree redentor. El mensaje subyacente es perverso: “si me critican, están contra Dios”. Es una forma sofisticada de inmunidad moral, un intento de elevar la gestión pública al rango de misión divina, y la crítica ciudadana al nivel de pecado.

El uso del discurso religioso en política no es nuevo, pero cada vez resulta más descarado. Se apela a la fe popular para conseguir indulgencia pública. Se citan versículos, se levantan las manos en oración frente a las cámaras, se bendicen obras inconclusas, se usa el nombre de Dios como eslogan electoral. Todo con un propósito claro: reemplazar la rendición de cuentas por un espectáculo de santidad impostada.

Porque la política debe ser el espacio del servicio, no del sermón.
Y quien se compara con Dios, termina creyéndose por encima de los hombres.

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