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Opinión

El derecho penal frente a la corrupción

El derecho penal frente a la corrupción

Por Carlos F. Forero Hernández


La corrupción se ha identificado como el aprovechamiento de los recursos y decisiones públicas en beneficio propio, por parte de quienes detentan posiciones económicas, administrativas, sociales y políticas, haciendo que predomine el lucro privado sobre el público.

Este fenómeno degrada la economía, deslegitima a las autoridades públicas, impide el desarrollo económico, resta la credibilidad al sistema democrático, distorsiona las funciones del Estado y, peor aún, pone en tela de juicio la eficiencia de la administración de justicia.

Para la lucha contra la corrupción, el Estado tiene estas dos opciones: por un lado, pretender que sea a través del derecho penal que se combata de forma exclusiva la corrupción o, por otro lado, encontrar otros caminos distintos para enfrentar dicho fenómeno, pero que no excluyan el derecho penal.

Se ha advertido, desde luego, que el derecho penal debe ser un derecho punitivo de última instancia (o de última ratio) de los controles sociales, pero la experiencia ha demostrado que ello no es así pues están tipificando como delitos a aquellos ilícitos que han sido controlados y sancionados, sin dificultad, por vía del derecho administrativo sancionatorio.

No obstante, se ha determinado que el derecho penal se está quedando corto para combatir la corrupción, o en palabras de destacados penalistas: “El derecho penal es insuficiente para la lucha contra la corrupción”. Es fácil concluir que la sola tipificación de las conductas delictivas no es suficiente para acabar con la corrupción.

Es necesario, entonces, utilizar la segunda opción consistente en buscar otros caminos para enfrentar el fenómeno de la corrupción, eso sí sin excluir el derecho penal, y uno de ellos corresponde a la difusión y aplicación de la ética.

La ética es un arma idónea para combatir la corrupción. Pero la difusión y aplicación de la ética no deben ser implementadas de manera exclusiva a partir de los lugares de trabajo, por ejemplo, sino desde los hogares. En los hogares encontramos líderes y ellos deben ser los docentes de la ética. Deben ser ejemplos a seguir.

Por supuesto, la ética debe estar acompañada con una adecuada educación.  En este orden de ideas, estamos convencidos de que la civilidad en la sociedad no se consigue a través de la normatividad (dentro de ella encontramos el derecho penal), sino con educación para la civilidad y el recurso más importante es persistir en esa educación y, a la par, en esa ética como fin último del sistema educativo.

No es desacertado, entonces, afirmar que el Estado puede contar con un derecho penal fuerte (o perverso, si se prefiere), pero si no se fomenta la educación para la civilidad jamás logrará vencer la corrupción.

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