Historias
Los invisibles coteros de la plaza de mercado
Por Janier Fabián Cáceres
¿Se volvió flojo?, me dicen mis antiguos compañeros mientras sufro al echarme un bulto otra vez al hombro. Algunos han desertado y otros aún continúan en una labor desgastante como el ser cotero de una plaza, un trabajo que, con el tiempo, le pasa factura al cuerpo y cuya recompensa nunca será suficiente.
La plaza de la 21 es un lugar lleno de personas cargando alimentos y otras vendiendo. Un sitio a donde al más feo se le dice “amor, qué necesita”, en donde se observa comida, dinero, droga y contrabando. Unas cuántas calles con olor a verdura, pero también con olor a marihuana, perico y bazuco. Un espacio con un ambiente tenso y veloz porque aquí todo mundo tiene afán.
James es un señor de unos 47 años, alto y de contextura gruesa con una mirada perdida por la falta de sueño. Comienza a trabajar alrededor de las 11 de la noche y termina alrededor de las 12 del mediodía del día siguiente; luego va y duerme durante unas cuatro horas y vuelve a la plaza a colaborarle a su esposa en un puesto de venta de verduras en paquetes.
—Jummm yo no sé cuánto llevo acá, pero son más de 15 años en el mismo sonsonete —dice mientras pela una arroba de cebolla.
El ser cotero es una profesión a veces mal pagada y sin seguridad social en el que hasta el más chico puede trabajar. Solo hace falta que pueda con un bulto y ya es contratado. Contratos de palabra porque nunca se observa un documento. Aquí, el más antiguo es el que tiene más ventaja porque es más conocido y ya sabe cómo es la movida. El más antiguo ya tiene a sus clientes o a las bodegas y aquí entre más bodegas y más carros descargue, mucha mejor es su ganancia.
El sueldo de un cotero se lo impone él mismo. Si no consigue un cliente o una bodega que lo contrate, quizás no podrá llevar un centavo a su casa, en una ciudad como Ibagué con una de las más altas tasas de desempleo que en noviembre del 2022 llegó 18.1% sin tener en cuenta los trabajos informales que se dan en esta ciudad. El volear bulto es un trabajo que no cuenta con un contrato laboral, ni cesantías, ni horas extras ni mucho menos una pensión. Hoy, personas de la tercera edad que todavía laboran en las mismas condiciones que los demás.
El combustible de un cotero en la noche puede ser fritos de ciertos puestos en la calle o sustancias alucinógenas. Estos tipos de combustible son necesarios para poder tener energía y cumplir con el trabajo. El consumo de ciertas sustancias alucinógenas se ha vuelto bastante común y ya ha sido naturalizado por los habitantes de la plaza. Quizá por la misma razón, son fáciles de conseguir y tienen sus espacios para la venta y consumo, sitios que son de un ambiente pesado como la calle 20 y 22 entre carreras tercera y cuarta, en donde hasta al más antiguo le da pereza ingresar.
—Usted sabe Cachetes que eso por allá uno no se puede meter porque lo roban o lo joden a uno —dice James mientras amarra atados de cebolla.
Cachetes es un antiguo apodo que me puso la familia de James por ser gordito y mantener comiendo mientras trabajaba en esta plaza. El tener apodos en este espacio es natural, así mismo saben quién es la persona, dónde mantiene y así mismo lo reconocen si le pasa algo, porque en la labor de ser cotero se obtienen muchos problemas al existir tanta competencia y rivalidad y donde hasta un mínimo gesto o una palabra puede terminar en una riña en la calle.
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—Usted debe de acordarse cuando a Rafael, el que vende cebolla larga, lo cogió el trabajador y le metió un machetazo en la cara por grosero —dice James en forma de burla.
En esa misma plaza comencé a trabajar a los doce años. En ese momento ya tenía los alientos de poder levantar un bulto de papa. Mi labor era desarrumar los 600 bultos y pasarlos a las compuertas para que los compañeros los ingresaran a la bodega. Una labor que se veía casi interminable y una de las más desgastantes, una labor que se complicaba cuando los compañeros consumían marihuana, que para las personas que no habíamos consumido por primera vez nos daba mareo y hambre con el solo olor.
Las noches se suelen tornar largas o muy cortas y mucho se dificulta cuando llueve en la capital. El trabajar de noche, lloviendo y cargando bultos se torna fastidioso y muy abrumador. Usted maldice el día que llegó a ese lugar frío, en el que un tinto y un pan pueden ser la felicidad momentánea y un descanso corto renueva las fuerzas.
Con esta labor logré pagar los primeros semestres de la universidad, aunque mi cuerpo muchas veces no podía y me vencía el sueño en las tardes durante las clases. Para la universidad era un sujeto mal visto, quizás por el olor que ya segregaba mi cuerpo al estar expuesto tanto al ácido de la cebolla, un olor que no se quitaba ni con el mejor de los jabones. Yo era joven y buscaba novia, pero con estos aspectos se dificultaba la misión. Mis compañeros de clase me cubrían cuando me quedaba dormido. Mis horarios de trabajo comenzaban a las 11 de la noche y terminaban entre las 10 y 11 de la mañana del día siguiente, lograba dormir hasta la una de la tarde y me iba para la universidad a ver clase de dos de la tarde hasta las diez de la noche y esto se convertiría en una rutina durante todo un semestre.
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El trabajo de ser cotero desde el inicio conlleva un alto grado de peligro, porque una mínima fuerza mal hecha puede generar una hernia o un problema en su cuerpo y con ello lo hace poco servible para este trabajo que no le va a pagar su salud ni mucho menos su lesión, un trabajo en donde si usted no sirve, pues habrá otro que sí sirva.
Una de las duras verdades que se observan es que mientras los ibaguereños duermen, los coteros y la plaza trabajan a toda máquina para que todos los sitios y tiendas tengan una verdura o una fruta que vender y comer.
Un trabajo que puede durar más de 12 horas que para muchas personas pasa desapercibida. Estas mismas personas ven a un cotero como a un sujeto sucio, mal oliente y quizás como un ladrón, sin tener en cuenta que detrás de todos estos juicios hay una persona en busca de un peso para su familia, con sueños y metas, como las mías.
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