Historias
Eduardo Santos entre la historia y la leyenda confidencial
Por: Alberto Santofimio Botero*
Tengo del Doctor Santos un vago recuerdo de la infancia. Le conocí en el histórico Hotel Chicoral, cuando pasaba temporadas veraniegas con doña Lorencita Villegas, la amable y discreta sombra que le acompañó por tantos años. Quien podía imaginar que se estaba por aquellos días ante el hombre más poderoso del país.
Luego, nuestras lecturas, la tradición oral, y la vida, nos enseñaron que el enigmático veraneante que en ese ámbito tranquilo y apacible donde otro día se habían librado las batallas de la guerra civil, discurría sobre cosas elementales de la vida y de la muerte, en íntimas tertulias con la familia González Caicedo, sus parientes venidos de Ibagué, e importantes huéspedes de aquel sitio emblemático y paradisiaco enclavado a la orilla del rio Coello entre rocas, torrenteras, palmas altivas y veraneras en perenne florescencia.
La vieja ceiba donde reposaban las argollas en las que amarró su caballo el general Rafael Uribe Uribe, formaba parte esencial del paisaje rústico y amable del establecimiento por el que desfilaban personalidades de la vida pública como Alfonso López Pumarejo, Darío Echandía, Alberto Lleras Camargo, Mariano Ospina Pérez y su esposa Bertha. El mismo lugar de privilegio donde se reunió una celebre Convención Liberal del Tolima, presidida por Alfonso López Pumarejo, en la que resultó elegido, casi contra su voluntad, Darío Echandía como candidato al Senado de la República.
Los niños de nuestra familia que corríamos y jugábamos desprevenidamente por los amplios corredores del viejo hotel no comprendíamos que el Doctor Santos, como todos lo llamaban con coloquial respeto, era “el colombiano más influyente de ese siglo. Aquel que, sin haber tenido las condiciones magnéticas de los grandes caudillos militares y civiles, manteniéndose a distancia de las multitudes, con ayuda del periodismo, esa mezcla de fugacidad y permanencia, logro instalarse en el alma de muchas gentes y determinar su conducta e influir en su manera de pensar”.
El Doctor Santos consideró siempre la tarea del liberalismo en función de la radical defensa de las libertades. Santander fue su arquetipo. Su inspiración e influencia en las tareas de la Academia de Historia de Colombia, estuvo enderezada a exaltar el culto de esa figura que el evocaba constantemente en sus escritos y en su participación en la vida pública. Cuando el cierre de su diario por la dictadura en días duros y aciagos, exclamo: “Como el general Santander en 1829, El Tiempo puede hoy sentirse orgulloso de quedar sumido bajo las ruinas de la Constitución”.
Bajo el ímpetu reformista de López Pumarejo se inició en el 1938 su periodo presidencial. Santos fue el sereno hombre de la pausa con franco espíritu liberal, pero a prudente distancia de los formidables vientos de avanzada que sacudían las instituciones, las costumbres y la vida de los colombianos. Esa revolución en marcha que era imposible detener, y que llevó al liberalismo a imponer en 1942 la reelección de Alfonso López Pumarejo como Presidente de Colombia.
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Con espíritu pragmático y tino de administrador Santos se dedicó a crear agencias eficientes del Estado, como el Instituto de Crédito Territorial, con la noble misión de solucionar el problema vital de la vivienda en ciudades y en alejados sitios de provincia. Así mismo, impulsó con espíritu visionario una política cafetera sólida y estable, consolidando su organización gremial, defiendo el ahorro de los productores e impulsando la tarea exportadora con indudable acierto económico.
Adelantó, también, una política Internacional de relieve en momentos particularmente complejos. Con indiscutible tino mantuvo con el presidente de los Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt un franco y fecundo entendimiento. Fue obstinado defensor de los republicanos españoles, a quienes les dio generoso apoyo, lo mismo en París que en Bogotá, y combatió con decisión y valor la dictadura de Franco en todos los escenarios posibles.

Posesión presidencial de Eduardo Santos Montejo. Vuelo de Buena voluntad a Colombia. Crédito: Cuéllar Jiménez, Gumersindo, 1891-1958
Al retirarse del poder renunció a todo futuro político y a cualquier ambición personal. Así lo dijo firmemente el 20 de julio de 1942 al despedirse del Congreso y así lo cumplió, rigurosamente, el resto de su existencia. Nada ni nadie pudieron sacarlo de esa ruta, salvo en los momentos de enorme dificultad para su partido o su Patria. En esas horas trágicas atendió el llamado de sus compatriotas y especialmente de sus copartidarios liberales para unirse a las batallas civiles.
Cuando el liberalismo libraba la más ardua de las jornadas contra la dictadura, sometido a la persecución y al ostracismo, sin libertades, ni derechos, ni garantías para su acción política y para el ejercicio de oposición democrática, el Doctor Santos levantó con perfiles de indiscutible coraje la consigna de “fe y dignidad”, palabras mágicas que sirvieron para convocar el liberalismo al borde de la extinción, despertar su fuerza de resistencia y de combate como mayoría, y no dejar perder la esperanza de un futuro democrático posible.
“Fe y Dignidad,” y, además, una vasta, segura y franca esperanza. Los pueblos retornan fatalmente a la índole que les es propia y este suelo nuestro, es suelo estéril para las arbitrariedades. Podrá florecer en el pasaje lentamente por medios artificiales, pero no echará raíces en la tierra de Francisco de Paula Santander. La índole colombiana es una índole de libertad, de igualdad, de sincera democracia”. Así lo expreso con valentía y liderazgo convocante el Doctor Eduardo Santos.
Luego de esas batallas singulares por la restauración de la democracia, siempre atento a las cosas de su partido y de su patria, se fue alejando de todo protagonismo con la discreta conciencia de saber llegada la hora del definitivo retiro, aun a riesgo de irse perdiendo en las sombras de la intimidad como lo expresó alguien, quizá con exageración hundiéndose “en la noche de la decrepitud”.
André Malraux en sus Antimemorias, recuerda una sentencia de Napoleón, según la cual “Un hombre de estado siempre está solo y el mundo esta del otro”. Y, agrega el escritor solo con Francia hubiese dicho el general de Gaulle. Esto mismo podríamos decir del Doctor Santos que en innumerables coyunturas del accidentado destino Nacional se quedó solo con sus editoriales de El Tiempo y su intenso ejercicio epistolar se quedó solo, pero solo con Colombia.
Al evocar ahora la figura patricia de Eduardo Santos reconocemos al político y al periodista que tuvo “algo de león, algo de zorro”, conforme al consejo de Maquiavelo. Que alzó como faro el patriotismo, como insignia el espirito liberal y la defensa de las libertades y los derechos humanos, y que exhibió como característica de su talante personal, la prudencia frente a sus adversarios, y el profundo respeto a la opinión de sus amigos y sus seguidores. Siempre mostró, además, a lo largo de su carrera que, en el primer puesto de las grandes decisiones Nacionales, lo que Mac Gregor Burns dijo de Roosevelt: “Una perspicaz valoración del principio de que la política es el arte de lo posible”.
Mantuvo por más de 50 años el diario El Tiempo como tendencia del pensamiento Liberal y órgano defensor de los derechos humanos, las libertades y la democracia en Colombia. La influencia de sus editoriales fue por décadas indiscutible. Se mantenía a distancia de banderas y muchedumbres, pero buscaba interpretarlas en la hondura de sus escritos y en la lectura permanente de los clásicos de la literatura universal. El periódico El Tiempo fue su gran obra y la obsesión hasta sus días finales. Alguna vez reconoció con José Martí, “que el primer derecho del escritor es el de equivocarse de buena fe y de balde”.
Alguna vez lo dijimos ante el Senado de la Republica y hoy lo reiteramos con serena convicción de liberales de tiempo completo: “Sin Alfonso López Pumarejo la Republica liberal no hubiese sido revolucionaria, y sin el espíritu conciliador de Eduardo Santos no hubiese sido Republica liberal.”
Con motivo del cincuentenario de la muerte del presidente Santos en 1974, la periodista y comunicadora antioqueña Mari Luz Vallejo Mejía, publicó un libro titulado “Eduardo Santos Estrictamente Confidencial”.
En dicha publicación se recogen páginas esenciales de la correspondencia del estadista, el político, el periodista, el hombre público, el generoso mecenas de instituciones y personas, y del discreto y emocionado amigo con páginas de acento intimista y conmovedoras declaraciones de un solitario entregado a la lectura, a la meditación y al pensamiento sobre los grandes interrogantes que suelen acosar el espíritu de los humanos. Desgarradoras evidencias del aislamiento y la soledad compartida en ciertos momentos con Carlos Quintero, el fiel servidor que lo acompañó hasta su hora final, y que aparece tratado con generosa gratitud en su propio testamento.
Toda la correspondencia en la obra atrás citada refleja las características de la personalidad, lo mismo en los perfiles del estadista y el hombre de partido que en la confianza siempre afectuosa con quienes consideró sus amigos personales, sus colaboradores o sus confidentes.

Al azar hemos escogido párrafos de algunas que tienen el carácter de documentos de valor histórico innegable. La carta desde París a Alberto Lleras Camargo fechada el 28 de mayo de 1958 marca un derrotero de su personalidad singular, y de su manera auténtica y culterana de expresar el pensamiento.
En esta misiva dirigida al presidente electo, el primero elegido por voto popular después de la dictadura, del plebiscito de 1957 y del acuerdo de la alternación y el Frente Nacional entre el liberalismo y el conservatismo el Doctor Santos, entre otras cosas expresa: “Quisiera principiar esta carta, primera después de su triunfal elección, diciéndole lo que decía Flaubert a cierta sobrina en el día de su matrimonio:” “que la fortuna siga siempre enamorada de ti”.
Que está enamorada es evidente, y que usted lo merece no lo es menos. Nada le diré en esta carta de mi afecto y admiración, de cuanto para usted espero y deseo, porque eso como dicen nuestras gentes sencillas, “Por sabido se calla”.
Mi adhesión a usted no es hija solo del afecto y de la admiración personal. Va, sobre todo ya tratándose de los problemas nacionales, a su programa a las ideas que usted encarna al concepto que usted tiene del gobierno y de lo que el futuro de la República requiere.
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Creo con fe profunda no solo en la sinceridad de su programa, sino en el algo más importante, en que ese es el camino necesario, quizá el único por donde se puede remediar Colombia sus males e iniciar el fin la etapa de su vida civilizada. Veo en usted el apóstol irreductible de una doctrina renovadora que, cambiando los planos de la política, estableciendo la paz sobres bases definitivas lleve al escenario de la vida pública a la Nación a reemplazar las tragedias o las comedias de partidos enemigos y realice, así, una tarea basta y armónica en el conjunto de las actividades colombianas.
Toda dictadura es una grave enfermedad y al salir de ella viene la etapa de la convalecencia, peligrosa, difícil, expuesta reacias, necesita de regímenes de dietas y de sacrificios. Nuestra dictadura, nuestros años de estado de sitio lo corrompieron y dañaron casi todo, destruyeron las instituciones y envenenaron la conciencia pública. Curar todo esto es obra larga y ardua”
En una carta a su hermano Gustavo, fechada el 8 de abril de 1947, Eduardo Santos hace una conmovedora declaración sobre lo que ha significado en su existencia el partido liberal colombiano; “Me soltaron el partido liberal a la puerta de mi casa, como le sueltan los niños anónimos envueltos en una cobija, a las hermanas del hospicio”. Este amor por el ideario liberal lo demostró en la firmeza con la cual combatió la dictadura Franquista en España o cuando promovió con López Pumarejo la candidatura de Olaya Herrera en 1929.
Con ese mismo acento discrepando aún de algunos de su copartidarios, muchas de sus cartas exhiben la desconfianza con lo que el juzgaba como tendencia Imperialista de los Estados Unidos.
El 11 de febrero de 1945, en un memorando que publicó sobre su conversación con el presidente FD. ROOSEVELT, expresó su profunda preocupación por la carrera armamentista tanto de la dictadura en el Caribe del generalísimo Trujillo como el aumento de los gastos militares en Argentina y Perú en proporciones escandalosas. De esa conversación de Santos con el mandatario de los Estados Unidos manifestó en el documento que aludimos: “expresé en Washington los enormes temores que esto producía, y de los cuales conversé muchas veces con Laurence Duuggan; a Mr. Lehmann y especialmente a Mr.: Sayre, consejero diplomático de la UNRRA, antiguo subsecretario del Departamento de Estado, yerno del presidente Wilson. En varias ocasiones les expuse la necesidad de que el Gobierno de los Estados Unidos adoptara una política firme y terminante, en el sentido de desalentar definitivamente los propósitos bélicos en la América Latina, de garantizar la paz en el continente dando a todo agredido su respaldo decisivo, y de realizar la política expuesta en 1915 por el Presidente Wilson para establecer un pacto de garantía territorial y política en la América y eliminar del Continente la posibilidad de las guerras internacionales”.
En la enorme variada y plural producción epistolar del doctor Eduardo Santos, emerge nítidamente sus dotes de estadista, su denso conocimiento de las relaciones internacionales, su cercana relación con grandes protagonistas de Europa y de los Estados Unidos. Pero, además, es evidente la radiografía de su ser íntimo y las tribulaciones que en su soledad le acompañaban.
A los amigos con soltura y sencillez les deba todo tipo de opiniones y consejos. Por ejemplo, a Gabriel Turbay el gran protagonista de la política liberal en el siglo XX, el más ilustre de los Santandereanos, el varias veces canciller de la República en complejas coyunturas le dice con acento paternal; “Cuando se sienta aburrido de cosas burocráticas, léase los dos tomos de Jules Román, en la serie de Hommes de Bonne Volontè, que se llaman preludio de Verdun. Hay allí páginas que me parecen verdaderamente geniales sobre la agonía de nuestra civilización”.
A German Arciniegas director del periódico El Tiempo, que el fundara, en varias cartas desde el exterior, le da rotundas lecciones de periodismo. Le reconviene por la excesiva importancia que, en enero de 1956, se le está dando a lo extranjero en las primeras planas del diario, “Le ponen tres columnas a cualquier tontería del extremo oriente, en primera página, y una columna en la página 14 a la escasez de agua en Sincelejo o al incendio de Candelaria.
En todas estas cosas, creo yo, es necesario lo que es más raro en el mundo: el criterio. Cosas extranjeras en primera página como sistema, y entonces les mete el título a dos columnas a la crisis ministerial de Indonesia. Lo que yo quiero con lo Nacional es el conocimiento del país, la importancia a los problemas de Medellín, de Santa Marta o de Chiquinquirá. La noticia colombiana es decir de la vida y realidad colombiana, no la noticia oficial. En eso es en lo que yo he fracasado año tras año. Ahora estoy haciendo un esfuerzo en el mismo sentido, veremos que se obtiene.
Esto de hacer periódico mi querido Germán, es algo más difícil de lo que parece, sobre todo cuando uno tiene un poco de ideas en la cabeza y se lo digo ahora que estoy del otro lado de la barricada, saturándome de filosofía.”
En varias cartas a los hermanos Agustín y Luis Eduardo Nieto Caballero, el Eduardo Santos íntimo con inescapable aire de melancolía expresa: “Hace algunos años leí una frase que me impresiono porque la creo exacta; “La vida no es ni dramática ni grotesca, la vida es seria”.
Y agrega finalmente, “hay que tomarla en serio, sin asustarse por dura que sea la emergencia, pero también son reírse porque van envueltos en ella demasiados dolores”.
A estos dos personajes, el fundador del colegio Gimnasio Moderno el uno y el otro el célebre columnista cronista y escritor en los grandes diarios bogotanos, a quienes con paternal y cariñosa confianza les llama “mis queridos nietos les hace estas dos, si se quiere dramáticas confesiones ahí si estrictamente confidenciales:” Por desgracia para mí, yo soy, a despecho de mi exterior afable y sereno, un ser íntimamente apasionado en el cual la injustica provoca reacciones que a veces son tanto más ardorosas cuanto más calladas. Yo no me puedo consolar del todo con una tremenda frase de Chateaubriand que leí en días pasados: “Uno tiene que ser muy económico con su desprecio, porque son muchos los que de él tienen necesidad”. No. Yo puedo aspirar a aquel grito que el Dante en su infierno le lanzaba a algún hero personaje: “Oh, tú, alma desdeñosa…” A mí me duele a veces físicamente, la triste visión de la mezquindad, de la incomprensión, de la estupidez.
Con dolorido sentir remata la última carta a sus dos grandes amigos: “Nada, queridos Nietos que al fin y al cabo no fallamos. Pudimos, debimos hacer mucho más, pero no iremos al más allá con las manos vacías ni sucias”.
Nos haríamos interminables explorando y analizando la variedad, riqueza y finura de la correspondencia del hombre público y del protagonista privado, recogida juiciosamente en el libro, sugestivo y atrayente de la periodista Mari Luz Vallejo Mejía. Nos ha servido esta obra para revivir recuerdos, refrescar lecturas, y analizar situaciones.
Todo nos ha permitido llegar a la conclusión que, sin la vida, la obra y el pensamiento del Doctor Eduardo Santos, la historia de Colombia en el siglo XX sería incompleta e injusta.
* Exministro de Estado, Exsenador de la República, Expresidente de la Cámara de Representantes de Colombia, Expresidente de la Asamblea del Tolima, Expresidente del Concejo de Ibagué, Miembro de la Academia de Historia de Cartagena de Indias, y Miembro de la Academia de Historia del Tolima.
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