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Entre el discurso político y las bombas
Por: Ricardo Oviedo Arévalo
*Sociólogo, historiador, docente
El sociólogo alemán Max Weber, en su libro la ética protestante y el origen del capitalismo, nos dice que una de las características fundamentales de la sociedad moderna occidental son los partidos políticos, que sirven como correas conductoras entre la sociedad civil y la dirección del Estado y del surgimiento del dirigente político, que utiliza la palabra como esencia de comunicación con sus simpatizantes, un poco recordándonos de esos otros magníficos oradores como fue el mundo griego y la importancia del ágora como referente de democracia, de esta manera, partidos y demagógos tiene una relación simbiótica y directa en la vida de cualquier nación moderna, incluyendo a Colombia.
Por eso es tan importante, que en el país se retome la discusión política respetuosa y pacífica entre todos los contrincantes electorales, teniendo en cuenta que el discurso es el eje central de la comunicación y del potencial de votación de todos los partidos.
Dejar en manos de los jueces las rectificaciones por exceso de odio o por imprecisiones argumentales, es deteriorar y empobrecer el debate, es llevar la discusión a terrenos claro oscuros de las leyes y tender un manto de duda sobre el contrincante, desviando, por lo tanto a la opinión pública de los temas centrales de la campaña electoral, polarizando con odio y prevenciones las bases de sus simpatizantes, dejando en un segundo plano lo verdaderamente valioso, los planteamientos programáticos de su plataforma electoral, para ello, utilizan cualquier cantidad de estigmatizaciones sobre el comportamiento ético y moral de sus opositores, que en muchas ocasiones, no están contemplados como delitos o impedimentos electorales, entrando, por lo tanto, en el terreno de los bajos instintos de la injuria y calumnia, estos sí delitos penalizados. Hoy muchos de los protagonistas de esta campaña tienen sus credenciales o candidaturas pendientes de una decisión judicial de este tipo.
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Este estilo de campañas camorreras y mentirosas son las que han iniciado en el país las costosas e interminables guerras civiles en los últimos doscientos años, como fueron las confrontaciones armadas en nombre de la religión y la defensa de la iglesia, la luchas interminables contra el comunismo (que nunca existió), el miedo latente a la pérdida de grandes extensiones de tierras improductivas, impidiendo, en muchas ocasiones, los cambios sociales necesarios para transformar sus injustos privilegios semi feudales de estas élites agrarias y rentistas y ante todo, el temor del reconocimiento del “otro”, como un ciudadano, no solo con deberes sino también con derechos, de ahí su temor por las reformas sociales que sacudan el arbolito de las injusticias.
De esta manera, cuando se agotan los anteriores argumentos, surgen los hechos contundentes de la violencia, en especial, en su peor versión, el terrorismo, atentando, contra candidatos, la sociedad civil y las fuerzas militares.
Estas acciones irracionales son consecuencias de la intransigencia y debilidad del discurso político y de los movimientos políticos, representados por los casi ochenta candidatos a la presidencia y decenas para el Congreso de la República, al atacar, muchos de ellos, con todo tipo de argumentos, a las instituciones del Estado, debilitando su gobernabilidad y abriendo la puerta de par en par para que el narcotráfico y el crimen organizado haga de las suyas, exponiendo a sirios y troyanos a sus amenazas y bajos instintos.
Por eso cada cuatro años los dinosaurios de la política desempolvan sus arcaicos y manidos discursos de intolerancia para activar los genes de la estigmatización y el odio, dejando, de esta manera, un electorado huérfano de propuestas, sin un horizonte claro, con inmensas dudas de su pasado, pero aún peor, con un futuro incierto, donde lo ilegal se desvanece y se funda con lo legal, donde la sociedad aplaude por el encarcelamiento de sus políticos corruptos, pero también se alegra cuando son excarcelados, o como no en pocos casos, los reciben en sus ciudades con largos y sonoros desfiles de bienvenidas.
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Esto es lo que los politólogos llaman “democracias imperfectas” , que según de The Economist Intelligence Unit, Colombia marca 6.35 puntos sobre 10, es decir, estamos en los límites de rajarnos en hacer democracia y esto nos obliga a rodear, en medio de la diferencia, a las instituciones del Estado y ante todo en afinar el discurso y la actitud de tolerancia y respeto frente al opositor político y no en “destriparlo y desaparecerlo”, como nos dice el “ilustre” candidato, Abelardo de la Espriella.
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