Crónicas
Poloche, la matrona indígena
De la represa Zanja Honda sale una mujer esculpida de templanza y modo. Los pliegues de su rostro amaneran el paso del sol. Ya está acostumbrada al calor maléfico que brota durante el día y las palmas de sus manos son gruesas de arar la tierra que le da su sustento. A pesar de la edad, su cabello mantiene el color negro y parece el tiempo quedarse en el, como si la fuente de la juventud se atrapase en su largura y grosor. Empapada sale del agua, apartando de sus dedos uno que otro musgo que quedan entre ellos.
A pie descalzo camina sobre la tierra que aún permanece caliente. Avanza sin problema. Como si en sus pies llevara zapatos. Toma una toalla rota que tiene colgada en una cerca de alambre de púa. Se seca sus senos y se pone su falda roja con una blusa verde. En un canasto hecha sus zapatos.
Rosalia Poloche, coyaimuna, de 67 años, es una mujer aguerrida, luchadora, como artífice y madre, pero sobre todo como matrona indígena. Es creadora de artesanías ancestrales que la identifican como líder del resguardo Chenche Amayarco. Un poco de la historia de su pueblo se ha perdido en el paso leve de cada amanecer durante generaciones.
Desde niña, su abuelita Benita le enseñó a hacer artesanías. Con orgullo lo cuenta, mientras que masajea barro en una batea de madera. Con sus manos gruesas lo golpea de arriba hacia abajo para que este en su punto y empezar a moldearlo como jarrón.
La mitad de su casa es de bahareque y la otra mitad es de ladrillo. En la parte de bahareque, tiene una habitación llena de totumas de diferentes tamaños, un balde lleno de maíz, tiestos de barro dañados, y otros, listos para entregar. Se percibe un olor a barro húmedo y a leña. Los pájaros cantan, las gallinas pastan debajo del árbol de mango que hay frente a su casa. Los ovejos corren por el patio y los perros ladran.
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Rosalía raja unos troncos de leña con un hacha mohosa. Cuando vio que no le cortaba bien sus trozos de leña, decide meter el tronco así, a un fogón de tres piedras que tiene sobre el suelo en la esquina de su casa. Encima del fogón hay una tina de aluminio grande que ya gorgotea. Rosalía, revuelve lo que hay en la tina con un palo grande; ya le había echado plantas medicinales nativas como el limón, tamarindo, guayabo entre otros y el sebo de res. Al lado del fogón hay un balde lleno de cenizas. Empieza a llenarlo con agua. En el fondo tiene agujeros por donde derrama la lejía de cenizas que cae a una totuma para luego echarlo a la tina. Mientras que la mezcla hierve, Rosalía toma con su dedo un poco de la mezcla que hay sobre los bordes de la tina, y lo prueba con su boca: faltan unos días para que dé punto el jabón de la tierra que está procesando.
Era domingo, Rosalía encendía fuego a su fogón. Al frente de su casa una señora acomodaba unos baldes en el camino. Es la casa de su vecina Doris Tisoy, quien estaba envasando chicha de maíz para llevarla al pueblo y venderla en el club de la chicha. Así se llama el lugar en donde varias mujeres indígenas venden chicha los fines de semana en el pueblo de Coyaima.
Ya se hacían las ocho de la mañana. Doris, la vecina de Rosalía, termina de subir el último timbo de chicha a la moto. Se pone sus sandalias de tacón negro y coge unos balay, las artesanías de fique que tejen para colar la chicha.
Rosalía cuenta que ya hay pocas compañeras en el resguardo que aún conservan su legado cultural, como hacer las ollas de barro, los balay, el jabón de la tierra y canastos.
- No quiero que se pierda nuestro legado cultural, que desde hace años nuestros abuelos han luchado por preservarlo—dice.
Como líder de artesanías, Rosalía ha representado a su resguardo indígena Chenche Amayarco en ferias artesanales en Bogotá. Los bultos de barro que ha cargado durante años han sido testigos de las muchas ollas, tinajas, tiestos, batijuelas, balays y canastos que esta mujer ha fabricado. Cada olla de barro que ha hecho ha sido es en honor a sus antepasados.
Como era domingo Rosalía empezó a hacer otras ollas de barro para dejarlas secando. Después, empezó a envolver en hojas secas de cachaco unos jabones de la tierra que tenía arrumados en un rincón de su casa, los pesó y los amarró con unas tiras de fique. Se alistó porque en la tarde iba a venderlos en el pueblo. Tenía jabones de tres tamaños; pequeños, medianos y grandes. Los pequeños los vende a mil pesos, los medianos a mil quinientos pesos y los grandes a dos mil pesos.
Antes, debía ir a traer cachamas. Su hermano Tiberio estaba en la represa pescando. El hermano de Rosalía aprovecha que el día está espejado, tanto así que el agua está azul cristalina y los peces pequeños se ven desde las orillas de la represa. El hijo de Eulogio rema la canoa, mientras que su papá lanza el chile, teniendo la suerte de atrapar cinco cachamas en su primer intento.
Rosalía en una canasta acomoda los jabones para llevarlos en la tarde al pueblo a veinte minutos en carro de su casa. Casi siempre hace un sol radiante por esas tierras. Del suelo arenoso sale vapor. Rosalía va con sus zapatos negros dentro de su canasto, pero con los pies descalzos recorriendo los caminos de tierra.
A la entrada del pueblo de Coyaima, Rosalía saca los zapatos de su canasto, se los pone y parte para las droguerías a distribuir los jabones que lleva. Luego vamos al club de la chicha donde está la prima de Rosalía. Nos tomamos varias totumadas de chicha. Al atardecer, con las últimas bocanadas de sol, Rosalía se dispone a partir en el último Jeep que arriba a su resguardo.
Se hace de noche. Rosalía pierde la mirada en el firmamento que junto con el canto de aves veraneras se va apagando para dar paso a pequeños soles que danzan en el cielo junto a la luna. En los atardeceres se escucha el canto de los pájaros de verano; en la noche, se puede ver el cielo azulado e iluminado de estrellas y los amaneceres tienen un aroma a barro húmedo y a leña. Rosalía volverá mañana a las mismas tareas, a sus ollas de barro, a su fogón de leña, a la vida de una indígena orgullosa que se niega a dejar morir la memoria de sus ancestros.
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