Crónicas
El Ocaso de Gualanday
Por Cristian Camilo Cupitra Naranjo
Estudiante de Comunicación social – periodismo de la Universidad del Tolima.
Desde el 8 de febrero del 2020, la soledad arropó a dos mil personas de Gualanday. Dos semanas han pasado desde la inauguración del segundo viaducto sobre el casco urbano que permite que más de 13.000 vehículos al día eviten pasar por el lugar. Solo dos semanas y la secuelas del aislamiento se hacen notorias.
La naturaleza está recuperando lo que alguna vez fue solo suyo. Las pequeñas represas artificiales que crearon los dueños de bares y restaurantes en la quebrada se están cayendo solas y el agua ahora solo es turbia por su naturaleza y no por los hombres o niños o perros que nadaban allí. Las algas poco a poco vuelven a crecer. Los árboles de los patios esparcen sus raíces sobre las paredes de las primeras casas abandonadas y se asoman bajo las puertas. El moho empieza a cubrir piedras y paredes. El sepia, poco a poco va uniformando las colores del lugar. Los niños, ahora, están aprendiendo a cruzar la avenida sin tener que mirar a ambos lados, sin miedo a que 52 toneladas sobre 22 ruedas a 80 km/h puedan arrollarlos.
Se acabaron los perros muertos sobre la avenida.
La última noche de estrellas artificiales sobre la avenida terminó el 8 de febrero; desde entonces, los destellos dejados por las bombillas vehiculares ya no acorralan la oscuridad. En el día, cada 10 o 15 minutos suena un motor, pero en la noche el silencio es sepulcral. El alumbrado público no tiene razón de ser, ya no hay peligro nocturno. Los caminantes de la noche conocen bien esos senderos y ahora caminan junto a la soledad y no junto a los claxons.
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6:24 am. Espero a la profesora Martha[1] con quién haré el recorrido hasta Gualanday. El lugar de encuentro fue el paradero de autobuses cerca de la Casa de la moneda, sobre la avenida Mirolindo que conduce hasta el barrio Picaleña. Allí tomaremos la buseta número 6 que nos llevará hasta la variante.
- No por mucho madrugar amanece más temprano —me dice la maestra cuando nos encontramos—.
- No podemos salir muy temprano a la variante porque no pasan buses. Antes yo podía coger la 28 aquí, no debía moverme tanto para llegar al colegio.
- Ahora ya no puedo dictar la primera clase de la mañana porque siempre llego tarde.
Martha aparenta 50 años. En sus ojos recae el peso de los agotadores días de clase y le crean grandes ojeras. Habla con pasión de sus estudiantes y a menudo los nombra con tal seguridad que me hace imaginarlos. Su uniforme es una bata más larga que sus vestidos que tapan las rodillas y unas gafas con lentes tan protuberantes y pesados que sobre su nariz siempre hay una franja tallada por la montura. Cuando mira a los ojos, inclina la cabeza y te mira a través del espacio entre las gafas y sus cejas; aprieta los dientes y habla fuerte y claro, con muy buena dicción aunque con total quietud de los labios, pareciera no mover la boca… como lo hacen los ventrílocuos.
Me recuerda que no puedo poner su nombre o su edad, o mucho menos tomarle una foto. Parece nerviosa. Dice que no le gusta la “fama”, pero en sus ojos veo que hay algo más, lo siento cuando me evade la mirada y aparece un tic en sus labios al preguntarle directamente por ello. No insisto para no incomodarla.
6:45 am. Estamos en la variante Cajamarca - Girardot. Ahora todos los autobuses intermunicipales pasan por allí. Esperando sobre la avenida vemos pasar decenas de buses que no intentan detenerse, algunos caminantes extranjeros y otros cuantos campesinos del sector.
- Solo nos sirve un bus, la Cotrautol; y eso que si va para el Espinal o Chicoral. No nos sirve ninguna más.
- 7:23 am. Poco más de media hora nos tomó llegar a la plaza principal de Gualanday.
- Nos vemos al medio día, tengo clase y no puedo acompañarlo más.
Martha da clases en el único colegio de la inspección que recibe 780 estudiantes cada día. Las clases son talvez lo unico que no ha sido alterado por la construcción de la variante. El alumnado no ha disminuido ni en la sede primaria ni en la secundaria, aunque extrañamente ni siquiera allí en esos lugares el ruido alcanza grandes decibeles. Parece que el silencio lo arropó todo.
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Desde la inauguración del segundo viaducto de Gualanday que hace parte de las obras de doble calzada Ibagué - Bogotá, el flujo vehicular se redujo casi a la nulidad. Por este lugar a diario se movían más de 13.000 vehículos en ambos sentidos, ahora pueden pasar 20 minutos o más sin que pasé un automóvil. Solo una empresa de autobuses pasa por allí, los grandes buses de 40 pasajeros o dos pisos ahora usan los viaductos. En la inauguración, el Alcalde de Coello aseguró que reubicará a los comerciantes afectados, pero eso aún no sucede.
Hace unos meses la prosperidad económica llegaba a Gualanday principalmente de los viajeros. Algunos llegaban a los balnearios sobre la quebrada Guacarí para refrescarse y comer un tradicional sancocho de gallina en leña. Otros más, llevaban en su camino frescos mangos, mangostinos, ciruelas y productos horneados. Era común ver algunos balnearios y calles cerradas por las productoras de televisión que grababan allí telenovelas. Ahora, en las avenidas, niños de escasos 12 años pasean bebes en coches zigzagueando las líneas amarillas que identifican el doble sentido de la vía. Los letreros de “Se vende” se ven cada dos casas sobre la ruta, y los antiguos “stand” de madera donde yacían los mangos, ciruelas y demás frutas para la venta, están ahí, en las orillas, como esqueletos de madera que se caen cuando el viento los golpea porque la polilla ya los tomó.
Algunos oficios se están poniendo en duda. Los “isleros” de las estaciones de servicio solo cumplen sus horarios de trabajo y hacen aseo. Algunos, para evadir las horas de soledad y aburrimiento, optan por comprar sopas de letras para entretenerse; otros, invitan a sus hijos a que los visiten a menudo. Parece que los restaurantes que aún permanecen en pie han decidido turnarse, pues he visto que funcionan en diferentes días. A media mañana abren las tiendas del sector, que poco a poco han dejado de abastecerse a tal punto que las distribuidoras de alimentos han reducido su frecuencia de visita.
20 minutos ahorrados en sus recorridos, han sido la excusa del estado para justificar la creación de los viaductos 4G en Gualanday. Excusa que rápidamente adoptaron los conductores que transitan el lugar, ¿quién extrañará bajar a Gualanday? Parece que nadie. Cada 30 minutos pasa un bus de Cotrautol. Sin esta ruta pública, los habitantes del lugar tendrían que caminar kilómetros hasta el peaje de Gualanday o el desvío hacia Chicoral. Los vehículos pesados ahora son volquetas de baja gama que recogen gravilla en el lugar, actividad que se popularizó en los últimos días. Los autos que rompen el silencio de la vía por lo general son propiedad de los habitantes del lugar.
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En la plaza principal, seis ancianos hablan todo el día. Cambian de silla cada hora evitando el sol. Allí empezamos la ruta de regreso a Ibagué. Martha ha terminado su jornada laboral y regresamos juntos.
-¿Es flojo para caminar? ¿ya está cansado?— me pregunta mientras vamos cogiendo camino—. Debemos caminar un poco mientras pasa el bus, en ocasiones hasta he llegado al peaje antes de que pase.
-No hay lío —respondo, y comenzamos a subir hasta el alto de Gualanday.
-¿Cómo la vió? ¿quedamos aislados, no?— me decía mientras caminábamos.
-Si eso veo. se siente la soledad.
-Y la que va a haber. Ahora las personas con más ganas se quieren ir, todos quieren vender. Los que lograron vender a la ANI quedaron contentos y se fueron, pero los demás, aún no saben que hacer, aunque todos se inclinan por irse, esto tiende a desaparecer.
-Y ¿por qué la ANI no les compró a todos?— pregunto con ingenuidad.
-Porque el viaducto pasa es por encima, solo necesitaba los terrenos para las columnas, compró algunos otros pequeños, pero la gran mayoría no.
-Y ¿los turistas?
-También se redujeron, vaya, pregunte a los balnearios, algunos solo abren en domingo y se pelean los clientes.
-¿Qué se viene entonces?
-Los comerciantes tienen fe en su reubicación, de lo contrario esto quedará casi muerto. Nos aislaron totalmente, el progreso de los viajeros nos detuvo.
-¿Y si hacen estrategias turísticas? esta puede ser una salida, ¿no?
-¿Acaso algún conductor extrañará pasar por Gualanday?
Cada pregunta significaba para mí un gasto de aire tal vez innecesario, la caminata hasta el peaje se me hacia eterna por el sedentarismo. Decido callar y esperar un autobús.
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Las madres trabajaban vendiendo frutas, recuerdos y productos horneados sobre la avenida. Allí mismo sobre el jardín de sus casas, se detenían los vehículos para comprar. Ahora, antes de que la vida despierte en el lugar, deben caminar cada mañana, cinco kilómetros hasta el punto donde la vía que inicia con el viaducto retoma la antigua vía. Allí se ubicaron algunas intentando vender frutas a los conductores. Las caminatas diarias son en ambos sentidos, al amanecer y antes de que el sol se esconda detrás de las montañas.
Entre semana, luego de que los niños pasen hacia el colegio, el día se silencia de nuevo hasta las 9 am. A media mañana salen las primeras personas de sus casas, quienes lo hacen. Algunos sólo toman aire en sus jardines, observan los foráneos que pasan por allí, saludan cada vecino que cruza la calle, asi gastan sus días, sus vidas. Otras pocas mujeres, pasan con los niños y grandes bolsas llenas de ropa hacia la quebrada, sobre una gran roca lavan sus ropas como en los años ochentas y noventas
El tiempo parece detenido. Nadie tiene respuestas para los dos mil habitantes de un lugar que cae, poco a poco, en el silencio. Quizá, en el futuro, además del silencio, también les llegue el olvido,
La anterior pieza periodística es el resultado de la cátedra Periodismo y literatura que dirige Carlos Pardo Viña en la Universidad del Tolima.
[1] El nombre de la maestra fue modificado por petición expresa de ella.
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