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La tía Esperanza: el refugio en medio de la guerra

Los nombres de los protagonistas fueron cambiados por sugerencia de ellos.
Por: Jhenifer Rodríguez
A la finca de los abuelos regresó mi mamá con todos los sueños empacados en la maleta y un niñito en la barriga. Yo estaba ahí, donde ella me dejó cuando se volvió a enamorar y decidió irse tras Bernardo. Mi abuela la recibió con regaños, pero la abrazó entre lágrimas luego de hablar con ella; al parecer, la guerra la había alcanzado. Le acomodamos sus cosas en la habitación que yo compartía con mi tía Esperanza. Cuando mi abuelo llegó del tajo y la vio en la cocina, con los ojos llorosos tomando tinto, se sentó frente a ella sin manifestar ninguna emoción.
—¿Cuánto tiempo se va a quedar?— le preguntó.
Pero la abuela respondió por ella:
—Indefinidamente.
Parecía que no hubieran pasado tres años. Mi mamá volvió a integrarse a las dinámicas de la finca y a ser mi principal cuidadora, responsabilidad que en su ausencia había asumido mi tía. Me ayudaba a bañar, me servía el desayuno y se iba a trabajar con el abuelo al tajo porque el oficio de la casa nunca le gustó. Yo me iba a estudiar con mi tía y al mediodía comíamos todos juntos. Incluso, mi mamá, dormía conmigo en la misma cama hasta que llegó el bebé y yo comencé a dormir con la tía Esperanza, mientras y mi mamá con él. Esperanza y yo le pusimos Alexander; mi mamá y mis abuelos, Ismael.
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Entre dolores, necesidades y rumores de muerte, los años pasaron. Mi tía Esperanza terminó el bachillerato y, al principio, se quedó en la casa ayudando a la abuela. Luego se puso a trabajar en el almacén de doña Yadira, manejando la caja. El problema era que el trabajo quedaba en el pueblo, y con el tiempo mi tía comenzó a tomarse libertades que los abuelos jamás aceptarían, ni siquiera cuando ella aportaba para el mercado.
El día que Ismael Alexander cumplió cinco años, Esperanza se quedó en el pueblo. Mi abuelo la esperó en la entrada hasta el día siguiente. Cuando llegó, la agarró a correazos sin importarle que ya tuviera veintiún años. Pero mi tía le reclamaba que terminó tarde de trabajar y que la alcanzó el toque de queda.
—Además —gritó—, ni siquiera son mis hijos. Desde los nueve años me tienen criándolos.
El abuelo, asustado por la delicada situación que nos rodeaba, la creyó muerta y por eso no entraba en razón. Seguía pegándole, así que me atravesé a recibir los correazos para que la soltara. Yo no quería que la tía Esperanza nos siguiera cuidando, sino que ella fuera feliz, y sabía que quería irse con Alberto, el muchacho que le mandaba cartas con don Leonardo, reconocido por comprar y vender leche en las veredas. Siempre mi tía Esperanza o yo recibíamos la leche en el portón junto con las cartas del enamorado.
Alberto tenía familia en la capital y ya le habían conseguido empleo. Se iría en enero y quería llevarse a mi tía porque a nuestro alrededor se desarrollaba una guerra sin sentido de la que él quería huir. Su muerte estaba anunciada pues, como mi abuelo, Alberto se oponía a la arbitrariedad.
Esperanza y yo trabajamos juntas todas las vacaciones en la tomatera de un vecino porque no la dejaron volver donde Yadira y tenía que cuidarme a mí, que estaba reuniendo para comprar mis útiles escolares.
La mañana del último domingo de diciembre, mi tía me peinaba mientras me daba instrucciones y mi mamá nos preparaba el desayuno para bajar al pueblo.
—Vaya donde Yadira, que yo le dejé separado ya sus cositas. Tiene que dar solo el completo y comprarse unos zapatos buenos con lo que le sobre —me dijo.
Pero yo ya tenía otra ruta en mente. El abuelo se fue a la plaza a hacer el mercado y yo me fui al almacén de Yadira. Le dije que se nos había presentado una emergencia y ya no podríamos llevar los cuadernos ni las otras cosas; de hecho, mi tía necesitaba la plata que había abonado. Yadira no dudó un momento en devolverme el dinero. Luego busqué a Alberto por todo el pueblo hasta que lo encontré en el billar. Sus amigos me chiflaban y lanzaban comentarios obscenos.
—Salgamos de acá, Margarita —me dijo Alberto con desdén hacia ellos.
Le pregunté si todavía quería llevarse a mi tía. Sonrió de oreja a oreja y me dijo que sí. Le dije que Esperanza lo esperaba el seis de enero, cuando los abuelos irían a la fiesta de los Giraldo.
El día de la partida, lloré de felicidad por ayudar a mi tía. Me prometió volver por mí cuando yo terminara el bachillerato. Mi mamá se aseguró de que los abuelos fueran a la fiesta porque sabía que ese era su último intento de salir y que ahora depositaba sus sueños en su hermanita.
Cuando mis abuelos llegaron, les entregué la carta que les dejó Esperanza. Se pusieron muy bravos con mi mamá y conmigo. Al día siguiente, nadie nos habló hasta la noche, cuando la abuela, nostálgica, preparó la comida preferida de la tía. Justo cuando recordábamos su presencia, la puerta se abrió de golpe. La guerra nos había alcanzado.
Corrí con Ismael Alexander a escondernos. Desde debajo de la mesa vi a mi abuelo con el machete en la cintura y un mercenario apuntándolo con un fusil. Cuando el niño emitió un sonido, el hombre giró su arma hacia nosotros. Pero mi abuelo, con un solo movimiento, le puso el machete en la garganta.
—Si me tiene que matar, máteme —susurró—, pero deje que los niños se vayan.
El mercenario asintió en silencio. Salimos por la ventana y corrimos hasta el trapiche. Caminamos una hora hasta el pueblo y Yadira nos ayudó a huir. Llegamos a Ibagué solo para emprender un viaje de cinco horas hasta Bogotá, con una dirección en un papelito y la esperanza de encontrar a mi tía en la capital.
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