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Crónicas

El frío de la ciudad

El frío de la ciudad

La satisfacción de sus rostros se esfumó de inmediato. El padre movió a su esposa al otro costado y posó el brazo sobre la espalda de su hijo, mientras de reojo miraba a aquel joven harapiento que estaba sentado en la esquina de su casa. Es entendible, nadie quiere ver a un “desadaptado” junto a su hogar, pero lejos estuve de pensar aquello en ese momento. ¿Qué me mira? ¿Se le perdió algo? ¿Algún problema? ¿Mucho asco? Era lo único que pasaba por mi mente cuando lo miré a los ojos.

La mirada de asco es normal en los “civiles”, pero la mirada de odio solo se encuentra en los habitantes de calle menos experimentados. Cuando entienden el arte de sobrevivir en la ciudad, esa mirada desaparece. Los días en la calle no se dividen por mañanas o noches, tienen una división mucho más ambigua e importante, cuando hay gente y cuando no.

El sobrevivir a cuando no hay gente depende directamente de lo hecho cuando hay gente. De 8:00 de la mañana a la medianoche es el tiempo con el que cuentan para conseguir su canasta básica personal, la cual se resume en sobras y droga. Cuando hay gente es "fácil" vivir en la calle, cuando no hay gente es complicado.

El sol les arropa tanto como quieren y si en un momento es demasiado, la sombra de un árbol es suficiente; las iglesias están abiertas con comida, el claxon de los autos se superpone ante los ladridos de los perros, la Policía no persigue, no hay favores o deudas, la sensación de libertad es absoluta y el dinero abunda en las personas. Cuando hay gente puede ser “bonito” vivir en la calle, pero el día pasa y llega la noche.

Cada minuto que pasa el frío es más frío y las hojas que caen de los árboles hacen eco en todas partes. Los restaurantes están cerrados y las bolsas de basura ya han sido saqueadas por otros indigentes. En cada cuadra se debe lidiar con los insoportables perros que no se callan nunca. Jamás se está seguro en ningún lado y si algún otro indigente no consiguió lo suficiente para su canasta personal, significa que los demás tienen demasiado, convirtiéndose en una amenaza. 

—Yo soy bueno hasta las 12, hasta cuando hay gente. Después no sé— me dijo Andrew, una media hora antes de la medianoche.

Andrew sería mi entrada a su mundo.

—Andrew, ¿Cómo está? Necesito un favor. Necesito dormir en la calle y me gustaría que me acompañara en la noche.

—Vale, pero tienes que saber cosas antes de estar conmigo. Primero no te puedes ir así vestido, necesitas un buso negro lo más viejo que encuentres, un jean viejo preferiblemente sucio, así, azul como el mío.

—¿Sirve una sudadera vieja?

—No, a ellos les gustan las sudaderas. Tampoco puedes llevar manillas ni accesorios, ni billeteras, celulares, o cosas que resalten en tus bolsillos como ahora, a ellos también les gustan. 

—¿Algo más?

—No mires a nadie y no hables con nadie si no estás conmigo. Yo a veces me voy a ir y si alguien te dice algo dile que no, y punto. Aah, tampoco puedes aparecer de la nada, ¿Cuál es tu nombre?

—Sebastián Giraldo.

—Ahora serás mi primo Sebas – Hasta mucho después fue que entendí lo bonito de ese gesto.

Andrew es un habitante de calle que se dedica al retaque. Tiene unos 40 años, estudió en el Sena y en la Universidad del Tolima durante un tiempo y aunque ha tenido dos rehabilitaciones a medias, actualmente se encuentra de nuevo en la calle. Su madre murió hace unos años, y su padre, un policía de renombre, no lo considera su hijo, simplemente le regala algo de comida cuando se lo encuentra en la calle.

Su vida no siempre fue así. Los años más felices los pasó junto a su madre (la única persona que lo ha querido, según él) en Bogotá, hasta que a sus 13 años vino a Ibagué a vivir con su padre y su familia paterna. 

—Yo los veía como mi familia pobre. Yo en Bogotá me comía mis Kellogs con yogurt, mis pancakes, mi pollito, además vivía en un barrio bonito; en cambio aquí todas las mañanas era solo huevo y aguapanela, el barrio era destapado, todo feo… Pero igual los quería porque mi mamá me dijo “Si tú quieres a los demás, ellos te van a querer a ti” y pues eran mi familia, yo quería que mi familia me quisiera. Uno de chino es muy güevon, uno cree que todo es fácil. A mí, mi familia nunca me quiso, mi papá era el hijo bastardo de la familia, yo siendo el hijo de él, era algo así como el recontra bastardo. Eran hipócritas conmigo e intentaron desaparecerme varias veces, cuando yo lo único que quería de ellos era que me quisieran. A mí no me cabía en la cabeza que mis primos, tíos y abuelos no me quisieran.

Andrew es un poliadicto. Cuenta que ha sido adicto al alcohol, la marihuana, el perico, el bazuko, la heroína, las mujeres y el trabajo, entre otras cosas.  Su adicción, los problemas familiares, la muerte de su madre y muchas otras decepciones lo llevaron a la calle, una vida bastante solitaria. 

Siempre creí que la mirada de un indigente era una mirada perdida, pero no es así. En medio de los vapores provocados por la calcinación de unas seis botellas de plástico, agujeradas en distintos sitios y con diferentes sustancias, un haz de luz daba casi directamente a los ojos de Andrew. Era a una mirada vacía, solitaria, inexpresiva como ninguna, y literalmente seca.

Estábamos recostados en la calle 42 entre 4ª y 5ª. Era un lugar donde pasaban otros indigentes de manera continua. Pasó Jhon, un moreno bajito de unos 25 años que vivía del cartón; pasó un reciclador cercano a los 30 años, que una hora atrás nos había seguido por unas 10 cuadras suplicando que le diéramos un “candelazo”, pero que ahora nos saludaba amablemente; pasaron dos jóvenes recicladores juntos, peligrosos según Andrew.

—Cada quien está en su cuento, pero no falta el que quiere meterte en el suyo, y eso generalmente es para mal. Uno es el que termina jodido. A mí la vez pasada me dijeron que un negocio, no sé qué, que tenía que hacer de campanero por allá en un sitio, yo no quise y consiguieron a otro, a ese man como que lo mataron.

—Entonces ¿Usted no tiene amigos en la calle?

—Amigos no, conozco gente, pero amigos no…Bueno, había uno, un monito, le decían Linda. Yo disfruto de mi soledad, pero pues a veces uno quiere hablar con alguien, y él siempre aparecía en esos momentos. Yo le decía “monito venga” y él siempre venía. No hablábamos de nada, bobadas, pero un día le dije que era como mi mejor amigo de la calle, a él le daba risa, ese día que le dije eso, me contó que quería ver a la mamá, que la extrañaba, yo le dije que fuera, que se devolviera a Armenia… Como a los tres días fue que lo mataron. Al parecer iban a matar a otro y se equivocaron.

La vida en la calle siempre pende de un hilo, cualquier día simplemente no amaneces. No tengo idea de qué hora era, pero estábamos cerca a la calle 37. Recorríamos una Ibagué solitaria buscando cigarrillos en el suelo. De pronto, a nuestra izquierda encontramos un indigente tirado sobre un poste. No se movía en lo absoluto, tampoco se escuchaba su respiración, no sabíamos cuánto tiempo llevaba ahí, si estaba muerto, se había desmayado o tenía el sueño profundo; solo necesitábamos saber que a su lado tenía un pan que nadie se estaba comiendo. Segundos después no tenía nada. Andrew se estaba comiendo el pan. Al fin y al cabo, pensé, era mejor que no se perdiera.

—¿Tienes hambre? ¿Quieres?

—No, gracias, coma usted, yo como más tarde.

—¿Seguro? Ya revisé, no tiene hongos, el hongo del pan pega re duro.

A pesar de que mi cuerpo, poco acostumbrado a la calle, pedía a gruñidos algo de comida, mi cabeza barajaba la posibilidad de no comer nada en toda la noche. No quería comer de la basura, me daba asco, y mi corazón ingenuo aún guardaba una esperanza: Andrew había pedido dinero a las personas con la excusa de una cena para ambos. Pero hace horas ya de eso y sin ninguna señal de cena.

Lo más importante en la calle es el dinero. Si no tienes dinero te mueres, y yo no tenía siquiera un peso. Solo fui consciente de ello después de pasar tres panaderías a las que no nos acercamos. Ignoré por completo la otra parte de la guía de la calle:

—Lo más importante es el dinero, en la calle todo vale dinero, botellas, chatarra y droga, y la droga vale aún más que el mismo dinero. Con droga puedes saciar el hambre, conseguir mujeres, favores, dinero o conseguir más droga.

Desde aquel punto de vista, el haber invertido el presupuesto para la cena en “combustible” parecía razonable, incluso sabio de su parte…

—Antes de cada ruta, se va largos ratos por “combustible”, ¿Qué es eso?

—Sebas no me preguntes bobadas

—¿Puedo acompañarlo la próxima?

—Ni loco, en Ibagué las ollas no están organizadas, no puede entrar cualquiera y sentarse a fumar. Los indigentes son celosos con eso. Si te ven se te van a venir encima, te van a empezar a tocar, pedirte cosas, preguntarte cosas, es muy peligroso. Mejor comamos, debes tener hambre, en el menú te tengo: Una caña que no está tan vieja y gorditos de pollo.

A mí la caña nunca me ha gustado. En ese momento no pensé mucho y simplemente elegí los gorditos de pollo, sonaban rico. Mientras abría su tula y buscaba algo en su interior, me contó la procedencia de lo que me había dado. Una pizzería todos los días, a eso de las 7 pm, dejaba una bolsa amarilla con sobras al lado de un poste. Esas sobras se las comían los perros. Andrew al darse cuenta empezó a robarse las sobras, un día el dueño se enteró, entonces empezó a dárselas personalmente para que no tuviera que recogerlas del suelo.

La oscuridad, el ardor en los ojos y la ausencia de mis lentes, confabularon para cegarme totalmente, a duras penas sabía lo que tenía en frente. Pesaba alrededor de cuatro libras, estaba casi tan frío como la misma noche, la parte de abajo se sentía húmeda, y tenía un olor que se podía distinguir a dos kilómetros. Podía jurar que iba a comer pollo crudo.

Metí la mano a esa bola de carne envuelta en penumbras, agarré la primera cosa sólida que sintieron mis dedos y la puse frente a mi boca. Hablé un buen rato tratando de mitigar aquel asco funesto que sentía en ese momento. No quería menospreciar el gesto de Andrew de darme de su comida, así que acallé mis arcadas con un pequeño mordisco… No estaba crudo, estaba delicioso.

—Dime, Sebas, con lo que llevas en la calle, ¿Qué hora crees que es?

—No tengo noción del tiempo desde las 9, pero supongo que las 2:30.

—Son por ahí la 1. Ese local de allá cierra a las 12:30, cerró hace poquito. En la calle sabes la hora gracias a los locales y otras cosas que siempre ocurren a la misma hora. Si fueran las 2:30, dentro de poco se escucharía un gallo de una casa de por acá: canta a las 3:00 a.m.

Era hora de dormir. Sin cartones, costales, sacos o almohadas, Andrew se recostó sobre su mano y dijo que dormiría. Por mi parte, quería escribir un poco en la pequeña libreta que cargaba. Lo intenté. Escribí dos o tres ideas que llegaron a mi cabeza, pero mis ojos no permitieron que siguiera adelante. Los vapores, la falta de sueño y el esfuerzo de mi vista, crearon un ardor insoportable en mis ojos, tenía que dormir.

Del lado izquierdo, el soplo gélido azotaba mi rostro. Boca arriba la baldosa no se acomodaba a la forma de mi cabeza. Probé una y mil maneras para poder dormir. Por mí mismo descubrí que la manera más viable de dormir en la calle era en posición fetal, recostado sobre el lado derecho, con la cabeza sobre la muñeca de la mano derecha y con el brazo izquierdo metido entre las piernas.

¡Lo logré! Dormí. Sabía que había dormido porque soñé con mi amada. — Me pregunto si todos los habitantes de calle alguna vez sueñan con eso—. Cuando desperté me percaté de varias cosas, mi brazo, mi pierna y toda la parte derecha de mi cuerpo estaban temblando sin cesar. El frío se adueñó de la mitad de mi organismo, mis labios estaban completamente quebrados y mi buzo estaba tan helado que pensé en quitármelo.

Me sentía tan sensible que creía poder saberlo todo, lo único que no sabía era la hora, debí dormir al menos media hora, si el gallo hubiera cantado lo habría escuchado, no debía faltar mucho para que cantara, solo quería escucharlo. Pensé, canté y escribí mucho, pero en cierto punto lo único que escribía en mi libreta era acerca de aquella quimera, ¿Por qué no canta el gallo? ¿Será que ya cantó? ¿Será que escuché mal? ¿Los gallos cantan a las 3:00 de la madrugada? Maldita sea ¿Qué hora es?

Pasé cuatro horas pensando que eran las tres de la mañana, el gallo nunca cantó. Solo al aclararse el cielo se aclararon mis dudas. Solo al escuchar ese pitido de los buses, que me volvió loco en otra época, empecé a recuperar la cordura; eran las cinco de la mañana. En la calle los minutos son horas, las horas son días y los días son vidas enteras, cuando no hay gente es el infierno.

 
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