Crónicas

Año Nuevo con olor a burdel

Año Nuevo con olor a burdel

Por: Humberto Leyton


Era la última noche del mes de diciembre de 1973. Las sombras de los taxis, busetas y vehículos particulares pasaban raudas como fantasmas.

La luna de diciembre jugaba coquetamente con el solsticio de invierno y la noche era fría y nublada.

Había sido invitado para pasar la noche de Año Nuevo, en la casa del portón Dorado, una de las mejores casas de citas de la época en Ibagué, cuando aún los bombillos rojos se posaban sobre los dinteles de las puertas anunciando que en aquel lugar había jarana.

En ese entonces, Ibagué era una ciudad pacata  que despertaba a las obras de infraestructura de Francisco Peñaloza con las que comenzaba a salir de ese lugar pastoril que conservaba como pueblo grande y sin rumbo; pero que a la vez, era un vividero apacible y en desarrollo urbano con las obras que le dejaron a la ciudad los escenarios deportivos del 70, que incluía vías y hoteles, entre otros.

La casa del portón Dorado

La casa del portón Dorado, ubicada en la carrera 4ª entre calles 27 y 28, era el templo del pecado o el infierno de los inocentes. Allí se pagaban penitencias o se glorificaba la vida pagana.

Pero el comercio sexual se extendía a otras casas de bombillos rojos con alguna reputación si así se les puede llamar, Mireya, La Japonesa, Lily, Las Cortinas Rojas, Marina la Rica o Marina la Pobre, entre otras.

En ese entonces, era un hombre solitario en busca de explorar aventuras, entre ellas las sexuales, las que combinaba con estudios y trabajo. Sostenía que había nacido libre de ataduras y que así mismo quería vivir la vida. Mi espíritu era libertario al igual que las ideas. No le temía a la vida ni a la muerte, mucho menos a los misterios de la oscuridad de la noche. A mi edad: 20-23 años, quería devorarme el mundo.

Una de mis pasiones en tiempos de ocio era beber con  amigos y visitar las casas de citas más reputadas si, así, se les puede llamar. Por ser buen cliente, había sido invitado a pasar la noche de Año Nuevo a la casa del portón Dorado. Noche de Año Nuevo con olor a burdel, me dije. 

La luna de diciembre presagiaba una noche desordenada. Al ingresar al salón principal los destellos de las luces multicolores daban la impresión de que el cielo estaba encendido. En el centro las parejas comenzaban a bailar no solo al son de la música de diciembre sino de la Sonora Matancera, Celia Cruz, Héctor Lavoe, Eddie Palmieri, Lalo Rodríguez, Pate El Conde Rodríguez, como también apasionados boleros, rancheras de José Alfredo Jiménez y de carrilera.

Entretanto, debajo de las escaleras de la amplia casa de dos pisos, una lechona de unos 85-100 kilos, brillaba sobre una bandeja grande de lata. Para adornarla le habían puesto en la boca una manzana verde grande y en el culo un ramillete de claveles rojos.

Sobre la mesa que la soportaba había un letrero que decía: “Feliz Año Nuevo”.

Me sentía cómodo en ese ambiente. Era la primera vez que todos los gastos corrían por cuenta del propietario del establecimiento.

En medio del jolgorio y de las guarangadas de burdel, un teniente de la policía de tez blanca y cabello rubio rapado, saludaba a las mujeres, la mayoría jóvenes, que se encontraban en el salón, a algunas de ellas con besos en la mejilla. El oficial era el que manejaba el negocio de las drogas, especialmente la marihuana en ese y otros negocios.

Los voladores y las tenues chispas que estos soltaban al caer a la marquesina, se cruzaban con las guirnaldas, adornos navideños y los titilantes y multicolores bombillitos del árbol de navidad. Allí se mezclaba el dulce pecado con los bajos instintos. Sin embargo, también era el lugar para despojarse de las hipocresías y para dedicarse a las santas pasiones.

Aquí no solo se goza, también se reflexiona. La vida se nos va como un relámpago y hay que vivirla de tal manera, que valga la pena el arrepentimiento para ganar el cielo, o que los pecados sean grandes y pesados que nos merezcamos el infierno eterno.

Entre el navegar de ideas, inevitablemente lo traslada a uno a entender que nadie como el ser humano es tan contradictorio, misterioso y secreto. Que encierra la grandeza del espíritu, como las debilidades de la carne, las virtudes de los puros y las bajezas de los impíos. Y solo así, se puede concebir este entresijo donde las putas son más reales que los sueños que cruzan la historia de la humanidad desde tiempos bíblicos.    

*Las experiencias vidas*

Este soliloquio nos adentra en vivencias insólitas para la época, pero reales para quienes fueron protagonistas de los últimos años de las casas de citas o lenocinio, como las quieran llamar, en una Ibagué añorada y perdida en el tiempo.

Este relato rescata una vida furtiva que se niega a desaparecer, al menos en la memoria de quienes fueron actores de una etapa de su historia que solo enterrarán cuando mueran y la sepultura borre todo recuerdo.

Eran tiempos de la Rubia Mireya y de voces fuertes en el tango como la del Polaco Roberto Goyeneche, o de poemas populares como las canciones del verdadero rey José Alfredo Jiménez.

Ellas sin eufemismos ni falsos lenguajes se llamaban ¡putas! Y no prepagos como hoy.

*La Andaluza*

Hacía sonar las castañuelas como una experta, y en la medida que avanzaba su interpretación su cuerpo se contorsionaba. Sus manos unas veces cruzadas, otras abiertas, arriba,  abajo o los lados, las movía cadenciosa y delicadamente sacándoles melodías flamencas con fuerza y sin freno.

Su maquillaje y vestimenta colorida y floreada idéntica al de una gitana, acompañada del golpeteo de pies y de una furiosa pasión, con su mirada profunda unas veces y otras con sus ojos cerrados, caracterizaba al sensual baile andaluz.

Cada que terminaba una presentación se refrescaba con uno de los abanicos que tenía de colección y que colocaba estratégicamente en varios lugares como decoración de su establecimiento.

La Andaluza, tenía la discoteca más grande que haya conocido, me dijo Pedro Púas. Tres de las cuatro paredes que tenía su salón estaban llenas de acetatos en LPs, y discos de 33 y 45 revoluciones. “No había canción que se le pidiera que no la tuviera. Y por si acaso, no podía complacer al cliente, le daba un trago gratis en señal de disculpa”, manifiesta Pedro Púas, y continua: Era una mujer que le gustaba leer, especialmente poesía de Lorca y Neruda”.  

Allí iban muchos de los políticos de la época, más capaces e inteligentes que los de ahora, claro está. En este sitio en ocasiones se cuadraron gabinetes y crisis políticas, renuncias y nombramientos de altos funcionarios de los gobiernos municipal y departamental.

Como anécdota especial, se tiene que allí se planificó la reconciliación del famoso dueto Garzón y Collazos por iniciativa de Alberto Santofimio Botero y el entonces notario y compositor Pedro J. Ramos. Luego, en el mismo lugar, se celebró este reencuentro después de largos meses de distanciamiento de los inolvidables cantores de la música andina colombiana.

En esta celebración, además de los protagonistas de la reconciliación, tomaron parte el gobernador del Tolima Jaime Polanco, el compositor Jorge Villamil y Diego Castilla, director del periódico El Cronista, el impreso más importante de ese tiempo.        

Esta casa inicialmente funcionó unos metros arriba del cuartel de la policía por la carrera 3ª, y luego en la calle 25 entre carreras 6ª y 7ª, donde desapareció.

*El padre Alfredo*

Fue un sacerdote que equivocó su vocación. Era la epifanía del alma en su inmensa soledad que buscaba en los burdeles la salvación divina que no encontraba en su iglesia. Personificaba un lamento angustioso de la carne frágil y pecadora, consumida por el hastío y lejos de Dios.

El padre Alfredo, invocando al famoso monje ruso Rasputín, decía que para salvarse tenía que ser perdonado y, para ello, obviamente tenía de pecar, para recibir las dispensas que necesitaba para vivir su vida disoluta.

Pensaba que buscando este sitio de placeres le hacía menos daño a la iglesia que buscando muchachos o aprovechándose de las feligreses. “Soy sacerdote pero también soy hombre con todas sus tentaciones y debilidades. No soy un ángel ¿Verdad?”.

*Casa de Lily, luego la de monjas*

Las paradojas se reflejan en cualquier circunstancia de la vida. Y una de ellas, es el caso de Lily, que según los comentarios de la época, era la mejor casa de citas que funcionaba en un amplio terreno del sector del barrio Ambalá, a la que llegaban lindas mujeres de Cuba y Brasil.

Por algún motivo, y sin previo aviso a la clientela, la mentada casa de Lily desapareció y, en su lugar, se montó un albergue para niñas y niños desamparados y con problemas familiares, atendido por unas monjas.

Este inesperado cambio de actividad,  trajo consigo sus inconvenientes. En alguna ocasión cuando los clientes iban en busca de placer, se encontraban con las monjas. No faltó el pasado de tragos que les dijera: “Vea pues, ahora los putas se volvieron mojas”, lo que obligó a las religiosas a responder antes de abrir la puerta: “Somos una orden religiosa y estamos casadas con Dios”, con el fin de desarmar los ímpetus de los libidinosos visitantes.

*Chevechón*

De él dice el escritor Carlos Orlando Pardo: “Cruzando los 65 había ejercido el periodismo en prensa, radio y televisión y fueron bien surtidas sus reseñas, comentarios y críticas en diarios y revistas desde cuando comenzará en los diarios El Tiempo, El Espectador y El Siglo a partir de 1959. Durante esos 48 años fue incluido en antologías de cuento en el país, en España, en el Uruguay y en Alemania y muchas las conferencias dictadas en universidades, sus traducciones al francés o al italiano y decenas de libros leídos para editoriales en España, concretamente en Barcelona donde vivió pocos años”.

Pero también Hugo Ruiz (“Chevechón), tuvo su vida bohemia y putañera. Le gustaban los deportes rudos como el boxeo y los gallos de pelea; como buen lector de Hemingway, quería llevar una vida paralela al escritor norteamericano como en ‘París era una fiesta’.

En una de sus noches de farra, fue invitado por el cabezón Ospina a la casa de Elvira; al cabo de algunos tragos, se fue a una habitación con su amiga de turno; al regresar al salón, notó que su amigo ya no  estaba y de inmediato presumió que lo había dejado ‘engargolado’ con la cuenta. Chevechón solo atinó a buscar una vía de escape para salirse del problema. Se paró en el borde de una de las ventanas del segundo piso de la edificación y se lanzó al vacío con tan mala suerte que cayó fuera del montículo de arena que era donde había calculado caer.

En la visita que le hizo el cabezón Ospina al hospital donde se recuperaba de la fractura de la pierna derecha, este le dijo que él antes de irse había pagado la cuenta, y Chevechón frotándose las manos en la cara dijo: “Maica, eso me pasa por gotereo”.          

*El ginecólogo*

Este era un prestante médico ginecólogo de la capital del Tolima. Tenía su vida secreta que exhibía tomándose dos o más tragos de los que traía encima en la barra del negocio, luego de saciar sus deseos sexuales yéndose con travesti a la cama.

La dueña del negocio decía que “quizá cansado de ver tanta cuca, no tenía otra alternativa que buscar a los muchachos para pasarla distinto con algo diferente a lo que todos los días examinaba”.

*El celular*

Según Anita, una propietaria de uno de estos negocios, años después contaba que la aparición de los celulares había sido uno de los motivos para que las casas de citas tradicionales desaparecieran.

“Ellas”, decía Anita, “cuando fueron utilizando los celulares, les suministraban el número a los clientes y estos las llamaban y las muchachas no tenían necesidad de hacer salón. Trabajaban menos y ganaban más, y obviamente los clientes ahorraban dinero y se divertían más”.

*El epilogo*

Este reencuentro con el pasado nos pone frente al mundo en el que nos tocó vivir, gozar, sufrir. En la que hemos apostado, hemos ganado y perdido. Y como en el poema ‘Canción de la vida profunda’ de Porfirio Barba Jacob:

“El hombre es una cosa vana, variable y ondeante...

Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,

como las leves briznas al viento y al azar.

Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe.

La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar”.

Y pensar que de aquel pasado, solo queda la ‘Casa de las Casadas’, donde no van las casadas precisamente, en pleno centro de la ciudad, a pocos metros de la clínica Tolima, y que ningún gobierno la ha podido retirar de allí. El último proceso fue una tutela que ganaron los propietarios del establecimiento alegando el derecho fundamental al trabajo.

La prostitución es bíblica. Y aunque todo pueda tener un principio y un fin, la putería es infinita.  

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