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Los menores y las redes sociales

Los menores y las redes sociales

Por: Edgardo Ramírez Polanía
Miembro de la Unión de Escritores de Colombia UNE


Las redes sociales transformaron el mundo con la velocidad global de las comunicaciones y permitieron a los individuos la transferencia de sus conocimientos e inquietudes desde cualquier lugar del mundo, a tal punto que las consideran una herramienta indispensable para la vida, en todo lo variado que se piense del progreso de la humanidad.

Es tal el poder de Internet, que los países dueños de la infraestructura como Google, Facebook o Amazon, con sus plataformas espaciales, no solo pueden orientar la opinión de la gente, sino suspender la red global de un país, con consecuencias catastróficas para su funcionamiento, tanto en las operaciones propias del sistema bancario como en las comerciales. Solamente poseen redes de Internet nacionales aisladas China, Rusia, EE. UU. con Arpanet mundial, Corea del Norte e Irán.

Sin ellas, no hubiese sido posible el progreso del mundo con los periódicos digitales, los programas de video, las conferencias y demás medios informativos para el bienestar de las sociedades. Pero han traído consigo dificultades por la falta de control de las diferentes páginas con contenido no apto para menores, que están causando problemas en su comportamiento.

Las redes sociales no tienen control, y un gran segmento de la población desvirtuó en parte su sentido original de difusión de la información, para convertirlas en instrumento de enfrentamientos verbales que se salen del cauce de la decencia, en la política y en las controversias sociales, con el uso de epítetos vulgares e improperios contra los opositores, cuando deberían ser medios de difusión cultural, recreativa y de información.

Los pedófilos de niños deambulan en las redes sociales, y las autoridades poco pueden hacer, por ser delitos con origen nacional e internacional. Los delitos son variados, desde la suplantación de identidad, el “ciberacoso”, la clonación de las tarjetas de crédito y la sustracción de dineros de las cuentas bancarias, mediante ingresos a través de llamadas telefónicas sospechosas.

Esas vertiginosas herramientas han sido, a su vez, trampas invisibles para los adolescentes. Allí los menores de edad no solo buscan información educativa, sino aprobación de su exhibición, que es una versión editada de sí mismos, y terminan comparándose con ideales inalcanzables. La gratificación digital erosiona su autoestima y confunde la valoración personal con la contabilidad efímera de “me gusta”. “Ya muchos jóvenes no quieren estudiar para trabajar en las redes sociales”, me decía un profesor de una universidad.

A través de los youtubers, influenciadores de TikTok, Facebook, Instagram y X o Twitter, el usuario de la red se convierte en seguidor de una persona para imitar lo que aquella hace y muestra que se debe hacer. Entre esas influencias, se le aconseja cómo vestir y peinarse para tener éxito y hasta cómo comer para la salud. El influenciador recibe un pago o comisión de la red por influir en el usuario de manera gloriosa, triste o deplorable, dentro del marco restringido de la intimidad, que, al desbordar las naturales fronteras, adquiere sus mínimas dimensiones y sus domésticas categorías.

Si a un padre le gustan las redes sociales y permanece en ellas, tiene el perfecto derecho de decir que le gustan. Si no le gustan, está en el derecho de declarar su aversión, y debe ser respetado. Hasta ahí no hay problema. Pero si el padre le entrega en obsequio a un menor un celular sin medir las consecuencias que esa actitud comporta, es evidente que la categoría de su juicio no es la mejor.

La sociedad contemporánea reclama madurez y mayor respeto en los hogares de parte de sus adolescentes, pero, simultáneamente, los expone a un océano de estímulos digitales que ni los adultos logran procesar con sensatez, por la velocidad con que los adolescentes crean formas de intercambiar sus mensajes y hasta personajes ficticios con otros reales, que distorsionan el sentido auténtico de la comunicación.

Esa contradicción genera en los padres un estado permanente de zozobra por los interrogantes del futuro que aguarda a sus hijos, en medio de la vorágine tecnológica que convierte en banal lo esencial de los valores y glorifica lo superfluo en la moda, los gustos y hasta en el modo de comunicarse y comportarse. Es decir, el cambio de la identidad y la cultura.

Más alarmante aún es el acceso ilimitado a contenidos perturbadores de pornografía, violencia o manipulaciones ejercidas con perversidad por adultos inescrupulosos. Ante la falta de orientación familiar, la red se convierte en un territorio hostil. Dejar a un adolescente solo frente a un dispositivo equivale a lanzarlo en medio de una ciudad peligrosa, sin orientación ni defensa.

La adolescencia constituye el umbral de la vida, la etapa en que la salud mental, física y emocional del futuro adulto se forma. Los procesos cognitivos, afectivos y conductuales están en plena transformación para sus decisiones. La exposición desmedida a contenidos digitales altera las prioridades, debilita la concentración, reduce destrezas y fomenta las adicciones.

El adolescente, por naturaleza, busca transgredir y escapar. En las redes encuentra un escenario propicio para la congregación y la evasión. Pero, sin el contrapeso de límites claros, esa búsqueda desemboca en soledad, acoso, dependencia y frustración, que expresa en rebeldía en su hogar. Es cuando los padres y maestros deben fijar límites claros en el uso de esas herramientas digitales, que son necesarias si se utilizan adecuadamente.

Los padres, algunas veces, son los responsables de ese desequilibrio informativo de los hijos, por cuanto son ellos quienes tienen el control de su formación y deben evitar la malsana costumbre de aparentar con la compra de celulares a los menores para emular con quienes los rodean.

La fascinación tecnológica, sin acompañamiento, deja de ser herramienta de estudio para convertirse en un peligro para los sentimientos y en una silenciosa manera de mostrar la vida superflua y rebelde, que genera serias preocupaciones en los padres que no pueden vigilar correctamente la formación de sus hijos, y causa en ellos estrés y preocupación.

Algunos padres impulsan a sus hijos menores a ser influenciadores en TikTok para que ayuden a la subsistencia del hogar, sin medir las consecuencias negativas en el hijo y en la sociedad. La misión de los adultos debe ser, en ese sentido, más compleja y responsable, acompañar, filtrar, dialogar y fijar reglas precisas. La familia, pese a los embates de la modernidad, sigue siendo el único refugio capaz de enseñar a distinguir lo que edifica de lo que destruye.

Se dirá que no se debe dar consejo a personas o agrupaciones en asuntos que competen a los hogares. El derecho potencial de quienes somos padres y abuelos se encuentra investido para participar en la percepción de los valores humanos, que a veces contrarían un gusto establecido, estratificado y convertido en costumbre, y en la necesidad de algunos seres de hacer lo que les convenga, cuando es mejor habitar en un mundo de certidumbres que en el de las dudas o en el de las verdades individuales.

Los menores de edad nos imponen un deber ineludible y es preservar su moral, sin anular la libertad y cultivar el pensamiento crítico frente al espejismo digital. En ese equilibrio se juega no solo la conducta de los jóvenes, sino la dignidad de la sociedad que debemos construir, no solo desde el carácter religioso, que no ha sido tan eficaz, sino creando mejores hábitos para perfeccionar el carácter de los individuos, que es una de las formas de la cultura que hacen mejores y más dignos a los ciudadanos.

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