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Un salesiano ejemplar

Un salesiano ejemplar

Por: Edgardo Ramírez Polanía


La educación es un instrumento de trabajo que une en su propósito a las generaciones y ha sido la columna vertebral en la preservación y transmisión del conocimiento.

Enseñar no consiste únicamente en depositar técnicas o habilidades en la mente de los jóvenes para que aprendan un oficio; educar es el arte superior de transmitir valores, de inculcar visiones del mundo, de modelar actitudes y modos de pensar.

El nacimiento de la escuela, como espacio institucionalizado del saber, fue inseparable de la invención de la escritura, ese prodigio humano que permitió que las ideas trascendieran a través de los siglos, con los textos que transmitieron las obras artísticas y literarias, con la educación que se multiplicó hasta alcanzar la hondura y complejidad de la investigación.

Más no bastó la sola escritura para que emergiera la educación moderna; debieron transcurrir mil quinientos años de Edad Media y sobrevenir en Europa, el Renacimiento, que quebró las ataduras de la rígida escolástica medieval, rescató la herencia grecolatina y abrió los cauces del humanismo que se instaló en este lugar del mundo con la tradición y la fe cristiana que impuso la educación en los colegios religiosos

En ese horizonte histórico y espiritual surge la figura singular del sacerdote salesiano Isaías Guerrero, quien supo encarnar en su obra pedagógica la grandeza de un legado que no sólo formaba oficios, sino que también forjaba almas. Fue el Cardenal Aníbal Muñoz Duque, quien lo solicitó en comisión a la institución salesiana donde se encontraba, porque había sido fundador del Instituto Tecnológico de Bucaramanga y director y fundador del Centro Don Bosco de Bogotá, para que adelantara la obra educativa que quiso el Papa Pablo VI en Colombia para los niños necesitados. Una obra que debía autofinanciarse y prestar gratuitamente la enseñanza, como un verdadero modelo de Iglesia que no debía limitarse únicamente a predicar la fe cristiana. Así nació el Instituto San Pablo Apóstol, ISPA.

Lo visité hace algunos años en el ISPA, cuando ejercí un alto cargo en el Ministerio de Educación, porque estaba adelantando obras y prestando servicios a los humildes del sur de Bogotá, incluyendo al barrio Jerusalén de Ciudad Bolívar, donde fundó otro colegio y una iglesia con ayuda de sus alumnos de ese sector, en el que las desigualdades sociales son más ásperas y la juventud más vulnerable al abandono y al delito cuando no se tienen los conocimientos para la subsistencia.

Sin recursos propios, armado únicamente con sus altos valores cristianos y con una voluntad inquebrantable, tocaba incansablemente las puertas de algunas instituciones solidarias. De esa forma edificó un proyecto educativo gratuito San Pablo Apóstol, que ayudó a centenares de jóvenes, algunos de los cuales llegaron a estudiar con becas en universidades extranjeras como Cambridge.

Miles de bachilleres y técnicos en mecánica, industrias gráficas y artes plásticas realizaron trabajos para Ecopetrol, el Acueducto de Bogotá, Libros & Libros y diversas editoriales. El mismo SENA, al cual el suscrito le elaboró su manual de Control Interno, celebró convenios con el ISPA por la calidad de sus labores. Sus exalumnos se han destacado tanto a nivel nacional como internacional, porque su visión no se limitó al bachillerato académico; en aquellas aulas levantadas con sacrificio y constancia, los estudiantes aprendieron a encontrar un horizonte más amplio, cultivando artes nobles y oficios que dignificaban.

La música, la mecánica, las artes gráficas y el diseño, entre otras disciplinas, se convirtieron en instrumentos para ampliar el mundo de sus alumnos, descubrir talentos ocultos, desarrollar capacidades creativas y abrirles la posibilidad de un futuro distinto al que la calle les tenía reservado en forma de exclusión e ignorancia y por eso el ISPA ocupó el puesto 11 a nivel nacional en esa formación básica y técnica.

El legado del sacerdote Guerrero, era la obra silenciosa y constante de quien entiende que educar es rescatar, que enseñar es liberar, y que un verdadero maestro no se mide por los conocimientos, ni por los exámenes que hace perder, sino por los valores que siembra en los corazones de los jóvenes como semillas de dignidad y esperanza y el ejemplo que da en su comportamiento de vida.

Hace poco, visité el ISPA, para imprimir un nuevo libro y al preguntar por su director el eminente Salesiano Isaías Guerrero, fui informado que había sido relegado de su dirección no obstante su vida impoluta. Me dijeron que la nueva junta directiva del ISPA, había vendido los talleres alemanes y japoneses. No me acerqué a las grandes construcciones, porque el ambiente estaba teñido de tristeza y abandono de las inmensas obras sociales. Por eso no cesan las preguntas que las gentes humildes y excluidas formulan al Cardenal de Bogotá, Luis José Rueda Aparicio:


¿Por qué relegaron al salesiano Isaías Guerrero?. ¿Por qué cerraron los talleres para la educación de los niños humildes?. ¿Acaso la misión de la obra en nombre de Cristo no consiste en ayudar a los débiles y desafortunados?. Para esas preguntas a las directivas eclesiásticas puede haber muchas explicaciones, pero pocas justificaciones.


Hablar del sacerdote Isaías Guerrero es reconocer que todavía existen hombres cuya existencia se convierte en testimonio de lo verdadero. Su obra no está escrita en los mármoles de los palacios ni en las memorias oficiales, sino en las vidas transformadas de los jóvenes del sur de Bogotá, quienes, gracias a su mano firme y a su corazón abierto, encontraron un camino distinto al del olvido social.

Sin embargo, en esa institución ya mermada por cambios inútiles y errores de las jerarquías eclesiásticas de Bogotá, el futuro de los niños y de los jóvenes quedará en lo incierto, que no es la forma de educar ni orientar la formación de la juventud hacia una vida mejor.

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