Columnistas
El Festival de la literatura en el Tolima
Por: Edgardo Ramírez Polanía
El filósofo Auguste Comte, quien reposa en su tumba inmensa y descuidada cercana a la del rockero Jim Morrison ornada de flores en el cementerio Père-Lachaise, sostenía que la transmisión del conocimiento constituye un acto de continuidad histórica y social de cada generación que se sostiene en las conquistas intelectuales de la anterior, pero al recibirlas las transforma y las obliga a renacer en nuevas formas o características.
Por esa razón, los escritores del siglo XIX fueron, en gran medida, herederos espirituales de Renán y Anatole France, que hallaron en ellos una guía hacia un escepticismo formal, cómodo, casi superficial, que apenas acariciaba los contornos de los sentimientos. Podría reprochárseles esa tibieza en la profundidad del alma, pero lo cierto es que contribuyeron a cimentar la noción burguesa de la existencia, esa tranquilidad que aparenta equilibrio y solo se ve alterada por pequeñas perturbaciones de orden moral.
La generación posterior de Proust, Dickens, y Poe, vinieron a demoler con sutileza esa arquitectura moral. De su mano, Faulkner, Hemingway, Borges y García Márquez levantaron un mensaje más severo con una literatura que interpreta las relaciones humanas desde la conciencia desgarrada, no desde la comodidad de los salones. Faulkner lo dejó dicho con claridad brutal: “Nuestra tragedia hoy es el miedo físico y universal, sostenido por tanto tiempo que incluso podemos sopesar”. Y ese miedo, expresado en la técnica del flujo de conciencia, hace que la mente se despliegue con la misma incoherencia y verdad de la vida misma, revelando la hondura del ser y no su apariencia.
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En Proust, se abre un camino donde realidad, observación y pensamiento se funden en un solo tejido narrativo. Su obra explora la existencia interior del individuo, narrada bajo los sentimientos, el amor y el desengaño. Es la demostración de que toda literatura auténtica no es solo invención estética, sino espejo de conciencia, y crítica del alma social.
Aquellos hombres les señalaron el camino literario en algunas formas, a un selecto grupo de escritores colombianos encabezados por William Ospina, Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo, Piedad Bonet y Mario Mendoza, para que escribieran sus obras que serán comentadas en el Festival del Libro del Tolima, que se llevará cabo el próximo 6 de noviembre, organizado por Pijao Editores y la Gobernación del Departamento del Tolima, como lo señaló El Cronista.co.
Pero ese acto literario no obedece al hecho circunstancial de una reunión de escritores, sino al análisis de las narraciones de los invitados a ese certamen. Un ejemplo son las obras de Carlos Orlando Pardo, una especie de reiteración deliciosa de las expresiones de su espíritu. Desde El último sueño, El día menos pensado, El beso del francés hasta Las otras vidas de mi hermana Gloria, o en las páginas memoriosas que evocan a su hermano Jorge Eliécer Pardo en El pianista que llegó de Hamburgo, El jardín de las Weismann, podría levantarse una tabla de valores estéticos, morales y pasionales que atraviesan su escritura.
Pero Carlos Orlando Pardo no se diluye en lo efímero. Su mensaje categórico es que la única norma para mantener los valores en las relaciones humanas y expresarlos para fines sociales, es la relatividad sicológica y moral vertida en la escritura y por eso lleva 50 años escribiendo e impulsando la editorial Pijao que ha publicado 800 títulos.
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La literatura de los hermanos Pardo se alza como un edificio de memoria, donde la ternura convive con el dolor y la pasión con el desencanto. En El beso del francés se entreteje la nostalgia europea con la vida provinciana; en El pianista que llegó de Hamburgo la música se transforma en lenguaje secreto de la soledad; en El jardín de las Weismann la historia y el amor se fecundan en las ruinas del recuerdo en su tierra natal; e Irene se convierte en un canto a la fragilidad del instante.
La fuerza de los Pardo Rodríguez reside en haber hecho de la novela un espejo del alma colectiva colombiana. En sus obras se encuentran tanto las huellas íntimas como las cicatrices de un país que siempre ha oscilado entre la violencia y el ensueño. Sus páginas, más que ficciones, son estaciones de un viaje humano que se nos revela una verdad insoslayable, que la vida no es otra cosa que la aceptación serena de su transitoriedad, la donosura de su inestabilidad y la belleza luminosa de su perpetuo cambio que nos hace soñar y que es una manera desde luego admisible para vivir.
Con anticipación les damos una cordial bienvenida a este excelente grupo de escritores al Festival del Libro en el Tolima, el cual servirá de ejemplo a la juventud para que crean en la literatura como un camino ideal para pensar y decidir con mayor lucidez sus actos humanos.
Porque la influencia de la literatura en los individuos es benéfica para que se conozcan mejor, para que puedan ver claro o entrever siquiera el caos que los rodea. En el análisis, en la discriminación de los sentimientos, en la audaz y tremenda exploración de los instintos y ofrecer un poco de la honda verdad a las soterradas pasiones que nos consumen y que es necesario hacer de lado para que exista un normal funcionamiento de la sociedad.
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