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Opinión

La impronta del diablo en la mitología del progreso

La impronta del diablo en la mitología del progreso

«¡Oh, Satán, el infierno es demasiado dulce!»

Poderosa metáfora, la del demonio. Durante siglos sirvió a los defensores del status quo para designar todo lo socio-políticamente perturbador, para señalar los motivos de la inquietud en la cultura, de la alarma en la ciénaga de la civilización. Asociado al pretendido horror de lo diabólico, a la supuesta malignidad de los seres poseídos por Satán, se desarrolló el muy manifiesto horror de la tortura y la muerte administradas. Desplegar sobre los insumisos o los meramente revoltosos el terrible poder adjetivador de lo demoníaco se convirtió en la antesala del encierro, del suplicio y de la ejecución. A nadie se le ocurriría, entonces, exhibir símbolos o índices de lo satánico para forjar una identidad o un orgullo de fracción disidente, disconforme, transformadora...

Pero pareciera que el demonio cambió de bando... Hasta la Modernidad, y en especial bajo la Edad Media, se ubicó al lado de los oprimidos, de los explotados, de los perseguidos, de los insurrectos, de los libertarios y de los libertinos... En el bando de los de abajo y del descontento, entre los marginados y los marginales, se hallaban las brujas, los aquelarres, los pactos diabólicos... Desde la Modernidad, y particularmente en la Edad Contemporánea, el Demonio, podría decirse, «toma el poder».

Carrión Castro nos muestra la índole demoníaca, siniestra, horrorosa, de los proclamados altos valores de la civilización occidental y de su mística del Progreso; revela cómo todo el campo de lo socio-histórico, desde la economía capitalista a la cultura burguesa, pasando por la política democrática, se fue inficionando de infierno, de azufre, de tinieblas, de submundo. Y el diablo, encumbrado, gobernará de hecho, sancionará leyes, dictará sentencias, dirigirá empresas, inspirará la pluma de los pedagogos, como anotó Baudelaire, regirá universidades... Cuando ya nadie persigue al Demonio, porque su partido es ahora precisamente el de los perseguidores; cuando lo satánico deviene al fin «civilidad» y «organización», surgirán gentes gustosas de cobijar su contestación, su desacuerdo, bajo simbologías diabólicas, convirtiendo a Satán o a las brujas en iconos de la resistencia...

«Pareciera que el demonio cambió de bando», decíamos. Porque, en sus desarrollos finales, la indagadora obra de Carrión Castro sugiere que no fue exactamente así, que Lucifer no pasó sin más de abajo a arriba, del margen al centro, de la anti-política a la política... Julio César Carrión, extrañado amigo que durante tanto tiempo dirigiera el Centro Cultural de la Universidad del Tolima, en Colombia, en los últimos capítulos de su ensayo casi llega a sostener algo profundamente desestabilizador, estrictamente conmocionante, difícil de admitir en los conventillos paralizados y paralizantes de la vieja razón política europea, esa racionalidad política añosa, y aún así hegemónica, que nos encerró en la comedia bufa de las urnas y en el sopor indescriptible de las protestas domesticadas: acaso ya no haya «bandos», quizás ya no existan poderes infernales que sojuzgan mediante el terror a unas poblaciones acunadas en la inocencia...

El diablo, que es una ficción perfectamente determinada en sus rasgos caracteriológicos y en sus modos de obrar, se parece demasiado al sujeto civilizado de las sociedades democráticas occidentales: las gentes de esta formación social, expansiva y exterminista, hallan en él su metáfora de excepción y su retrato más fidedigno. Una metáfora que es nuestro retrato... 

Si el fascismo clásico, alemán e italiano, expresando la verdad de la cultura occidental, señala la cima del horror histórico; si el llamado «principio de Auschwitz» se ha extendido por las lógicas de tantas instituciones privadas y públicas, es porque, de algún modo, aquella modalidad de gestión del espacio social y esta metodología  de la aniquilación de la diferencia contaron con la aprobación de las gentes «normales», «corrientes», de las personas como nosotros. El aliento de la ciudadanía es ya el del diablo, lo demoníaco nos constituye, nuestra voluntad y nuestro deseo son instancias infernantes...

Títulos como «Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto», de Daniel Goldhagen, o «Aquellos hombres grises», de Christopher Browning, lo sugerían desde hace tiempo. También se desprendía de los estudios de Hanna Arendt sobre «la banalidad del mal» y de las palabras adoloridas y abrumadoras de Primo Levi a propósito de los carceleros de Auschwitz, que identificó, no como monstruos, sino como meros funcionarios: «Seres humanos medios, medianamente inteligentes, medianamente malvados; salvo excepciones, no eran monstruos, tenían nuestro mismo rostro».

Que las ciudadanías de las sociedades democráticas occidentales aparezcan hoy como agentes fundamentales de la reproducción del demofascismo bienestarista; que el Sistema capitalista, etnocida y ecodestructor, se haya encarnado en nosotros, se haya hecho cuerpo, sangre, disposición de la subjetividad, naturaleza de nuestros nervios; que nuestras vidas hayan sido sistematizadas por completo, de arriba a abajo y de lado a lado; que el productivismo y el consumismo, reglando cada jornada, organizando todas las horas del día, acaricien nuestros sueños con el mimo de una madre loca, es como decir que el demonio somos todos, que el infierno es donde estamos, que los anhelos de las gentes, sus más caros deseos y sus más firmes propósitos, están hechos de la materia del diablo... 

Mera metáfora, puesto que no existen ni Dios ni el Diablo. Pero es para decir, de otra forma, en qué nos convirtieron el progreso histórico de la Razón, el triunfo progresivo de la Ciencia y de la Técnica, la civilización secular de las costumbres, la entronización planetaria del Humanismo, la alfabetización y escolarización universales, el crecimiento «global» de la economía... Nos erigieron en seres capaces del horror, aptos para reanudar y profundizar sin temblor el principio de Auschwitz; seres, por tanto, insuperablemente dignos de temer.

«¡Oh, Satán, el Infierno es demasiado dulce!», gritó Eskorbuto en una canción...

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