Columnistas
Historia: ¿Arte, mito, ciencia o manipulación oportunista?
Por: Julio César Carrión
Tergiversar los hechos históricos o llamar mitológicos todos aquellos acontecimientos que no se acoplan a nuestros intereses políticos o personales, no es potestativo de individuos zafios o ignorantes (como esa risible parlamentaria del llamado “Centro Democrático”, María Fernanda Cabal) ni de grotescos personajes, fieles seguidores del fascismo criollo que representó en su momento Laureano Gómez Castro (como el estrafalario procurador destituido Alejandro Ordoñez). No. La confusión o falta de claridad acerca de la historia, tiene profundas raíces, culturales, políticas, sociales... No es un simple asunto de desinformación, desconocimiento o de astuto y coyuntural oportunismo politiquero.
Para empezar debemos entender que La Historia, fue inicialmente considerada como una expresión estética adscrita a la literatura, tanto así que, precisamente, en la mitología clásica griega se nombró a Clío (una de las nueve musas hijas de Zeus y Mnemósine -personificación de la memoria-) como la protectora e inspiradora de la historia, de la epopeya y en general de la poesía épica. Esa condición de establecer La Historia como arte, pero simultáneamente aceptar que ésta pretenda una explicación objetiva de los hechos y acontecimientos, ha generado esa situación ambigua, difícil de comprender, no sólo en personajes tan insignificantes y anodinos, como los mencionados, sino, incluso, entre los cultores de esta disciplina. Hay, pues algo incierto, oscuro, una especie de sensación de vacío en el manejo de La Historia. Se trata de esa “carencia de objetividad” que algunos le señalan -no sólo a la Historia, sino en general a las llamadas Ciencias Sociales- que ha conducido a sostener un sinnúmero de confrontaciones y batallas contra las más diversas concepciones de la historia, con el propósito de que finalmente se la considere una disciplina rigurosa y seria, incluso como un saber científico, para que no caiga en la desvergonzada manipulación que muchos pretenden.
Ya desde el año de 1874 advertía Friedrich Nietzsche en su II Intempestiva, “Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida” que, “...la vida necesita el servicio de la historia... En un triple sentido pertenece la historia al ser vivo: le pertenece como alguien que necesita actuar y esforzarse, como alguien que necesita conservar y venerar, y, finalmente, como alguien que sufre y necesita liberarse. A esta trinidad de relaciones corresponden tres maneras de abordar la historia. Así se distinguirá una historia monumental, una anticuaria y una crítica...”
Para quienes promueven la historia monumental, sólo pervive lo grande, y esa grandeza es lo que les representa. Los cultores de esta tesis tienen la consideración de ocuparse exclusivamente de lo que asumen como “clásico”, de lo “infrecuente de tiempos anteriores simplemente: extrae de ella la idea de que lo grande alguna vez existió, que, en cualquier caso, fue posible...” y todo lo que se requiere es la voluntad de algunos “grandes hombres”, para reactualizar ese pasado glorioso. Y, afirma Nietzsche:“ Mientras el alma de la historiografía resida en las grandes iniciativas que un hombre poderoso puede extraer de ella, mientras el pasado tenga que ser descrito como algo digno de ser imitado, como imitable y posible por segunda vez, corre, ciertamente, el peligro de ser torcido un poco, de ser embellecido y así aproximado a la libre invención; incluso hay tiempos que no son capaces de distinguir entre un pasado monumental y una ficción mítica, porque de un modo u otro pueden ser deducidos los mismos impulsos”. Estas personas disfrazan su mediocridad e incompetencia atribuyéndose legítimos herederos de los grandes y poderosos de antaño, dando a entender que ellos son sus continuadores.
La concepción anticuaria de la historia, reconoce una especie de carácter venerable a lo viejo. Dice Nietzsche: “La historia anticuaria únicamente es capaz y entiende de conservar la vida, pero no de engendrarla. Por esta razón, subestima siempre lo que es cambiante, porque ella carece completamente de instinto para esto a diferencia de la historia monumental, por ejemplo. De este modo no hace sino obstaculizar ese impulso poderoso hacia lo nuevo...”. Y establece a continuación que: “Es menester que el hombre, para poder vivir, tenga la fuerza de destruir y liberarse del pasado, así como que pueda emplear dicha fuerza de vez en cuando. Esto lo consigue llevando el pasado a juicio, instruyendo su caso de manera dolorosa, para, finalmente, condenarlo, ya que todo pasado es digno de ser condenado, pues así acontece en las cosas del hombre, siempre envueltas en las fuerzas y debilidades humanas...”.
La Historia en esa visión del anticuario, se reduce a la simple colección de recuerdos y memorias, en vivir de la tradición y del pasado, imposibilitando las perspectivas críticas y, claro, todo proceso de cambio, toda “voluntad de futuro”. Menos mal, asevera Nietzsche, existe la opción del olvido, éste opera, en lo fundamental, evitando el anquilosamiento en el pasado, impidiendo que el pasado destruya la fuerza plástica, la vitalidad de una cultura. Frente a la historia monumental que hace que “los muertos entierren a los vivos” y a la historia del anticuario que momifica la energía vital, es indispensable sostener un historicismo crítico que disuelva y quiebre el peso del pasado para poder vivir, para poder construir un porvenir, como perentoria tarea humana, no de dioses, ni de inciertas escatologías y milagrerías.
Ha sido esa estúpida veneración hacia el pasado, toda esa “fe en la historia”, y la perseverante convicción de que el presente es el resultado de las “grandes obras” realizadas por “grandes hombres”, lo que ha llevado a la detallada configuración de muchas utopías, a la elaboración del “principio esperanza”, a la paradoja ilusionista del “progreso”, que nos hace ver la historia como una continuidad evolutiva, perfectible, que va de lo inferior a lo superior, -mítica convicción que por mucho tiempo ha acompañado a la civilización occidental y cristiana, tercamente propensa a la búsqueda del paraíso perdido-. Pero ahora no solo se propone desde la nostalgia y la añoranza por un pretérito irrecuperable, como había sido fijado en los primitivos planteamientos judeo-cristianos, sino que se sustenta en sueños e ilusiones de “un futuro mejor”.
En el fondo de estas nociones se encuentra una falsa “explicación” de la historia; el encubrimiento de los procesos de opresión, explotación, dominio, esclavitud, abuso, engaño, marginalidad y exclusión de los vencidos y humillados. Acomodaticio razonamiento que se basa en el providencialismo -la más antigua (e ingenua) concepción de los procesos históricos-; identidad entre la teología y la historia que asevera que existe en el devenir humano, un ininterrumpido desplazamiento de los grupos humanos hacia la perfección y “el progreso”. Para los intereses de las clases dominantes ha sido muy importante difundir entre los sectores populares, la creencia de que existe una especie de plan divino en el cotidiano acontecer, y que sus particulares acciones, comportamientos e ideologías, dan fe del cabal cumplimiento de dicho proyecto providencial y, entonces, con sus narraciones heroicas, con sus caudillos, grandes hombres y “padres de la patria”, establecen la validez y la perpetuación del llamado “ordenamiento institucional” del presente; haciendo de la historia (patria) una historia (sagrada), una narración de acontecimientos irrepetibles, de hechos heroicos, de hombres especiales, en fin, una hagiografía.
La construcción de la historia como un saber riguroso ha tenido un largo camino no exento de choques y contiendas, particularmente contra el providencialismo y, luego, contra el positivismo historicista liberal, que definiría el quehacer de los historiadores como una simple recolección de datos, de información erudita, que debían manejar desde una presunta imparcialidad, o “neutralidad valorativa”, tratarlos con “objetividad”, para presentarlos luego en una historiografía oficial, como certezas ideológicas incuestionables, aceptando asimismo el pretendido proceso evolucionista (o “dialéctico”) hacia el “progreso”, hacia la realización plena de la “democracia” que se personifica y representa, por supuesto, en los Estados demoliberales, en las “democracias” occidentales.
Las tesis marxistas respecto de las estructuras sociales y la lucha de clases, así como los planteamientos de los grandes historiadores franceses, Marc Bloch y Lucien Febvre -fundadores de la Escuela de los Annales-, no en vano han dado múltiples “Combates por la Historia”, queriendo acercarse a la idea de una historiografía radical, que analice los momentos, las dimensiones y los ritmos de los acontecimientos y de los cambios económicos, sociales y culturales, marcando la diferencia con esas dos corrientes aparentemente opuestas, pero complementarias y sustentadas en la causalidad y la escatología. Combates no sólo contra las corrientes idealistas y providencialistas de la historia, de enorme peso en el pensamiento contemporáneo, que, siguiendo a Hegel, buscan mostrar la historia como una gradual realización del espíritu, de la razón, de los “planes divinos”... sino que, también se contraponen al pensamiento positivista, de estirpe europeizante y cientista, pero también reduccionista. Como dijera Ciro Flamarión Santana Cardoso: “Las certezas e ideologías heredadas de la era del liberalismo están seriamente debilitadas o fueron ya descartadas ¿Qué sentido puede conservar, en tal contexto, una historia eminentemente político-institucional puesta al servicio de la gloria del Estado-nación?”.
Existe hoy entre los grupos que ejercen la hegemonía política y cultural, ese orgulloso pensamiento positivista que, partiendo de la supuesta objetividad de las ciencias fácticas y las tecnologías, pretende aplicar el mismo rasero “objetivista” a los hechos históricos en la consideración de que el presente constituye la exitosa culminación de la Historia, el incuestionable triunfo de las relaciones sociales y del modo de producción que ellos representan y defienden. Entonces, para tratar de mostrar esa “certidumbre”, esa “victoria”, esa marcha triunfal, recurren a las más absurdas acciones de manipulación y acomodamiento: al negacionismo de los hechos y acontecimientos que pudieran parecer contrarios u ofensivos a la visión unilateral que presentan como historiografía oficial, a negar la heterogeneidad de los procesos históricos y finalmente a silenciar a los opositores y contradictores de sus acomodadas tesis.
Como lo precisara el maestro Estanislao Zuleta: “Cuando se trata de realidades sociales y económicas (se) pretende conservar la misma actitud y produce una sociología y una economía en las cuales la descripción horizontal y la cuantificación han reemplazado las exigencias de comprender y explicar, y con el orgulloso pretexto de haber cambiado las vagas especulaciones filosóficas por la estadística, se abandona en realidad la crítica y la historia en la consideración de los hechos humanos. El criterio tecnicista tiende a desconocer la dimensión histórica de los fenómenos porque en el campo de su inspiración, y donde ha probado su extraordinaria eficacia, esta dimensión es verdaderamente secundaria...”.
Pero es peor aún; más allá de esa equivocada percepción de la historia, están los oscuros intereses de los detentadores del poder, de los explotadores, que hacen todo lo posible por preservar ese poder, ya sea difundiendo ideas mesiánicas acerca de un destino manifiesto que ellos encarnan, o dictaminando que se ha llegado a la realización plena de la historia, al fin de la historia. Proyecto que en el imaginario de los grupos hegemónicos, se considera realizado gracias no solo al uso de unas ciencias y tecnologías exitosas, puestas al servicio de la continuidad de esas relaciones de explotación y de dominio que los sostienen, y que ahora les permite teorizar cínicamente acerca de “el fin de la historia”.
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