Columnistas
Aroma de mujer
Por: Juan Camilo Arévalo
Hace poco, escuchando conversaciones ajenas de transporte público, conocí un caso local de violencia intrafamiliar en el que un hijo privilegiado por su madre y su hermana mayor, agredía verbalmente a sus seres queridos. Los torturaba a través de amenazas sobre posibles agresiones físicas y condicionaban sus comportamientos de acuerdo a su voluntad si manifestaban alguna intención de poner fin al abuso. De la conversación, me llamó bastante la atención escuchar que el abusador había manifestado que su parte favorita de llegar a casa era “el olor a miedo” que según él, emanaba de su madre.
Días atrás, hablé de las retóricas de inclusión presentes en una ciudad de Ibagué que se niega a trascender el binomio discursivo de “los hombres y las mujeres” para adoptar políticas diferenciales de respeto, equidad y reconocimiento de las formas no hegémonicas de existencia. Pues bien, en esta ocasión quisiera enfocarme en las implicaciones de ser mujer (o de asemejarse a una) y en el vínculo entre coerción y sumisión, intrínseco de las relaciones sociales acumuladas que se dan entre “los hombres y las mujeres” y que han naturalizado el miedo como un sentimiento propio de constituirse mujer.
El Concejo de Bogotá recientemente aprobó un proyecto de Acuerdo “Por medio del cual se promueven acciones afirmativas para la seguridad de las mujeres en Transmilenio” que busca instaurar el uso preferencial de las sillas rojas de los articulados por parte de las “mujeres” como medida de “protección” a las mismas. Este tipo de medidas, más allá de garantizar la equidad y la vindicación de los derechos de las mujeres, insiste en hacer infranqueable la frontera que culturalmente ha separado a hombres y mujeres. Un acto demicro-machismo que ejerciendo un poder de representación, crea una narración ficcional de la mujer como “el sexo débil” y perpetúa imaginarios de género erróneos como vehículo de legitimación. Un Apartheid sexual al interior de Transmilenio.
A diferencia del Apartheid sudafricano, la opresión sobre la mujer resulta ser un juego inverso pues si bien parte de la sumisión, la negación del privilegio patriarcal y de una misoginia estructural, la disfraza mediante la exaltación en voz alta del rol que ha construido para ella, idealizándola, silenciándola, quitándole su carácter de sujeto y convirtiéndola en un objeto al serviciode la mirada masculina que legítima o invalida en la medida en que se acerque o se aleje de los parámetros que ha diseñado para ella.
Incluso al interior de la comunidad LGBTIQ existen réplicas de este tipo de acciones machistas y que se reproducen mediante la asignación de categorías o rangos a quienes escapan de la normalidad que caracteriza a los “buenos ciudadanos” (blancos y heterosexuales de clase media-alta) y que se definen ideológicamente en base al grado de virilidad y aceptación del patriarcado presente en los roles que decidimos desempeñar. De esta forma encontramos al gay blanco de apariencia heterosexual en la cúspide de la pirámide de opresión y abyección de los cuerpos signados de acuerdo al imaginario cultural de lo femenino, mientras las mujeres trasngénero, queers e intersexuales se ubican en el fondo, soportando el peso esta estructura de opresión ya que su existencia constituye un rechazo al modelo patriarcal de identidad.
Es así como cada 19 de marzo nos topamos con centenares de rosas rojas, porque claro, su belleza solo es comparable con la de la mujer. El resto del año en lugar de rosas, tenemos miles de niñas y mujeres asfixiadas por la masculinización de la esfera pública: mujeres obligadas a cambiarse de acera para evitar ser acosadas, que son asesinadas, violadas y señaladas por su indumentaria, que deben asumirse objeto de deseo y recibir cumplidos o bebidas para evitar reacciones violentas de extraños amparados en su ebriedad. Mujeres que deben recurrir a la ilegalidad porque esos, quienes las llenaron de rosas y sillas rojas decidieron legislar y decidir sobre sus propios cuerpos para que no se alejen del ideal. Tampoco podemos olvidar a las mujeres que ya no tienen miedo, esas que se enfrentan a las dinámicas del patriarcado y cuyas apuestas emancipatorias han sido silenciadas y reducidas mediante del uso de un desafortunado juego de palabras que las pone al nivel de una ideología fascista…
Pero bueno, lo importante es que son bellas y viajarán sentadas.
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