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Opinión

¿Polarización o estupidez?

¿Polarización o estupidez?

Por: Carlos Pardo Viña

Escritor y periodista


La polarización a veces se confunde con la pasión política cuando en realidad es apenas una de las formas civilizadas de la ignorancia, del fanatismo sin autoconsciencia que convierte el desacuerdo en ofensa y la discrepancia en amenaza. Es la estupidez vestida de una convicción que renuncia a pensar y que se disfraza de certeza moral porque en las tierras del Sagrado Corazón, cada uno es el soberano dueño de la verdad y la justicia. No es la primera vez que vivimos el fenómeno en Colombia.

En los años cuarenta, el país parecía debatirse entre la ilusión del cambio y el peso de su propio pasado. En las plazas y cafés, los discursos de Jorge Eliécer Gaitán inflamaban a un pueblo cansado de la desigualdad, que veía en aquel abogado de voz ronca al redentor posible de una república partida entre azules y rojos. Según Herbert Braun (1987), “la palabra de Gaitán era una puerta abierta a los desposeídos, pero una amenaza para quienes habían heredado la nación como patrimonio”.

Aquella polarización no era una abstracción ideológica: se filtraba en las sobremesas y en los bautizos, en las cartas familiares donde se colaban frases como “prefiero un muerto en casa que un liberal en la mesa”. En los pueblos del Tolima y Santander, el rumor de un mitin bastaba para dividir la calle: de un lado los gaitanistas; del otro, los conservadores que temían la “invasión de la chusma”. Era un país que se miraba en el espejo y ya no se reconocía.

La tarde del 9 de abril de 1948, un disparo en la Carrera Séptima de Bogotá quebró no solo el cuerpo de Gaitán, sino el último hilo de cordura que sostenía al país. El Tiempo tituló esa noche: “El doctor Gaitán ha sido asesinado; la ciudad arde”. Lo que siguió fue un estallido que ningún partido pudo controlar: edificios en llamas, tranvías volcados, cadáveres en las aceras, y una sensación de traición colectiva. El Centro Nacional de Memoria Histórica ha documentado que ese día “se inauguró una etapa de violencia sostenida, que extendió la lógica del enemigo político a la vida doméstica”.

En las veredas, los vecinos comenzaron a preguntarse a quién habían votado; en las ciudades, los viejos amigos cambiaban de acera. La política había dejado de ser un asunto de ideas para convertirse en el motor del odio.

Los años siguientes fueron un éxodo de cuerpos y silencios. “La Violencia”, como la nombró la historia con mayúscula, desangró los campos, separó familias y convirtió las conversaciones en delaciones.. Los mismos patios donde antes se jugaba dominó y parqués se llenaron de sospecha: un hermano que militaba en el liberalismo se escondía del cuñado que patrullaba con los pájaros. Testimonios recogidos por el CNMH narran escenas donde “las madres lloraban sin saber de qué lado estaba el hijo que disparaba”.

Poco ha cambiado desde entonces. La dichosa polarización sigue en las calles como desde hace 65 años. Hoy, los amigos vuelven a insultarse por que van a votar por Abelardo o por Iván. Los que se ufanan de llamarse demócratas, poco aceptan las ideas del otro. Este país, heredero de la violencia política, no fue capaz de construir otra manera de hacer política más allá de sus vísceras. Es claro que la política es pasional, pero llegar a insultar a los amigos, a los hermanos, a las familias porque no se piensa como el uno o el otro, no es más que una vulgar repetición de una historia que sólo ha traído odio y muertos. Polarización, mis polainas… estupidez. Pura estupidez.

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