Opinión

Lo que no se dice

Lo que no se dice

Por: Luis Orlando Ávila Hernández

Por casualidad escuché por la Voz del Tolima fragmentos editados de una reciente entrevista audiovisual a un localmente multipremiado artista plástico tolimense (hijo de un otrora denodado político e historiador que actuó como pacificador durante los diálogos con el antiguo M-19), quien en una ceremonia institucional más – de esas que se dan como en botica al arte y a la literatura local sin más objetivo que el redito político y de paso la manutención de cierta elite de la burocracia cultural estatal – sentenció que el artista no lo es por lo que este diga, sino por sus destacadas apariciones en los medios modernos o en las salas o galerías.  Ahí todo bien, para el premiado y para las elites burocráticas que le acompañaban, que igual comparten su amanuense no decir. 

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Tienen toda la razón.  Pero – siempre hay un pero – la historia del pensamiento y del arte mismo, le lleva la contraria al prominente premiado y a sus silentes burócratas.

Prueba de ello, un poco reciente, nuestra Débora Arango y sus desnudos – que en los plenos años del parto de mula de la hoy derecha paramilitar y clerical – cuando entonces la mujer solo era para la cama, el rezo y la cocina, y al decir de Boogie El Aceitoso, mucho mejor si la primera estaba dentro de la tercera, expresión trasmutada en dibujos críticos hacia nuestro patológico patriarcado, por el señor Fontanarrosa, quien no solo dijo y habló, sino que también hizo arte militante en contra de los poderes. Que, al fin y al cabo, es contra quien el artista dirige su discurso, arenga u obra.

Otro más solo ayer, en 2007, otra paisana (porque en esta cuna y kindergarten de la ultraderecha latinoamericana, desafortunadamente todos somos paisanos), Doris Salcedo sin decir, dijo.  La excluyente galería británica Tate, le permitió instalar su Shibboleth para agrietar no solo su piso, sino el de todo el establishment europeo, donde como viéramos primero en Colombia desde la guerra de los mil días y después a las puertas de Grecia, hace menos de un lustro: el odio y la discriminación como arma de los poderosos, para el despojo, la inmisericordia y el desplazamiento.

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Y así pudiéramos seguir largamente, como la de los miles de desnudos masculinos (efebos y mancebos) que se esculpieron o pintaron por artistas como Michel Ángelo o Leonardo a pedido de papas o reyes de reyes y que nos hablaban de su autocrática apetencia sexual, y que luego, tras varios papas después, se les adicionara una vulgar hoja de parra en su estético himen o falo cercenado, para volver a decirnos, hablarnos, ya no por el artista creador, sino por quién entonces mandaba y su arbitrario porqué, fungiendo entonces de curadores de lo insano en lo que se dijo.

El arte es para hablar, decir, perorar.  Hablar es recordar.  Así el habla o lo que se diga, salga de una piedra sin palabras como las de San Agustín en el Huila, que a esta hora no sabemos quién las hizo.

Y en el prescindir de ese recordar del habla o del decir del arte o del artista, es que se basa toda la estrategia de guerra de la historia de la vileza por quienes una vez con poder (terror) político y militar, hicieron todo lo posible para destruir (o robarse), por ejemplo, todo un legado babilónico o asirio justificándose en una Guerra contra el Terrorismo que no ganaron, o para colocarle hojas de parra que edulcoren su débil historia de fe, penetraciones y misoginia, o como en nuestro caso, primero con machete y últimamente con motosierra, para esculpir en la piedra preciosa de nuestra campesina e indígena memoria colectiva, el fresco del terror, el óleo de la barbarie como el determinado destino que nos tocó vivir, con el silencio cómplice de los medios corporativos, las iglesias y los artistas que nada tuvieron para decir.

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