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Opinión

Balas, plata, poder… ¿Para qué?

Balas, plata, poder… ¿Para qué?

Por: Paula María Delgado Morales


Una joven interesada en política manifiesta que lo importante es estar en el partido o movimiento “que se mueva”. Un funcionario público, también joven, reconoce que sigue en su grupo político porque él también quiere “plata y poder”. Una joven ex reina de belleza, creadora de contenido, pregunta entre risas a un par de políticos de derecha a quién preferirían disparar: al presidente de Colombia o a otro dirigente de izquierda. Tres escenas, tres ciudades, tres adultos jóvenes que no se conocen entre sí, pero que encarnan, como advierte la politóloga K. Solís Menco (@karolsolismenco), una cultura marcada por, al menos, dos fenómenos que han permeado todas las esferas de nuestra sociedad: el narcotráfico y el paramilitarismo.

Detrás de esas expresiones de pragmatismo, ambición y aparentemente empoderamiento hay algo más profundo que simples opiniones personales: un vaciamiento ético y afectivo incubado por décadas en nuestra cultura. Ahora medimos el éxito por la ostentación (dinero rápido), la astucia (burlar las normas) y el dominio sobre los demás. Ese modelo, antes marginal, hoy se volvió aspiracional. La música, las redes y las series celebran la idea de sobresalir, brillar, ganar, ir por más. Y si para lograrlo hay que dar balazos, reales o simbólicos, se dan. Lo más inquietante, sin embargo, es que esa interpretación perversa del triunfo se disfraza de libertad, diversidad, empoderamiento o meritocracia, haciéndonos creer que el problema no es moral ni cultural, sino de opiniones.

Por supuesto, esa misma mentalidad ha contaminado la política. En el Tolima, un par de clanes familiares que se enriquecieron en tiempo récord han controlado durante casi veinte años las elecciones, las instituciones y la contratación, es decir, la cultura política del departamento. Muchos jóvenes interesados en lo público, al ver esos referentes como el único camino posible, hacen fila para entrar. Las recientes votaciones de los Consejos de Juventud lo confirman: el Partido Conservador obtuvo los mejores resultados, para sorpresa de nadie. Algunos lo interpretan como un signo de organización o eficiencia, pero quizás lo que revela es que la política tolimense es cada vez menos un espacio de transformación social y cada vez más una red de favores y silencios. Llegan nuevos rostros, sí, de distintos orígenes, géneros y hasta credos, pero esa diversidad no ha sanado la política; solo le ha dado más manos a quienes quieren manosearla.

Como recuerdan los profesores P. Senge y O. Scharmer, del MIT: “La calidad de los resultados de cualquier sistema depende de la calidad de las relaciones entre quienes lo sostienen.”. Si nuestras relaciones están marcadas por el ego, la ambición o la conveniencia, el sistema solo puede reproducir desigualdad, desconfianza, corrupción y violencia (de cualquier tipo). Más que la política misma, lo que está en crisis es la trama relacional que la sostiene. Por eso, ningún cambio puede limitarse a reformar estructuras como algo ajeno o etéreo; debe empezar por revisar los motivos íntimos que mueven a quienes las conformamos.

Si parte del zeitgeist colombiano radica hoy en la plata, el poder y las balas, aquella célebre pregunta de Darío Echandía Olaya, sigue siendo una brújula ética para la nación: ¿el poder para qué? ¿Tanta plata para qué? ¿Empoderarse para qué? Quizás el verdadero cambio político no empiece en las urnas, sino en ese instante en que cada persona se detiene a preguntarse por qué cree lo que cree, por qué hace lo que hace, y para qué. Unas preguntas sencillas pero poderosas. Desde mi perspectiva, ningún poder vale la pena si no nos hace más humanos; si no amplía, al menos un poco, el espacio común de la justicia y la dignidad que Colombia necesita para sanarnos.

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