Historias
Un día en el cementerio San Bonifacio
Por Daniel Camilo Canizales Pinilla
A lo lejos se avista la montaña Martinica como ser superior, distractor y esperanzador para quienes observan más allá del sol, más allá del sol… yo tengo un hogar, hogar, bello hogar, Más allá del sol…
Los dos pinos de tres metros con sus ramas cortadas, pintados de color blanco hasta la mitad del tronco presagian que allí reina la muerte. En el centro se encuentra una iglesia cimentada por una cripta; en el camino hay cuatro sillas de cemento para reposar. Se observan lápidas pañetadas de color blanco con letras indicando el año de nacimiento, el año de fallecimiento, el nombre de la persona y otras recién cubiertas por una mezcla solida de color gris con un papel rosado informando los datos. Otras bóvedas destapadas están cubiertas por mallas de color negro para impedir la procreación de las palomas.
La mayoría de lápidas contienen figuras religiosas en mármol, puertas de vidrio a las que ponen fotografías del difunto, leyendas de esperanza, flores que irradian tristeza y, algunas, muñecos que con la luz solar se mueven. En el cementerio de tierra, ubicado a las afueras, el suelo es cubierto por un tapete de cenizas provocado tal vez, por las ramas y por las hojas verdes, amarillas y zapotes que allí se encuentran. Los colores negro, verde y amarrillo son los protagonistas de las cruces que en algún momento fueron blancas. Las ramas de los árboles han pasado de ser verdes a amarillas es el campo santo de indigentes, de personas con bajos recursos y de NN.
El cementerio San Bonifacio se fundó alrededor del año 1943 en el barrio El Bosque. El lugar es administrado por el padre a cargo de la Arquidiócesis Cristo Resucitado que para ese entonces era Camilo Torres. Los trabajadores del cementerio son 16.
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—No, hay agüero por no hacer bien el trabajo y que le jalen los pies —dijo el sepulturero Querubín—. Es hacer las cosas bien para que la gente se sienta conforme, satisfecha, aunque no se van a sentir contentos porque están sepultando a un familiar, pero, al menos, en el trato prestado con el servicio se van a sentir a gusto.
Héctor, de piel morena, de aproximadamente 1.60 cm de cabello corto, color negro aparenta ser una persona con 50 años pero en realidad tiene 70 años. Visita el cementerio solo cuando hay más de tres entierros en el día. Carga en sus espaldas una guitarra color café con la que acompaña el canto dirigido al fallecido y a las personas allegadas. El repertorio variará dependiendo si es hombre o es mujer y el credo del fallecido. Luego de la interpretación musical dirige una reflexión religiosa sobre la muerte, alentando a las personas quienes le dan monedas y billetes al finalizar su labor compasiva.
A las cuatro y media de la tarde, hacia los límites del cementerio, converso con Héctor mientras que el olor a marihuana de cuatro personas cortaba todo acto de vida momentos después., Llegó al sitio una patrulla motorizada, pero no encontró nada, sólo se llevó comentarios irónicos. Los consumidores de alucinógenos entran como cualquier otra persona a visitar familiares, amigos o conocidos. No les importa ir fumando y que los paren a requisar mientras que otros, para no ser requisados por las autoridades, consumen drogas mientras manejan sus motocicletas acabando con la paz del lugar. Quizá por ello, las personas no suelen ir todos los días ni se quedan hasta tarde.
Al momento de llegar al pabellón 17 del Cementerio para darle una despedida melódica a un difunto, me cautivó la presencia de unos niños y niñas que entraban por el portón dos que estaba a pocos metros de donde me encontraba con el músico. Perturbado y curioso por ver cuántos eran y qué hacían allí, vi algunos agarrados de unas cintas blancas y azules mientras que uno de ellos en el centro sostenía un palo. Los demás tenían bombas de colores azules y blancas sujetas a sus muñecas. Caminaban apresurados liderados por dos personas: un hombre de piel blanca, camiseta corta color blanca a quien se le carcomía el alma. Erguido, cargaba un cajón blanco en sus brazos con todos sus alientos mientras que a la mujer a su lado izquierdo, de piel blanca y blusa negra, la invadía en su rostro un color rosa de desesperación, de tristeza, de llanto inconmensurable por la pérdida de su niño Erick. Llegó la hora de despedirse por última vez, siendo todos arropados por un dolor ajeno, como si pasáramos por un momento a otro plano terrenal.
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El señor procedió a darle el ataúd a la madre el cual se desbalanceó y por su ventanilla vi por un instante abrir sus ojos como si se hubiera despertado. Luego una señora llamó a todos para soltar los globos. Al observar esto, los niños comentaron: se fue para la luna. Mientras estaban distraídos, procedieron a ingresarlo a la bóveda rectangular en el que se encontraba el sepulturero con una mirada ajisosa de fuerte aunque por dentro se sentía perturbado, llorando. Tac-tac golpeaba las piedras mientras sus manos le trataban de flaquear. Echó el cemento en la lápida y procedió a irse. Los niños no entendían nada. Parecían estar en un centro comercial observando y comentando sobre los juguetes: carritos de hot wheels, un helicóptero lego de tamaño pequeño que les ponen a los niños en sus lápidas. Uno metió los dedos en un florero plástico lleno de agua turbia y probó. Pareció no desagradarle ni gustarle., Cogieron un pequeño oso de color rosado que se mueve con la energía solar pero fueron regañados. Hablaban sobre la bóveda abierta con curiosidad. Su madre los reprendió a excepción de una niña de ocho a diez años que tal vez comprendía la pérdida del niño porque lloraba.
En el cementerio no sólo se entierra, también se desentierra.
—Es más triste ir a desenterrar a un niño porque es una criatura que hasta ahora está empezando a ver la vida, pero un adulto no, eso es normal, nada de tristeza —dijo el sepulturero Querubín—. Uso medio baldado de arena y cinco palustraditos de cemento, allá se utiliza arena negra y unas lajitas para asegurar la lápida.
La muerte andante es la que saca y lleva los cuerpos todos los días a la morgue. Los arregla separando con el hacha y el machete la carne de los huesos. Guarda la carne en una bolsa roja para almacenarla dentro de un refrigerador que luego un carro especial la lleva al horno crematorio para ser incinerada mientras que los huesos son guardados en una urna para entregarlos a sus familiares.
—Eso si es berraco porque el peor olor es el cuerpo humano. como decía mi papá. El peor mortecino es el ser humano porque olemos a mil demonios, será por lo que, somos pecadores mientras que, si usted pasa por un cadáver de una vaca, perro o marrano el olor es más pasajero pero, el de humano ¡Noo! No, se puede describir ya que, es una cosa berraca —dijo el sepulturero Querubín.
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Los allegados se ubican con forma de curva en el ataúd al momento de darle el último adiós dando paso a las lágrimas, los gritos, los puños al cajón, mientras, yo espanto los hijueputas mosquitos de mierda una y otra vez de mi cara.
—Entre semana cualquier día va la gente y mete una brujería en la bóveda de al lado o la entierra al piecito de la bóveda eso es normal —dijo el sepulturero Querubín—. Contenían muchas cosas: huevos, limones con sal, fotos, veladoras… pendejadas diferentes haciendo el bien o mal Yo nunca he creído en eso. El susto es el que usted se da con la psicosis. No sé qué pensarán los demás.
El cementerio San Bonifacio está abierto desde las ocho hasta la doce y de las dos hasta las seis. Sus servicio varían desde la colocación de lápidas, flores o jardineras $45.000; colocación de rejas $45.000; colocación de lápida y reja $55.000; destapada o tapada de osarios $1,000.000; derechos de exhumación en fosas $100.000; derechos de exhumación en Bóvedas $160.000; derechos de exhumación en osarios $90.000; derechos de exhumación en mausoleos $250.000; derechos para exhumación en lotes $ 350.000; derechos para administración en lotes $350.000; prorrogar por un año en Bóveda $220.000; prorrogar por un año en lotes $5.000.000 y reutilización de lotes $2.500.000.
Y mientras tanto, por sus corredores la vida… y la muerte… siguen.
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