Historias
La ciudad de la basura
Por Nikolai Pita Cruz
Por las calles de Ibagué transitan a diario miles de anónimos que caminan, compran, consumen y dejan su huella hecha basura. En el centro, montañas de bolsas se asoman en los andenes. Las minoritarias residencias que existen, en su mayoría estrato 3, deben pagar una tarifa de aseo de $31.944, mientras los locales comerciales, entre $68,304 y $96,365, dependiendo de su tamaño. “Muy caro”, dicen. “El servicio es pésimo”, agregan.
Para A[1]. las bolsas de basura que les dan para trabajar, son demasiado pequeñas y se necesitan al menos tres bolsas blancas para “descanecar” una de las tantas cestas llenas de la carrera Tercera. A es una trabajadora de Interaseo. Tiene apenas 19 años y aunque en su rostro puedan notarse gotas de sudor emanando bajo sus gafas de trabajo, se mueve con energía de un lado de la calle a otro cruzando pocas palabras.
—¿Está cansado? Ya está sudando. Le falta sudar más —dice con una ligera sonrisa cuando llevábamos tres cuadras de la carrera Tercera despejadas de basura.
Mientras atardecía, veía la misma calle 11 de todos los días. Nada nuevo. Luego de agacharme varías decenas de veces por simples papeles empecé a ver lo que ellas: basura en los jardines, bajo los asientos del espacio público, en las puertas de los almacenes y justo en los pies de los muchos vendedores informales estacionarios, quienes parecían, junto conmigo, darse cuenta sólo hasta ese momento de lo que tenían bajo los pies, viéndose algunos obligados a ayudar, por pura vergüenza, a dejar sus desperdicios en las cestas móviles de mis compañeras.
Inclinarse de forma mecánica por toda una cuadra, me hacía sentir con la mayor claridad posible el hedor a orines y excremento de algunas esquinas, a la vez que me hacía maldecir a los tantos chamanes y brujos que se promocionan en las decenas de papeles desperdigados por toda la calle.
—Hay gente muy cochina —dijo K, la compañera de A, mientras abría con cierta frustración su tercera bolsa en un mismo punto—. Es lo que le digo, ya pasé por aquí antes, pero abren las bolsas y dejan todo lo demás regado.
El turno de K. y A. va de 1 a 9 pm. Empiezan en la calle 18 con Tercera y suben hasta la 11, despejando las plazoletas del camino para luego volver a bajar. Trabajan de lunes a sábado, pero deben hacer dos domingos al mes. Su pago es mensual. Es entendible su enfado y hartazgo cuando ven regado por la calle el trabajo hecho hace apenas unos momentos, ante la total indiferencia de todos los anónimos. Y es difícil encontrar culpables puntuales, pues dentro de la “falta de cultura ciudadana” entran trabajadores informales, formales, transeúntes, habitantes de calle y hasta perros.
—A mí no me ha tocado ese horario de la noche, así que no he estado en esa situación peligrosa. Pero es sobre todo con los indigentes, la cosa es no meterse con ellos nada más. La ciudad es de ellos.
Fue la respuesta de A. al preguntarle sobre cómo era su seguridad, luego de haber escuchado ya de su compañera que, en efecto, eran blancos fáciles de robos. El ritmo agitado del trabajo ni siquiera me hacía preguntarme por la hora, no podía hacerme una idea. Así que las primeras nociones del manejo de nuestro tiempo las tuve cuando mis compañeras, en unos de nuestros tantos cruces silenciosos por la calle, mencionaban con optimismo “cómo nos ha rendido”, porque “seis manos son mejores que cuatro”.
–¿Qué anota? —me preguntó ella mientras comíamos sentados en las escaleras del Bancolombia de la 14.
Este momento era nuestro descanso, uno del que a partir de las 7 de la noche ellas sólo pueden disfrutar por 15 minutos durante todo su turno. Y es que el excederse un par de minutos hace días, cuentan, las envió a descargos cuando por pura casualidad una superior andaba por la zona y les tomó fotos. Puede que esta experiencia explique el sobresalto de A., y su ligera expresión de terror cuando le respondí que sólo escribía en mi libreta lo que hace un momento me había contado sobre su seguridad.
Dieron las 7:15 pm. La Santa Librada estaba limpia. Las decenas de pequeños vasos de tinto que acompañan las largas jornadas de ajedrez en ella, estaban ya recogidos. Los locales cerraban, las carpas se recogían y los dueños de la ciudad empezaban a aparecer dispersos por la oscura calle 15, escarbando en las bolsas que otros empleados habían dejado sobre el separador. Estaba ya la mitad hecha, pero al pararnos casi de un salto de las escaleras donde reposábamos, sentí estremecer los músculos de mis piernas y espalda baja.
Este golpe de cansancio por las posturas repetitivas que ejecutaba sin parar me surgía tras sólo un par de horas, pero ellas llevaban toda la tarde arrastrando sus carros y cargando sus palas y escobas, mientras se les empañaban las gafas cada poco tiempo con su propio sudor. Así que mientras A. guardaba de nuevo, junto al paquete de bolsas de basura, la botella de jugo que nos había compartido, le propuse ayudarla a llevar su carro.
—¡No, ahí sí me echan! —exclamó mientras su compañera asentía junto a ella.
Esta sensación de presión fue una constante durante el resto del recorrido por una carrera Tercera que se había hecho más estrecha, más mugrosa y olorosa. Por la calle 16, las inclinaciones que ya se contaban por centenares, levantaban cosas cada vez más desagradables: bolsas tiradas en la carretera y los jardines de las aceras se mostraban marrones en su interior, y su olor a podredumbre me hacía envidiar los cubrebocas de los uniformes que tanto sofocaban a mis compañeras.
—¡Cuidado se corta! —me dijo luego K. con preocupación, cuando probaba limpiar todo lo que había dentro de esos medidores de agua que hay en las aceras, y cuyas placas metálicas con frecuencia son robadas.
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Pareciera que si se rellenan con basura dejan de ser trampas mortales para transeúntes, pero su limpieza quita mucho del valioso tiempo que debe racionalizar un trabajador eficiente. Ni cuatro puñados de basura que extraía a dos manos de ellas, bastaban para dejarlas vacías, y en algunas había peligrosos trozos de vidrio asomándose al fondo.
La frustración se adueñó de sus rostros al ver como se rompía y deslizaba de mis manos una enorme bolsa de basura, que dejaron esparcidos por la calle restos de caña de azúcar, cortesía de un puesto que hace poco había estado ahí.
Ya pasadas las 8 pm, las palabras que nos cruzábamos eran limitadas. Mis piernas se resentían más y mis compañeras maldecían mientras levantaban sus gorras que solo aumentaban su sensación de ahogo. La tenue luz del alumbrado público y la soledad de las calles se acentuaba a medida que avanzábamos esos pocos metros que tanto tiempo tomaban limpiar, y terminaban de figurar un ambiente que sólo se puede describir como depresivo. Al levantar la mirada, podía ver a los dueños de la ciudad nocturna buscando algo comestible, abriendo bolsas e investigando algunas cajas dejadas por locales de comida que hace poco habían cerrado. Al bajarla, veía como entre mis guantes se escurrían lentejas, junto a viscosos y pestilentes trozos de algo que con cierta duda identificaba como carne.
Día tras días, decenas de escobitas hunden sus manos en los desechos de una ciudad que los ignora. Por un instante, las calles estuvieron limpias. Mañana, no lo estarán, como si a nadie le importara vivir en medio de la botellas y vasos de plásticos, servilletas, papeles de dulces, pequeños recibos, sobrantes de comida. En la ciudad de la basura pronto amanecerá y el turno iniciará de nuevo.
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