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Su majestad, la palabra

Su majestad, la palabra

Meditación en voz alta | Por: Alberto Santofimio Botero*


En este día del idioma pienso cuánto ha significado en mí existencia, el soberano valor de la palabra. Escribo, rodeado de la fascinante compañía de los libros, y el silencio. Ante el espectáculo  majestuoso del paisaje de mi ciudad amada, en medio de la pertinaz lluvia del mes de abril.

Con pródiga generosidad, el recordado y releído Premio Nobel de  Literatura Gabriel García Márquez dijo, para asombro de todos y perenne orgullo mío, “Santofimio es el mejor escritor hablado que he conocido". La exageración del escritor inmenso, resume, sin embargo, lo que ha sido el enorme significado de la palabra, en la tribuna abierta, al viento de la patria, en el parlamento, en la academia, en mi ininterrumpida vocación de periodista, columnista y escritor. En mi suprema obsesión y creación en poesía.

Si aspirara tener una tumba, la frase de mi amigo Gabo sería un maravilloso epitafio. Pero, las tumbas y los ritos funerarios, son cosa tediosa y melancólica del pasado. Nada más triste que una tumba abandonada con el correr del tiempo. En cambio, que hermoso soñar, con que nuestras cenizas vuelvan al pecho acogedor de la tierra a la cual todo le debemos, y que refundidas con ella, se eleve, como una cometa de los años primeros, en una alegre e inocente ilusión de eternidad.

Contrariando la frívola "cultura" del Google, Netflix, y demás deformaciones idílicas de la modernidad, tan en boga para los ignorantes, en la convulsionada época que vivimos, yo suelo mantener, como ángeles de dulce compañía, algunos libros de viaje, porque siempre, como al estilo del romancero español "conmigo van". Siento compasión con algunos integrantes de las jóvenes generaciones que se alejan de los libros, por el facilísimo de la magia de la Tecnología. Comparto lo dicho por el recientemente fallecido escritor español Ruiz Safón, en su libro en la ciudad del vapor, cuando afirma que “cuanto más inteligentes son los móviles, más tonta se vuelve la gente”

Los libros hacen parte de mi equipaje de vida, y de sueños. Son compañeros de puerto,  en trenes, automóviles, aviones y cruceros, ellos son los vigías, desde la adolescencia de mi quehacer intelectual, de mi abrasadora pasión de leer, escribir, meditar y levantar la palabra viva como arma, bandera y escudo cervantino.

Desde cuando de la mano de mi padre, y de su íntimo amigo, el exalcalde de Ibagué y propietario de la Librería Universal, Félix Martínez Ruiz, inicié el inacabado viaje, por el mundo maravilloso de los libros, que consagró Jorge Zalamea. Ellos han sido los imprescindibles, los inseparables, compañeros de camino.

Entendí temprano que, sin conocer, el valor del significado exacto de las palabras, hablar en público, o escribir para los demás, resulta una tarea irresponsable, hueca y mediocre, sobre todo, una destinada vergüenza intelectual.

Por esto, los diccionarios son la fuente primigenia para aprender a manejar, con sentido, impecable, corrección y oportunidad, las esquivas palabras.

Entre todos ellos, el de la Real Academia Española, que conserva, corrige, aumenta y enriquece, hace más de 300 años, de fecunda, admirable y respetada existencia. Y le dan virtuoso valor agregado, el de doña María Moliner, y el de Sinónimos y Antónimos.

Así mismo, la fiel compañía del Quijote, en una pulcra edición en cuero de la afamada editorial Aguilar, que leí, por primera vez, a los quince años, en una de las bancas de la Plaza de Bolívar, bajo la sombra de los cámbulos floridos, solo interrumpido por el sonoro repicar de las campanas de la vieja Iglesia, dando la hora o llamando a misa, o por la algarabía un poco distante de algunos de mis compañeros de generación.

Esa devoción por la obra cumbre de Cervantes, se profundizó en mí bachillerato en Filosofía y Letras, en el histórico claustro del Colegio Mayor del Rosario. Nuestro Rector magnífico Monseñor José Vicente Castro Silva, célebre orador sagrado, espléndido maestro de juventudes, y conocedor profundo de los clásicos de la literatura, particularmente, de los  españoles, conocía, leyó, enseñó, y escribió, cómo nadie en su tiempo, sobre el Quijote, durante su larga, meritoria y fecunda existencia.

En la cátedra, en el púlpito, en los  debates académicos, su voz sedante y cautivadora, iluminaba el auditorio, y elevaba el espíritu hacia horizontes supremos e inimaginados  del humanismo y la cultura. Por él descubrimos a Azorín, el insigne escritor de la generación del 98, y su seductor libro, sobre la ruta del Quijote.

El otro compañero de travesía, es el Cancionero de Don Jorge Manrique, singular personaje, quien" conquistó la gloria con la espada y la inmortalidad con la pluma".

Las coplas de don Jorge, a la muerte de su padre Rodrigo, maese de Santiago, son, sin duda, la poesía más célebre y leída de la lengua castellana, con una fuerza, y una madurez que no envejecen, al decir del reconocido crítico literario Augusto Contre, esas coplas de  Manrique “han durado más de cuatro siglos, y nada permite sospechar, que no sean inmortales,".

Según Quintana, otro reconocido estudioso de los clásicos españoles: "las coplas de Manrique son una declaración funeral sobre la nada de las cosas del mundo, sobre el desprecio de la vida y el poderío de la muerte". Tienen un mensaje hondo y descarnado de lo efímero de la existencia humana. Son una sencilla lección de filosofía y literatura, lo que explica el desafío de varios siglos, para seguir vigentes y campantes.

"La muerte, negro pórtico de ónix, nos conduce hacia la eternidad. Todos cruzaremos por él."

Ya Platón nos había advertido en sus obras, también inmortales, que “la realidad es sombra, y el hombre justo no debe temer a la muerte”.

Jamás imagino Manrique, que un arrebato de dolor, a la muerte de su padre lo llevaría a escribir  entre  1440 y 1478, la más perdurable,   lección de vida, para la humanidad.

Este fragmento me libera de cualquier comentario adicional:

"Recuerda el alma dormida, aviva el seso y despierte contemplando, cómo se pasa, la vida, como se viene la muerte tan callando.

Cuán presto se va el placer, cómo después de acabado da dolor, cómo a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor.

No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera. Más que duro lo que vio, porque todo ha de pasar de tal manera.

Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. Allí van los señoríos derecho a se acabar y consumir.

Allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos, allegados son iguales, los que viven por sus manos, y los ricos". Hermosa y rotunda lección de  igualdad, ante el fatal imperio de la muerte.

Nos sentimos ufanos, más por lo que hemos leído, que por lo poco que hemos logrado dejar escrito, siguiendo la sentencia de Borges.

Sin olvidar las páginas que nos han deslumbrado de innumerables autores de la literatura universal, los libros que siempre nos acompañan, tienen un caprichoso significado íntimo. A ellos se suman, El Gatopardo de Don Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que como  dijo con acierto Alfonso Berardinelli, “no es una novela de hechos, sino de ideas”.

La mantengo conmigo, y considero, sin exageración, que es para mí, la novela esencial y más leída del siglo XX italiano.

Finalmente, por mi irrevocable pasión poética, llevo habitualmente, “Los  25.000 Mejores Versos de la Lengua Castellana", del Círculo de Lectores, y claro, jamás podrán faltar, los sonetos de Shakespeare, y los del Amor Oscuro de García Lorca.

Así, con la palabra cómo arma, fuerza y escudo, hemos vivido y viviremos hasta la hora final, lo que el Irrepetible Premio Nobel, Albert Camus, llamó "una gran aventura del pensamiento".


Ibagué, abril 23 de 2021; Día del Idioma.

*ExMinistro de Estado, ExSenador de la República.

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