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Crónicas

Los personajes del recuerdo de Ibagué

Los personajes del recuerdo de Ibagué

 

Por: Carlos Orlando Pardo

Los que bien pudieran denominarse personajes en la ciudad y que cumplieran una etapa al convertirse en parte del paisaje y el conocimiento que de ellos tenía buena parte de la población, parecen haber llegado a su acabose. Y todo por cuanto el crecimiento fue dejando que se focalizaran en grupos sociales diversos y los demás acabaran en la muerte o, de manera simple, como una masa informe que va y viene presurosa o tranquila por calles y avenidas.

Es seguro que en cada barrio y dividida la comunidad en sectores, empresas y gremios, allí broten el loco o el bobo, la loca o el místico, el ateo o el versificador, la damisela o el vivo, el peleador o el pacifista, el travesti o el marihuanero, el hablador de paja o el mentiroso y desde luego el promesero y el adivino, la prepago o la pos pago, el agiotista y el lustrabotas, el tendero o el haragán y hasta algún escandaloso vendedor de minutos o de lotería. Sin embargo, desde hace no poco tiempo, existían de manera cotidiana o aparecían como los espantos cada cierta época y en puntuales momentos como las fiestas de San Juan. Es así como por días cotidianos, era fácil escuchar el aguacero de términos impropios en personajes de la calle como la Guacharaca o Badana, limosneros y deschavetados que la gente consentía o provocaba para dar oídos a sus insultos y, desde luego, gozar con sus iras como parte de la distracción en una capital que empezaba a crecer a pesar de la abulia y su quietud de siesta colonial.

Las grandes manifestaciones o los debates en el Concejo o la Asamblea tenían sin falta la presencia de típicos militantes como Vitelio o Mincho, por los liberales o los conservadores, el primero vestido de pies a cabeza con un rojo encendido y el término de “mamamundo” por vagabundo a los contrarios, al igual que el segundo con vivas encendidos y la bandera azul cargada con pasión como lo hace el vivandero que carga la del Deportes Tolima en los estadios.

Pero al otro lado de la calle, por encima de la tipicidad, desfilaban figuras queridas y respetables al estilo de Floro Saavedra, un hombre de baja estatura, lentes pequeños, elegante, con chaleco, corbatín y reloj de leontina que paseaba lentamente por la carrera tercera examinando la transformación parsimoniosa de la Ibagué a la que tanto había ayudado en su progreso. Y casi siempre con saco y en ocasiones también de corbatín, era fácil tropezarse gratamente con un Adriano Tribín Piedrahita, cuyas devociones por el deporte, el periodismo y la política, su sentido del humor solazado y sarcástico, sus historias secretas y públicas, lo convirtieron en un obligado punto de referencia ante la mirada de los curiosos o en las conversaciones. De alguna manera ha quedado ahí, con sus ojos atentos, en la desfigurada escultura que el exalcalde y exgobernador Francisco Peñalosa dejara en el primer piso del Palacio del Mango. Era lo que se daba en la capital que tuvo por sus calles durante muchos años la presencia proverbial de los inolvidables escritores Jorge Isaac, mucho después la de José Eustasio Rivera, Martín Pomala o el mismo Porfirio Barba Jacob. El inmortal autor de María hacía su tertulia al pie de la catedral contando de las minas descubiertas cuya única riqueza extraída fue la de coleccionar sus escrituras. Igualmente el escritor de la Vorágine, antes de irse al cerro de Pan de azúcar a pergeñar los primeros poemas de su Tierra de Promisión, se estacionaba en los cafés ibaguereños a recibir iníciales noticias de los pleitos que irían a servirle para motivarse con su clásica novela. Barba Jacob, por su parte, tras caminar por la tercera, se ubicaba con Martín Pomala a gozar de la existencia bohemia y a pensar en la canción de la vida profunda.

Qué no decir del corrillo de la doce con personajes como Rafael Parga Cortés, el mismo Darío Echandía y Severiano Ortiz, quienes como exministros y exgobernadores los dos primeros, generaban gabinetes, listas para el parlamento y hechos políticos de trascendencia que cambiaban la faz del territorio.

Quienes han permanecido no menos de cuatro décadas parados en la misma esquina de la doce o revoloteando por cafeterías, son los hermanos Rengifo, unos gemelos locuaces y simpáticos a quienes se identifica como los matadores por su antigua afición al toreo y su pasión enconada por la fiesta brava, el coplerío español y el tono de la voz que asumen imitando a los vecinos de la madre patria. Dentro de la montonera informe que va al terminal de buses o el aeropuerto, que cruza por las avenidas, que se estaciona regularmente en los bares y musiqueaderos, que se regodea vanidoso en los clubes o se adueña de ciertas esquinas, ya puede decirse que estuvieron en el viejo Ibagué tal como Luis Eduardo Vargas Rocha, Simón de la Pava o Mauro Huertas que nacieron en las primeras décadas del siglo pasado y fueron testigos de excepción y protagonistas de la historia de la ciudad. Fueron vigorosos y con una memoria prodigiosa, un porte elegante y un lenguaje exquisito y hasta el cumplimiento de las normas de la urbanidad de Carreño, desfilan por el centro cumplidas sus labores profesionales o intelectuales y repasan las épocas con una precisión impresionante.

Los tiempos en que cada ciudadano sabía quién era Julio Galofre o el conde D´artaluz  fueron devorados por el olvido y sus cortesías y elegancias quedaron apenas en las fotografías, el único lugar en que el tiempo se detiene como dijera alguna vez Gabriel García Márquez. Es que inclusive ya penetran a marchas forzadas en la inadvertencia, figuras como la de Manolo Ramírez, más conocido como Caregancho y su famoso Fique. Pocos recuerdan su aparición personificando a San Juan en las fiestas y el bar suyo frente al teatro Tolima donde acudían políticos, pintores, poetas, funcionarios o desempleados, periodistas o buscadores de chismes y qué no decir de altos burócratas empezando por el gobernador y su séquito de secretarios, senadores y representantes aspirando secretamente a la orden o condecoración del Fique que era más apreciada que la Cacique Calarcá.

La vida nocturna tenía siempre a un hombre alto y negro con unos dientes grandes y blancos cargando un enorme acordeón. Se trataba de Perini que hasta fue inmortalizado por el pintor Eduardo Mogollón en un prodigioso retrato que está adornando oficinas y casas. Los mismos sacerdotes puntuales como el padre Lombo al que la gente saludaba con cierta reverencia, han desaparecido y se confunden en la calle hasta pastores como el mismo arzobispo que pasa sin pretensiones como un parroquiano más por cualquier carrera de la ciudad. Ya quedó sin Jaime Pava, un senador triunfante que representaba como ninguno la tolimensidad y que sabía colocarle gracejos a la vida inclusive en medio del anuncio de su muerte. En general, los personajes han desaparecido y para encontrar los verdaderos es necesario acudir a las memorias del olvido.

 

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