Columnistas
La juventud
Por Edgardo Ramírez Polanía
“Juventud divino tesoro. ¡ya te vas para no volver!”. - Rubén Darío
La juventud es el recurso más importante que tiene la sociedad y sin ella su porvenir sería sombrío. Es una necesidad inaplazable procurar que los jóvenes disfruten de esa edad a plenitud, pero con las medidas y controles que exigen las ciencias y la ética individual y social.
Hoy, los reconocimientos a la juventud no provienen solo de la política, sino de la cultura doméstica moderna, que ha entregado a los muy jóvenes responsabilidades y libertades sin advertirlo.
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El primer acto de esa entrega ocurre cuando un niño de siete años recibe un teléfono celular que le otorga la ilusión de experimentarlo todo sin control alguno. Antes de saber leer un mapa ya navega por mundos invisibles.
Antes de aprender a esperar ya vive en la urgencia del estímulo inmediato. A ello se suma el vehículo antes de la edad permitida, las licencias sociales prematuras y la aceptación de conductas que antaño solo afloraban en la adolescencia o en épocas marcadas por los cánones de la madurez.
Hemos confundido la libertad con la dispensa, la formación con la indulgencia, la crianza con la capitulación. En lugar de estimular a la juventud con rigor, se la satisface sin límites. Se celebran sus dones intactos, su inocente y tremendo absolutismo, su sabiduría apenas en ciernes, sus súbitas generosidades y sus terribles egoísmos.
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Se ha olvidado que una de las mejores formas de enseñarle el discurrir por la vida no es darle todo lo que pide, sino señalarle la causa de los excesos y las limitaciones, acompañarla a reconocer la dureza íntima de la vida y el pudor que exige toda verdadera formación.
En Colombia a partir de la revolución de la tecnología en las comunicaciones, comienza a advertirse, como un eco que vuelve a resonar en los corredores de nuestra historia social, el fenómeno de ofrecerle demasiadas concesiones a la juventud. No es reciente el cuento demagógico que pretende convertir a los estudiantes en co-directores de su propia educación y protagonistas de responsabilidades que los llevan a decisiones que les causan hasta su muerte por el deseo de ser precozmente presidentes de la República, que no observan el peligro de sus valerosas denuncias públicas.
No es menos curioso el hecho de un ex presidente de la República que por ser amigo de Iván Duque logró ubicar a su hijo el joven Santiago, en la representación de Colombia ante el Banco Mundial. Un ascenso precoz que prueba, una vez más, que en nuestro país la edad de la madurez pública no se mide por la experiencia, sino por la genealogía.
Lo vemos con otro ex presidente que ubicó a su hijo Simón en la dirección de Planeación Nacional del país, donde fue criticado por su falta de capacidad en el manejo administrativo y posteriormente le cedió la dirección del Partido Liberal, sin reuniones ni escogencia de sus adeptos y sin que ese joven hubiera ocupado un cargo de elección popular.
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Corren sin destino, imitan sin entender, y creen que madurar es solo repetir el gesto acelerado de una sociedad que les ha cedido el timón mucho antes de enseñarles a mirar la ruta porque sus padres tuvieron la fortuna de ejercer el poder. Esa costumbre no es nueva, sino desde que los encomenderos y la época de los apellidos que lograron apoderarse sin mérito de los cargos de la dirección del gobierno de los privilegios y las canonjías, porque se han creído descendientes del imperio Austrohúngaro, como Natalia Lizarazo, que se cambio el apellido por Schawarzenberg.
La cuestión sería razonable si se tratara de un reconocimiento sereno del pacto tácito que toda sociedad sabia establece entre sus agentes, que el estadista no ejerza el oficio del menestral, ni el obispo el del músico, ni el joven el del anciano, ni el anciano el del atleta. Pero lo que se ha visto no es respeto por el orden natural de la formación humana, sino una permisividad insensata que ha dislocado por completo los méritos y las etapas de la vida y los verdaderos méritos de una sociedad en que el poder político y religioso se apoderó de la economía y ha transmitido a muchos jóvenes ese deseo de obtener dinero con prontitud.
Algunos sectores de la juventud viven atrapados en su melancólica certidumbre de que todo es efímero hasta en el amor, que lo vital se consume rápido; que comprar lo más costoso lo ubica en la mejor estratificación y por eso le atribuimos dones que no posee aún, atributos que solo concede el largo trato con los años, con la experiencia intelectual, y con ese extraño personaje que es uno mismo.
Pero las sociedades jóvenes y además empeñadas en dificultar su propia maduración histórica, terminan creyendo que toda novedad es un milagro, todo impulso una maravilla, y que el solo hecho de ser joven constituye el mayor privilegio existente y puede alcanzarse todos los honores y poseer lo que el mundo del consumo exhibe para emular en un éxito efímero.
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De allí, se desprende la deducción peligrosa de que la juventud es una aptitud universal.
Es una conclusión cándida, y perjudicial para quienes creen se les debe permitir lo que desean “porque los tiempos han cambiado”. Es cierto que el mundo es mutable, presente y realista, pero las sociedades no deben erigir a los jóvenes en el canon absoluto de la permisividad de conducta civil, que los vuelven criaturas que tienen la libertad de conducir sus vidas a su leal entender y las familias acaban, tarde o temprano, conociendo el amargo resultado de su indulgencia.
Esa actitud permisiva del celular entregado a los siete años, la del volante cedido antes de tiempo, los permisos concedidos sin reflexión, han producido un fenómeno inquietante, que un segmento creciente de adolescentes compiten por vivir en una velocidad que no pueden comprender, por conquistar experiencias que no están listos para sostener y por alcanzar un prestigio que, en realidad, es humo.
Los padres de familia y los educadores tenemos el deber ineludible de vigilar y orientar a los jóvenes en este mundo convulso lleno de peligros y contradicciones sociales, políticas y económicas para que tengan un futuro mejor, más estable y feliz.
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