Opinión
La continua muerte de Galàn
Ya nadie habla de Galán ni de su muerte. Distraídos por los asuntos de actualidad, por la politiquería y la farándula, no nos queremos ocupar de nuestra historia.
Los poderes establecidos ordenaron la muerte de Galán y luego hicieron de su cuerpo, de su cadáver, de su gesta, de su recuerdo, un espectáculo, un objeto de escarmiento y de utilización publicitaria a favor de esos mismos poderes.
Galán fue traicionado, vilmente asesinado y después convertido en un ícono inofensivo.
La insurrección de los comuneros de 1781 fue un proceso que afectó a toda la Nueva Granada y que, simultáneamente, movilizó a los sectores populares y al patriciado criollo, como lo analiza el maestro Antonio García Nossa, “constituyó la primera afirmación práctica de la soberanía popular, la forma primaria de representación y la primera manifestación de derecho democrático: el de la participación directa en el gobierno”. Pero la mentalidad burguesa no es consecuente y aquellos notables que inicialmente estuvieron de acuerdo y promovieron esta alianza de clases y los levantamientos sociales, pronto se definieron a favor de unas retóricas “capitulaciones”, mientras José Antonio Galán, liderando el protagonismo de las clases, razas y estamentos populares (campesinos, indios, esclavos, mestizos y mulatos), en una segunda fase del proceso revolucionario, se descolgó desde la provincia del Socorro, por las riberas del río Magdalena, hasta los territorios de Honda, Ambalema, Aipe, Villavieja, Neiva... organizando los resguardos indígenas, los peones, el naciente proletariado artesanal, liberando esclavos y destruyendo la maquinaria de represión, de imposición moral y de tortura instalada por la Corona y por la Iglesia.
Los comuneros fueron derrotados por la acción contrarrevolucionaria de sus propios dirigentes; por las altas clases criollas que buscaban sólo una “independencia” relativa, aquella que les permitiera pactar una mayor participación en el poder político y económico, sin llegar a desencadenar la revolución social. El problema fue “resuelto” astutamente en el acuerdo político de las Capitulaciones; jugada maestra del Arzobispo-virrey Caballero y Góngora, que inaugura en Colombia la tramposa ideología liberal-conservadora que desde entonces nos agobia con la suplantación del pueblo por los partidos de la oligarquía y con las “disidencias tácticas”, es decir, con esos mecanismos de integración de la inconformidad a los intereses de los grupos hegemónicos, quienes, desde el régimen colonial-hacendatario, hasta nuestros días, se las han ingeniado para cooptar a los contradictores, o para suprimirlos.
Al no lograr la readaptación de los rebeldes a las fuerzas históricas del bipartidismo, mediante corrientes que dicen representar todas las clases y sectores (como se quiso con la “Regeneración” de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, la “Concentración Nacional” de Olaya Herrera, o el “Frente Nacional” de Laureano Gómez y Alberto Lleras) y con las supuestas “alternativas” que proponen las “disidencias tácticas” (como el MRL de López Michelsen o el llamado Nuevo Liberalismo); si la contradicción persiste, se recurre entonces al ejemplar expediente de la muerte administrada. Así ha ocurrido desde José Antonio Galán, a quien se le aplicó la dura fuerza de la ley, como consta en la sentencia del 30 de enero de 1782:
“Condenamos a José Antonio Galán a que sea sacado de la cárcel, arrastrado y llevado al lugar del suplicio donde sea puesto en la horca, hasta que naturalmente muera; que bajado, se le corte la cabeza, se divida su cuerpo en cuatro partes, y pasado el resto por las llamas (para lo que se encenderá una hoguera delante del patíbulo), su cabeza será conducida a Guaduas, teatro de sus escandalosos insultos; la mano derecha puesta en la plaza del Socorro; la izquierda, en la villa de San Gil; el píe derecho, en Charalá, lugar de su nacimiento, y el píe izquierdo, en el lugar de Mogotes: declarada por infame su descendencia, ocupados todos sus bienes y aplicados al Real Fisco; asolada su casa y sembrada de sal, para que de esta manera se dé al olvido su infame nombre, y acabe con tan vil persona, tan detestable memoria, sin que quede otra que del odio y espanto que inspira la fealdad del delito...”
De esta manera, con este tipo de rituales de muerte -que desde entonces persisten en nuestras mentalidades y en nuestra cotidianidad social- se defienden los fundamentos políticos, éticos y morales de la “institucionalidad”, por parte del Estado, de su ejército, de su policía, de los políticos, o de su otro brazo armado de criminales oficializados, sicarios y paramilitares, prestos a aplicar en todo momento el ritual del asesinato a los contradictores, el lenguaje no verbal del genocidio, de las masacres, de los “falsos positivos” y el valor metafórico y simbólico de las “desapariciones” y del ensañamiento vesánico sobre los cuerpos de los “enemigos” con las mutilaciones y los desmembramientos, que harto ha conocido nuestra historiografía, con la incesante labor de los machetes y de las motosierras, siempre al servicio del poder y sus agentes.
Por: Julio César Carrión
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