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En busca de nuestra humanidad

En busca de nuestra humanidad

Y entonces comprendimos lo frágil que es nuestra existencia y que no son suficientes ni todos los adelantos científicos ni todas las religiones juntas para resistir un microorganismo de tan sólo 100 nanómetros, que para quien se lo pregunte, es la mil millonésima parte de un metro. Y entendimos que de nada sirven las casas costosas y los autos costosos y los restaurantes costosos y las cuentas bancarias abultadas, que el bicho no respeta estratos ni belleza, que los ricos y los bonitos y los pobres y los feos se enferman igual, se mueren igual, y que lo único que nos quedará siempre es nuestra propia humanidad, esa capacidad para sentir afecto, comprensión y solidaridad por los demás, que parece haberse extinto antes que nuestra especie.

Las calles están vacías en estas noches de toque de queda. Sólo pasan algunos indigentes viejos con sus bastones, buscando un zaguán para pasar estas frías noches de marzo. Nos sentimos solos y sentimos miedo porque las redes sociales están abarrotadas de memes y datos escalofriantes, que si Colombia es el país del mundo con mayor número de casos en el menor tiempo, que el alcalde dijo que en este pueblo de menos de 600 mil almas se van a contagiar más de 400 mil, que esto hasta ahora empieza. Sí, sentimos miedo. Yo tengo miedo, no de la muerte, con ella hemos convivido los colombianos desde siempre, tengo miedo de nuestra falta de humanidad: Un hombre, en el aeropuerto, no sólo se niega a hacerse el control por coronavirus sino que, por el contrario, tose y escupe a la operaria; algunos de los viajeros que llegaron al país se escaparon de las débiles medidas y salieron de las terminales a su casa para bañarse y perfumarse e ir a las discotecas; algunos establecimientos retienen tapabocas y los venden en el mercado negro a precios exorbitantes, otros quieren acaparar alimentos y el presidente se encomienda a la virgen de Chiquinquirá pero no cierra las fronteras aéreas…  los ejemplos abundan. 

Nos invade la soledad, el miedo y, por fin, esa necesidad del otro, esa necesidad de que el otro esté bien, que tenga qué comer, que tenga cómo guarecerse, que sus hijos y sus padres y sus abuelos estén lo más protegidos posibles, que tengan esperanza. La humanidad se construyó en la confianza, en esa posibilidad de encontrarnos con el corazón extendido, antes de que existieran las ideologías y las religiones y el capital que como un cerco nos fue separando, convirtiéndonos en islas en medio de un mar de indiferencia.

Quizá, cuando todo acabe y seamos menos, y la vacuna y los tratamientos hayan llegado a este rincón olvidados por Dios y por Marx y por los hombres, como dijo alguna vez Germán Santamaría, esa poca de humanidad perdida florezca y entendamos que ante la fragilidad de nuestra propia existencia solo nos queda la alegría de estar juntos, de luchar juntos, de ayudarnos, de amar y reír y creer en el otro. 

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