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Tiranía, violencia y muerte

Tiranía, violencia y muerte

Por: Edgardo Ramírez Polanía


En Colombia del siglo XVIII las gobernaciones de la colonia española, como Cartagena de Indias, los gobernadores ejercían un poder severo sobre los esclavizados y reprimían las rebeliones de los cimarrones. En el siglo XIX, cada vez que un Presidente de la República deseaba gobernar sin los controles del Congreso, buscaba la manera de imponer el Estado de Sitio, hoy Estado de Excepción, con el fin de ejercer actos omnímodos y punitivos que  iban en contra del orden constitucional y la  democracia. 

En el Estado de Sitio los presidentes cerraban el Congreso de la República, suspendían las garantías constitucionales y ejercían la autoridad con poderes similares a las dictaduras. Colombia tuvo dos dictadores y varios presidentes que gobernaron bajo Estado de Sitio conculcando al pueblo las garantías establecidas en la Constitución. 

El revolucionario, el General José María Melo, gobernó 8 meses en 1854 y quiso instaurar un gobierno social y democrático  que equilibrara el poder de las élites con las necesidades del pueblo trabajador y fue derrocado en 1854 por una alianza entre liberales moderados y conservadores que lo hicieron partir al exilio. En nuestro país es poco conocido, mientras que en México goza de amplio reconocimiento. 

Rafael Reyes,  cerró el Congreso en 1905 y gobernó por decreto, suprimió las libertades y se proclamó con poderes absolutos. Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro de 1886- 1898, quienes bajo la Constitución de 1886, gobernaron largos periodos con gran centralismo y restricción de libertades. Lo mismo hicieron Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez entre 1946 y 1953 que se llamó la época de “La Violencia”, que generó la muerte de aproximadamente 300.000 personas.

La violencia ha sido expuesta  en innumerables libros que relatan de manera escalofriante, el oscuro y bajo proceder de los “pajaros” que cometían execrables crímenes y cuyos cadáveres hacían flotar en ríos y quebradas y quemaban casa y fincas con sus gentes en su interior, lo que llevó al gobierno del General Gustavo Rojas Pinilla, a dar un golpe de Estado que se llamo de opinión, que hizo cesar la violencia y reorganizó el país. Después de su caída del poder dejó una Junta Militar de Gobierno que también tuvo carácter dictatorial.

El pueblo colombiano ha a sufrido la muerte y el descalabro de los gobiernos de los últimos 50 años, en que se han vendido las entidades del Estado que producían recursos y se estableció la privatización en el gobierno de César Gaviria, con el  modelo de un política neoliberal que había fracaso en otros países y que llevó al país a la ruina  y los desequilibrios sociales, las desigualdades los privilegios, de una misma clase política y económica voraz, que no ha permitido una redistribución del ingreso para aliviar las necesidades de los menos afortunados y necesitados como son los niños a quienes por las malas políticas se les esta suprimiendo parcialmente la alimentación en las escuelas.

Esa actitud riñe con los más elementales principios de la equidad y la solidaridad y el principio que los derechos de los niños que están por encima de todos los derechos conforme a la Constitución Nacional,  que  la han convertido en un enunciado teórico que se incumple y niega los derechos ciudadanos. 
Siempre a los marginados y a los excluidos, los de a pie, los que no pertenecen a los círculos del poder ni a la torta burocrática que se reparte discretamente, son quienes les corresponde pagar las consecuencias de la incuria de los encargados de salvaguardar los derechos de la comunidad y los más débiles y acostumbrarse a ver la muerte que pasa en cajones frente a sus casas por la barbarie, la delincuencia en todas sus formas que generan violencia y muerte.
La humanidad ha tenido la característica perversa de vivir entre la amenaza y la muerte porque a la razón de los individuos se le ha impuesto la idea que la moral proviene de la divinidad y las circunstancias del mundo, y no de unas  normas de convivencia social que impone el Estado con leyes que se deben cumplir para el normal funcionamiento de la sociedad.
Hemos estado acostumbrados a la muerte con una pasividad alarmante, como un hecho común que no asombra ni produce dolor, sino se considera circunstancial, espontaneo y producto del fatalismo del “El día señalado para morir”, que convierte al individuo en un ser predestinado por el destino a no cambiar mejor su modo de vida y aceptar los hechos por la circunstancia de existir, en una especie de filosofía de existencialismo criollo. 

Ese criterio de la vida, ha sido una de las razones por las cuales los colombianos aceptan como normal que día tras día la televisión colombiana presente como programa familiar,  las balaceras en cada rincón de nuestros montes y serranías entre las Fuerzas Armadas que la integran 300.000 uniformados contra 22.000 “combatientes” nombre eufemístico dado a las disidencias de las FARC, que no tienen ideología y los delincuentes dedicados a todo tipo de crímenes, creando una conciencia de violencia que se magnifica con la series de narcos y mujeres pre pagos que le dan la vuela al mundo causando descrédito nacional.

El narcotráfico, es una empresa criminal que acostumbra la amenaza y la muerte para ejercer esa actividad ilícita que puso a Colombia como un país de delincuentes ante el mundo. Es una actitud del hombre hosco, poderoso y presuntuoso que se exhibe en los restaurantes con pistas sonoras de caballos de paso fino, y algunos asistentes consideran a esos hombres exitosos y un referente de  imitar 

Los grandes desequilibrios sociales y conductas perversas de la condición humana, han llevado a la muerte  no solo natural, sino violenta de muchos colombianos por consecuencias sociales y políticas. Desde las guerras civiles del siglo XIX hasta las masacres recientes, el país ha vivido bajo la sombra de la violencia, donde la vida humana se mide en balances de guerra y los  titulares de prensa con las cifras oficiales que se actualizan como si fueran registros económicos.
Las causas son varias, pero existen algunas que son específicas como la violencia política y armada, que convirtió al país  en un escenario de guerras intestinas, insurgencias y contrainsurgencias, la inequidad social, que se traduce en muertes silenciosas por hambre, enfermedades y abandono estatal, tragedias que aparecen en noticieros de televisión como la muestra de la incultura de la información
Nuestro país ha hecho de la amenaza y la muerte, una representación de su enfermedad emocional que no cede por las tragedias. La información se vuelve cotidiana en la presentación de fotografías de masacres, balaceras, protestas y procesiones religiosas con veladoras o grafitis en las paredes de las calles que son recordatorios permanentes de desaparecidos y falsos positivos que avergüenzan a la nación. 
Sin embargo,  no desaparece la esperanza de un país mejor, pese a su duelo interminable, las  fosas comunes tienen un origen y una historia, que es la incomprensión y el odio político de los crímenes impunes que reclaman justicia. Esa capacidad de resistir y de transformar el dolor en memoria activa es quizá la prueba más grande de la dignidad nacional.

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