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Opinión

El mal del siglo

El mal del siglo

Por: Sebastián Amézquita 


“En esta puta ciudad todo se incendia y se va”, “en esta sucia ciudad no hay que seguir ni parar” eran algunas de las frases contenidas en la canción titulada Ciudad de Pobres Corazones del álbum homónimo que Fito Páez lanzó en el año 1987. Éste ha sido catalogado por quienes opinan sobre música como el álbum más visceral y rabioso de la carrera del compositor argentino, y no era para menos, esas letras cargadas de desasosiego e impotencia provenían del trágico asesinato de su abuela y de su tía cuando él se encontraba presentándose en Brasil junto a Charly García. 

Además de la desgracia familiar Fito escribe ese álbum en un contexto social bastante convulsionado, un año atrás la selección argentina de la mano y la pierna Izquierda de Diego Armando Maradona llevaron a este país la copa del mundo, una clara inyección de motivación que de cierta manera levantaba la moral de un pueblo que venía de sufrir una dictadura militar y una derrota de guerra ante Inglaterra por el dominio territorial de las islas Malvinas. A pesar de esto, no se logró un estado de tranquilidad en la psicología colectiva, pues los efectos de la década perdida no se habían ido, los 80 no habían terminado, la industria nacional y las empresas había quebrado, los jóvenes que sobrevivieron a la masacre del general Videla salían nuevamente a las calles a protestar por la construcción de un país con oportunidades para ellos, con oportunidades para salir del amargo estado de ansiedad al que una desafortunada realidad política, económica y social los había arrojado. Buenos Aires entonces era el epicentro de un gran estallido social.

Esto no es nada atípico cuando estamos hablando de ciudades Latinoamericanas y ha sido una constante heredada por el sin número de conflictos que como región y en cada uno de los países hemos tenido que atravesar en estos últimos 40 años. Sin embargo, la manera como se han venido desarrollado las diferentes problemáticas en esta ciudad nos permite entender que Ibagué es un caso de exclusivo análisis que, aunque comparte en síntesis algunas de las dolencias sociales de otras ciudades del país y de esta parte del continente, es un panorama que se asemeja un poco más al Mal del siglo.

Sí, el mismo mal del siglo o el mal de Wherter del que habló José Asunción Silva en un breve cuento, esa expresión que quedó acuñada en el prefacio de la novela Obermann del literario francés Charles Augustin Sainte-Beuve en 1833, con la cual se empezó a hacer referencia a ese sentimiento de decadencia y hastío que invadió a la juventud europea del Siglo XIX y por lo cual se generó todo un movimiento literario y filosófico que pasó por exponentes como Edgar Allan Poe, Lord Byron, Virginia Wolf, Albert Camus, Jean Paul Sartre, entre muchos otros. 

Fue un fenómeno de la sociedad que se originó con el racionalismo de la ilustración. El panorama de ese entonces no le permitió a la sociedad continuar ligada a una estructura de valores religiosos, institucionales o filosóficos a través de los cuales se pudiera encontrar una explicación sobre el sentido de las cosas. Esto no solo generó una inmensa ola de suicidios en Europa, sino que convirtió el conflicto y las conductas autodestructivas una tendencia en el comportamiento de las personas y su visión sobre la vida. 

Una sensación de malestar similar es la que se puede respirar por los aires de esta ciudad, y es que a Ibagué desde hace algún tiempo la han venido atacando los problemas de las grandes metrópolis con la desgracia de contar con los recursos morales, económicos e intelectuales de las ciudades pequeñas. En una Ibagué con menos de 600.000 habitantes que está siendo acorralada en todos sus frentes por el fenómeno del suicidio, el desempleo, la violencia, la inseguridad, la represión policial, el coronavirus y un claro descontento colectivo con la política local, difícilmente se puede pensar que alguien logre escapar de estas conflictivas dinámicas de ciudad que desde hace varios meses nos hemos vivido al tiempo.  

Ahora cuando más la ciudad ha necesitado que el estado cumpla su función natural de regulador de la sociedad, vemos como las instituciones se han volcado a la teatralidad y que sus labores se han desarrollado en función de continuar en el ejercicio del poder sin ningún tipo de vocación que promueva el bienestar humano. Por el contrario, la sociedad ibaguereña se encuentra sumergida en un conflicto consigo misma, con los contratiempos de la cotidianidad y con las diferencias que cada día nos separa los unos de los otros. Un sentimiento de impotencia que no solo se podrá cambiar en las urnas, sino que adelantando a su vez todo un proceso de reconciliación, nobleza y humanización del pensamiento individual que nos permita dibujar un panorama diferente para el día de mañana o pasado mañana. “El pan ya no alcanza y el circo no divierte”.

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