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Historias

No soy Laura, llámeme Víctor

No soy Laura, llámeme Víctor

Por: Michelle Pinzón


Dicen que los ojos son la ventana del alma. La frase sirve para describir la penumbra que vive en Víctor Lozano, ante una delicada mujer; ahora, un hombre de barba tupida y manos fuertes. Juega con el humo del cigarrillo que acompaña sus palabras, bebe lentamente, pero con grandes sorbos la cerveza fría que disfruta cada noche acompañada de rock. Mira su entorno, quizá buscando algo, un poco de fuerza para narrar su historia.

Está sentado en una de las esquinas del bar, en la mesa más solitaria, observando cómo se deslizan las pequeñas gotas en el envase frio de la cerveza. A sus 28 años ha conocido el amor, la crueldad y el desprecio de la humanidad por pensamientos que no entienden.

Soy simplemente una persona que quiere sentirse bien consigo mismo.

Así comienza a contar una serie de sucesos que iniciaron con la inyección de testosterona número 1 en el año 2013. Estaba consciente del cambio de realidad que iba a vivir. Pero era inevitable. Al mirarse en el espejo, la persona que veía no era él.

Víctor es un hombre transgénero, no transexual. Es decir, aún conserva sus genitales femeninos a pesar de que su apariencia sea de un hombre. La testosterona afecta su voz, hace crecer vello en rostro y redistribuye la grasa de la cintura y los pechos;  además, modifica un poco la apariencia de sus genitales.

En el bar, habla pausadamente, mantiene una distancia moderada, explica que desde el inicio de la transición no soporta el contacto directo de personas desconocidas. Su círculo social se redujo a su hermana Yesica, Arian, su mejor amigo, quien también pasó por la misma transición, Sandra, la novia de su hermana quien ha sido su amiga desde el 2009 y Alejandra, su novia.

Al hablar con sus amigos cercanos, ellos recalcan el hecho de que Víctor es un hombre reservado, habla estrictamente lo necesario, sonríe y disfruta siempre de una cerveza fría. Cuando se le pregunta por su nombre anterior responde:

 Mi nombre es solo mío. No voy a alimentar el morbo de la gente; generalmente preguntan solamente para el chisme. Puede llamarme como se le dé la gana, no me importa, pero mi nombre jamás lo voy a decir.

Decido llamarlo Laura, un nombre común, que quizá puede darle una identidad a una mujer que ha dejado de existir. Antes de la inyección número 1 vivía en Isnos, un pequeño pueblo olvidado ubicado al sur del Huila.

A sus 22 años había sentido en sus huesos el terror de no ser una oveja detrás del rebaño. La libertad era un sueño utópico. Vivir en un lugar tan alejado, arraigado por una cultura tradicional, la hacía prisionera no solo de aquel sitio sino de su propio cuerpo. Ella, con su cabellera negra, su rostro delicado y voz suave, iba en algún momento a rebelarse; dejaría de lado el miedo a los comentarios, a esas miradas que parecen apuñalar juzgando lo diferente y a las acciones de seres humanos que nunca entenderán la fuerza y determinación que se debe tener para dejar de ser.

Para enero del año 2013 la decisión estaba tomada: quería ser un hombre. Pensaba, aunque ya era una chica lesbiana, que aún no tenía la libertad que anhelaba. No había hablado de ello con nadie, era solamente su decisión y ni siquiera su madre podría influir en ella. Llevaba aproximadamente un año documentándose acerca de los riesgos, ventajas y desventajas. Su mejor amigo, Arian, había iniciado la transición un año antes; esto lo inquietaba; sin embargo, no tenía el valor para iniciar.

— Tenia conciencia de las consecuencias, de que mi tiempo de vida se reduciría a la mitad. Esto se debe a una sobrecarga del hígado por el proceso hormonal que el cuerpo intenta lidiar, es por esto que el hígado se vuelve graso y finalmente causa una falla o una cirrosis.

Toda esta información médica, Víctor la conocía de antemano.

— Se supone que debo llevar una dieta, dejar de consumir alcohol y nunca volver a fumar, pero, no me importa. Mueve sus manos intentando expresar la poca importancia que le da al suicidio lento que inició hace 7 años.

Por fin tomó la decisión de comprar la inyección número 1, días antes de su cumpleaños 23. Sin embargo, al consultar el debido proceso sabía que debía ir a un endocrinólogo y quedaría remitirse a Bogotá, pues ni en Ibagué ni en el Huila hay un profesional que pueda tratarlo. Además, muestra un poco de desprecio por los profesionales de la salud. Es allí cuando entra en materia y cuenta que en Isnos solo existía una persona que sabía inyectar, en la droguería del pueblo. Este hombre lo observaba con el desprecio que solo el ser humano puede destellar; una luz miserable que le decía ¡Adefesio! ¡Innatural!

Cada vez que Víctor iba a inyectarse la testosterona, le preguntaba hasta el cansancio

— ¿Está seguro? ¿Sabe lo que está haciendo?

Era lógico que sucediera esto en un pueblo católico y tradicional. Fue en ese momento que decidió llevar todo su proceso por él mismo y con la ayuda de San Google.

Antes de la inyección número uno, era una mujer alegre, que siempre se presentaba

— Hola, soy Laura y me gustan las mujeres.

Es el chiste privado que solo sus amigos cercanos conocen. Sandra cuenta que era una chica desaliñada, que reía todo el tiempo y que le encantaba bailar Rebelde con sus compañeras. Su hermana menor, Yesica, toma el tema con mayor seriedad, pues era lógico que debía dejarlo ser. A pesar de esto, cuando habla de Víctor en pasado, se le dificulta un poco, porque no sabe que pronombre usar, ¿Él? ¿Ella?

— Creo que eso fue lo que más se me dificuló. En un principio intentaba no referirme ni a su nombre ni al pronombre. Le decía: oiga y ole, porque aún no había asumido que ya no era Laura, era y siempre había sido Víctor.

Siempre compartieron todo, son buenos hermanos, se aman y apoyan. Yesica fue la primera persona a la que Víctor comunico su decisión con la simple pregunta

— ¿Manita, me ayuda a escoger un nombre?

El cambio de nombre fue difícil. No encontraba uno que lo identificara, con el que se sintiera cómodo. Las inyecciones, el proceso, el cambio de voz, sus primeros vellos en el rostro, la reducción de sus senos, el paro indefinido de su menstruación, no eran nada comparados con la búsqueda casi interminable de un nombre que lo hiciera feliz.

Cuando ¡Por fin!, Víctor fue escogido, ahora el papeleo: ir a la notaría, llevar la carta especificando el cambio de nombre, la cita con el notario y la escritura pública donde se hace legal el cambio de nombre y 120 mil pesos después, una nueva cedula. Aunque ni siquiera al realizar papeleo fue exento de la discriminación por parte de la secretaria del notario de San Agustín. Cuando fue a la notaría, primero habló con la secretaria, esta mujer con unos 50 años encima, pequeña y de gafas negras le pregunta después de realizar una mueca de asco:

— ¿Qué nombre quiere?

Víctor volvió a sentir el desprecio en sus huesos y respondió:

— ¿Tengo que decirlo enfrente de todas estas personas?—, luego la madreó y salió de la notaría.

En la notaría de Pitalito lo atendieron como cualquier caso. El notario, un hombre robusto y de bigote, observó la cédula de Laura, y dijo

— Sus papás le hicieron una jugada muy verraca, ¿no?

Ahora, Víctor dejó atrás la tediosa depilación, la asfixia del brasier. Cambió la presión del tampón por la faja, aquella prenda debajo de su camisa que lo asfixia pero que oculta sus dos senos, ya reducidos después de las 75 inyecciones de testosterona. La odia, pero la ansiedad de pensar que cualquier curioso va a lanzar su mano y tocarlas hace que se convierta en una necesidad el uso de esta.

Se siente incómodo, continúa en un jugueteo con el humo del cigarrillo Mustang, con la mano izquierda acaricia su barba y observa el fondo del bar. Guarda silencio. Frunce el ceño, se marcan un poco más sus cejas gruesas, baja la cabeza. Silencio, silencio, silencio incómodo que parece no terminar. Del cigarrillo solo quedan las cenizas esparcidas en el piso. Víctor ha pasado por momentos difíciles, sin embargo, nunca sintió tanto miedo como cuando decidió hablar con sus padres. En el pueblo, en la casa grande donde vivía, entro a la habitación de sus padres, cerró la puerta lentamente y les dijo:

— Tengo que decirles algo.

Su padre aún no había asimilado la noticia de que su hija era lesbiana

— ¿Ahora qué quiere?

Laura toma aliento, ve a su padre a los ojos y le dice:

— Lo que pasa es que soy Trans.

Para ese entonces, Laura había iniciado a inyectarse testosterona a escondidas, su madre pensaba que el cambio en su voz era por una gripa que parecía jamás terminar. Ya había cortado su cabello y se vestía como chico, los vellos en sus piernas comenzaban a ser gruesos y su rostro estaba pasando por una especie de segunda pubertad, pero masculina;estaba dejando de ser perfilado y delicado.

— Lo chistoso es que, uno de adolescente habla como marica, y cambia su tono de voz y mueve su mano lentamente y ríe—, de pronto su risa se detiene y dice— Mi papá me dijo cosas que no voy a repetir porque todavía duelen y mi mamá no me defendió, solo lloraba y me preguntaba ¿Por qué Laura? Las cosas no volvieron a ser iguales.

Laura no niega el amor incondicional que tiene por sus padres, pero en el momento no quisieron entenderlo.

El sacrificio, las lágrimas y la soledad que incluye ser transgénero fueron recompensados después de un tiempo. Víctor se fue por dos años para Buga, en el Valle del Cauca. Estaba lejos, aislado, sin comunicación con sus padres, había terminado una relación de dos años que tenía con Paola, una mujer que lo apoyó incondicionalmente, pero el amor había terminado. Trabajaba como parrillero en un restaurante. Los días eran agobiantes: trabajar con faja, asfixiado por el calor de la parrilla y llegar al final del día a una habitación solitaria lo habían convertido en una persona hermética. Cuando inicio a estudiar psicología a distancia tuvo un ataque de ansiedad, estuvo paralizado varias horas y finalmente avisaron a su familia, quienes después de tantos meses, lo esperaban con los brazos abiertos.

—  Mi mamá esperaba a mi papá en la habitación. Cuando se escuchó que apagó la moto, entrópero no llegaba a la habitación. Cuando fue a buscarlo, él estaba sentado en una silla llorando desconsoladamente —, comenta Yesica. La situación estaba fuera de control y era hora de calmar los ánimos y reunirse.

Las personas transgénero siempre necesitan el apoyo incondicional de la familia pues se enfrentan a la sociedad, se lanzan de cabeza con valentía, le dicen al mundo este no soy yo. Ahora Víctor vive con su familia en la capital tolimense. En el bar, tranquilo, después de 6 cervezas, comienza a cantar con pasión:

— Bebe, danza, sueña, siente que el viento ha sido echo para ti. Vive, escucha y habla, usando para ello, el corazón.

Víctor ahora está rodeado de cariño, tanto de su familia como de Alejandra su novia quien ha estado siempre informada sobre la transición de Víctor.

—  La decisión ha sido y siempre será de él, seguir inyectándose o no.Igual, siempre estaré para abrazarlo. Para mí es un hombre fuerte y no puedo imaginarlo de otra forma, y sonríe.

Se conocen hace algún tiempo, pero ahora comparten sus días. Los ojos de Alejandra muestran al mismo tiempo felicidad y preocupación. Mientras tanto, Víctor continúa cantando en la mesa solitaria de aquel bar, oscuro, acompañando la música con humo de cigarrillo y cerveza fría.

Y todo empezó con la inyección número 1.

*Estudiante de comunicación social UT

La anterior pieza periodística es producto de la cátedra Periodismo y Literatura que dirige Carlos Pardo Viña en la Universidad del Tolima

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