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Natividad: la memoria de las violencias

Natividad: la memoria de las violencias

Natividad Valencia ha vivido todas las violencias en Colombia. Ella tiene 82 años los parpados caídos y una teta de trapo; luce su pelo rubio cenizo, un rubor rosa que le disimula su palidez y una ropa fresca, digna del calor de su pueblo. Se sienta muy derechita antes de iniciar la entrevista. Luce muy seria, frunce sus cejas y habla muy pausada cuando recuerda sus desplazamientos, pero se ríe tanto como sus pulmones se lo permiten al recordar los privilegios simples que tenía al ser amiga de los paracos.

—    Poder decirles hijueputas en su cara sin sentir temor, no tenía precio.   
Se recuesta en el sofá de su pequeña sala, cruza la pierna, mueve su pie de arriba abajo, mientras mira una pintura que adorna la pared. Allí aparecen un hombre y una mujer con ropa elegante. Se detiene y la señala.                                                                                                                                                                       
—    Cuando conseguí al gurre ese de mi marido, sin querer, me trajo por aquí a sufrir otra vez la violencia.
Natividad nació en Ibagué. Fue criada en las afueras de la ciudad, en una finca llamada Toviejo  y forzada a abandonarla junto con su familia por los pájaros en el año 53. Tenía sólo nueve años.

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—    Salimos sólo con la ropita, dejamos todo. Gracias a Dios que ninguno de nosotros fracasó en la salida. Así fue como fuimos a parar al llano a un punto que se llama Planada, ahí viví bien y conocí al que sería mi marido.
Nati cierra los ojos, relaja sus brazos y dice recordar… Una finca pequeña, la gente de la zona muy servicial y el hecho de que todos se conocían. Su marido la había llevado a un caserío llamado pozo 2, donde pretendían probar suerte y radicarse.
—    Saque esa niña porque se la violan y a usted también— le dijo un soldado a Natividad una mañana.
Ahí empezó todo de nuevo. Era normal en la zona salir al pueblo y rendir cuenta a los militares de la cantidad de comida que era permitida comprar, para evitar que le ayudaran a los guerrilleros, pero cuando se corrió el rumor de que había llegado Tarzán a la zona, todos se alarmaron.

Nati describe un señor mono, alto y gordo que andaba con su cuadrilla. Iban de vereda en vereda dejando rumores a su paso, llegaban a una casa, Tarzán se drogaba y justo después con sus ojos rojos y una sonrisa grande, ordenaba amarrar a todos los hombres, a los maridos, hermanos y delante de ellos violaban a las muchachas, señoras y hasta las niñas. Le daba orden a los soldados de que le pasaran por encima a las mujeres, iban de chorro en chorro, de caserío en caserío haciendo lo mismo. Nadie quería ver esos ojos rojos entrar por la puerta de su casa.
Cuando llegó a la escuela de caño grande, cerca de la finca en donde vivían, fue cuando el soldado le dio aviso. No le conocía, pero Naty le está agradecida.

—    En la casa no lo pensamos mucho, ya sabíamos qué hacer.
Sin empacar nada salieron para el pueblo más cercano
—    No supimos qué pasó ésa noche, pero cuando volvimos a la finca, ya nos habían revolcado todo. Además nos robaron. Entre lo que se llevaron, recuerdo unos aretes aguamarina incrustados en oro, grandes, mírelos aquí— los muestra orgullosa en la foto de su cédula vieja y prosigue. — Hasta los interiores de mi marido se llevaron.
Ella suspira, su mirada muestra ira, apreta fuerte los puños haciendo temblar sus manos viejas, sus venas salen protuberantes.

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—    Todo el mundo sufrió. En la primera matazón que hicieron cayeron 10, ya a los 15 días siguieron con la finadita chava y sus trabajadores, los mataron por quitarle la propiedad, ahí cayó hasta don Gice, quien cuándo salía y tomaba, solía quedarse donde Chava y amanecer.

Estos sucesos la llevaron al municipio de puerto Boyacá a mediados de los ochenta. En esa época, el lugar había pasado de ser un frente de las FARC a convertirse en “la capital antisubversiva de Colombia" y la cuna de las autodefensas.

—    Sufrí la violencia grande de los conservadores, después vino el ejército quienes parecían ser peor, así que convivir con los paramilitares fue mejor.
Mientras se acomodaban,     llegó a pagar una habitación con sus tres hijas y su marido. Compró una cocinita en la plaza, ahí fue donde conoció a los paras. Andaban muy bien vestidos, llenos de alhajas, mínimo 3 cadenas de oro. Usaban sus ponchos, algunos cachuchas o a otros les gustaban los sombreros, nunca preguntaban el precio de nada a donde fueran, andaban en sus motos o en sus carros y en esa época la gente andaba a pie o en cicla, así que era fácil reconocerlos.

Dice que eran un cliente más: atendía todo el mundo en su pequeña cocina. Vuelve a fruncir sus cejas y dice que en dos ocasiones muchachos del campo llegaron y ellos ya le estaban esperando. La plaza era pequeña, con caminos estrechos y pequeños locales, así que ella lograba verlos en su cacería, uno en cada esquina. Para cuando terminaran de comer, los amarraban y se los llevaban. Ella sabía lo que iba a pasar, pero no podía hacer nada. Luego cogía a los victimarios que conocía y les reprendía.

—    Cómo van a hacer eso. Dios mío

Ellos ponían su dedo índice en la boca, arrugaban las cejas y le decían que “calladita”.
 Naty dice que los regañaba.

—    Tan hijueputas ustedes, matar a sangre fría a un inocente.
Sentía el derecho de decirles cualquier cosa: comían todas las noches en su casa y eran formales con ella y con su hijo.
— Yo alimenté un poco de mugres de ésos, había tres que venían siempre.

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Era la misma rutina cada día, abrir el puesto en la madrugada, su marido Domingo se venía adelante a contar los muertos, le avisaba cuántos habían y por qué ruta coger. Se decía que los muertos eran para limpiar la zona, “ya que no habían ladrones, marícas y mucho menos marihuaneros”.

Ella habla con miedo, noto que mira cada rato a la puerta y siempre que pasa una persona baja la voz. En un momento llega una moto frente a su casa, se sujeta de la silla y rápidamente se incorpora, su cara se palidece aún más y me pregunta alterada ¿quién es?, se asoma un hombre por la puerta  y al ver un rostro conocido se rie y vuelve a recostarse.

—    Ellos son peligrosos y aún actúan en las sombras, estos temas son delicados.

En esos tiempos, los que necesitaban dinero hablaban con ellos, les daban una cita un día y le daban lo que necesitaran. Pero también tenían renombre por la infinidad de muertos que tenían encima, repartidos por partes en el rio grande de la magdalena.

—    Eh ¿ahora además de matarlos tenemos que pagarle el entierro? No jodás.—Fue lo que le respondieron a una madre luego de pedirles dinero para el entierro de su hijo, muerto en una masacre.

Se indigna al decir que ya no creía en las instituciones, porque en la violencia vio mucho. Se ve la frustración en su rostro y cuenta en un tono más golpeado…

— La policía en la guerra bipartidista cogía a los niños en la bayoneta y los dejaba ensartados ahí, solo porque eran liberales. Amarraban a la gente del cuello, los arrastraban en caballos y ni para qué volver a hablar de Tarzán y sus barbaridades. ya en el pueblo policías pasaron a ser un adorno, casi ni se veían, para eso estaban los paras.

Natividad tuvo que enfrentar las violencias. Hoy da gracias por estar viva, va a misa, poniéndose su mejor pinta y caminando muy segura, a paso lento, su espalda muy derecha y su mirada bien arriba. A veces, sigue sintiendo el mismo miedo. Sabe, que ella es sólo una de las muchas memorias de la violencia que hoy vuelve a pender sobre nuestras cabezas.

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