Historias
Dos historias, dos vidas, una sola apatía
Por: Erickzon Rojas
En los últimos días, medios de comunicación de la ciudad han registrado muertes dolorosas, en la que sus principales protagonistas poseen similares características: adultos mayores en estado de abandono, que agonizan en las calles a merced de un pavimento frío, que les asemeja el gélido actuar de una sociedad que los ha dejado morir en el olvido, tan solo porque, por cosas del destino - merecidas o no, no hacen parte de ese círculo fastuoso, y llevan a cuestas la impasible apatía de quienes ignoran una realidad que no se deja esconder.
Sí; así murió don Pedro en inmediaciones de la Universidad del Tolima, don Douglas en el sector de Varsovia y el señor Ancizar en la calle décima con carrera primera. A ellos, endebles, se les apagó la vida, y hoy me sigo preguntando ¿Cuántos más? Hace unos meses, un día cualquiera, transité por el sector del cementerio San Bonifacio, al cruzar por allí, a las afueras de un local de fabricación de lápidas, vi a una señora postrada en una silla, sus pies permanecían hinchados a consecuencia de una insuficiencia venosa.
Debo reconocer que escenas así me causan desconsuelo. El mismo que siento cuando veo personas con necesidades y sufrimientos. Ese día, más allá de la tristeza, seguí mi camino, pensé que la inerme mujer sentada allí, pedía limosna durante el día y en la tarde iría a casa o a algún lugar a dormir. Tiempo después, por casualidad, volví a pasar por aquella zona, muy temprano recuerdo, y ahí seguía ella; ya no es casualidad, razoné. Aun así, me parecía increíble creer que alguien pudiera quedarse tantas horas en una silla. Quise entonces aventurarme a cruzar en horas de la madrugada, y la sorpresa fue mayor: la frágil mujer postrada en aquel sillón, encorvada, en un sueño profundo, estaba allí. Sin importar el peligro del sector, me bajé del carro y quise despertarla. Mi llamado no tuvo eco y preferí no molestarla más e irme con ella sujetada en mi pensamiento.
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Días después regresé. Mi intención era hablar con los encargados del local donde se ampara. Quería saber de ella, hablar con ella, ofrecerle ayuda. En efecto, le pregunté a la encargada del negocio de lápidas por aquella mujer y del por qué permanecía en este sitio sin que nadie la auxiliara. Me dice que la llaman Rosita o María; cuenta que en ocasiones habla sola, a veces no es coherente en su expresar. “Mucha gente le ha querido brindar ayuda, inclusive de la Alcaldía han venido, hasta de fundaciones también, pero ella les tiene pavor, sale corriendo y regresa hasta la tarde cuando ya siente que todos se han ido”. Manifiesta
Rosita lleva más de 5 años en aquel lugar, en la misma posición, sentada en aquella silla, así duerme. Se baña en un caño que pasa una cuadra abajo del cementerio San Bonifacio, algo inhumano e impensable. Cuentan que don Jorge, el dueño del negocio de lápidas donde está día y noche, antes de morir, le ofreció una habitación; una cama, pero Rosita nunca quiso. Se acostumbró a esa vida de sufrimiento, que tal vez inconscientemente su trastorno mental, no deja asimilar lo doloroso que resulta ser la calle.
Quise hablar con ella. Me le acerqué, lo primero que vi fueron sus ojos verdes; un color que contrasta con la desesperanza de una vida marcada por el dolor. Le pregunté si tenía familia, si sentía dolor en su pierna, su respuesta fue NO. Le dije que quería ayudarla, si aceptaba irse conmigo para un lugar donde viviera un poco mejor. Se paró como pudo, con su dificultad al andar, y echó calle abajo como su hubiera visto al mismísimo anticristo.
Rosita no acepta vivir en otras condiciones, su hogar es la calle, el andén, su vieja silla. A ella afortunadamente le ayudan. Alguien (cuentan que es un medio hermano) dona cien mil pesos para que le den un almuerzo diario. Dos taxistas en ocasiones le llevan desayuno, y gente que pasa le deja una que otra comida, que ella guarda como un tesoro para los días de hambre. Entre esa vida miserable, se puede decir que es afortunada, no todos corren con la misma suerte.
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Y es que no todos tienen esa misma dicha de ser ayudados. Cuando estaba indagando por Rosita, me encontré con don Fabio Rodríguez, un abuelo de 76 años que no escucha bien. De andar pausado, su mirada triste y perdida devela el maltrato y abandono al que está sometido. Dice la gente del sector, que a don Fabio sus familiares lo sacaron de su propia casa. Deambula por las calles de la zona del cementerio y duerme en los andenes. Él a diferencia de Rosita, expresa que sí quiere recibir ayuda, necesita un albergue; un lugar donde dormir y asearse. Estoy en esa tarea y no descansaré hasta ayudarlo.
Son tan solo dos relatos, dos vidas que necesitan asistencia, para que la historia de Pedro, Douglas y Ancizar no se repita. Por más que rechace ayuda alguna, Rosita necesita atención médica para su insuficiencia venosa que le hincha dolorosamente sus piernas. Deben existir alternativas para que se hagan un seguimiento, y traten, al menos, su enfermedad. Y a don Fabio, se debe intervenir lo antes posible. No podemos seguir ignorando una realidad, como si fuéramos misántropos de una ciudad que no muestra empatía con quienes nos necesitan.
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