Opinión
No es un ataque de nostalgia
Por Carlos Pardo Viña | Escritor y periodista
En el año 2000, hace apenas 21 años, el telescopio Sloan Digital Sky Survey comenzó a funcionar. En el primer mes de operaciones recogió más datos que los recolectados en toda la historia de la astronomía. Diez años después, sus archivos contenían 140 TB de información, la cantidad que recoge cada cinco días su sucesor, el Large Synoptic Survey Telescope, en Chile. La mitad de lo que hoy conocemos, era absolutamente desconocido hace 10 años y se calcula que la cantidad de conocimiento en el mundo, que se ha duplicado en los últimos 10 años, se duplica ahora cada 18 meses, de acuerdo con la Sociedad Americana de Entrenamiento y Documentación (ASTD, por sus siglas en inglés).
La capacidad humana parece desbordar todos los límites y yo, como todos, he sido testigo de los últimos adelantos de la civilización, de esos que muchas veces nos enterábamos en el cine, en los cortos de El mundo al instante. Seguramente algún joven lector no sabrá de qué hablo, pero mis coetáneos seguramente recordarán la voz nasal y su “en la república federal alemana” que nos llevaba a un mundo de ciencia y modernidad. Debo confesar que no podía pestañear cuando por fin pude ver televisión a color, que me sentí un ciudadano del mundo cuando una parabólica expandió de tres a veinte los canales disponibles, que creí habitar la nave Enterprise de Viaje a las estrellas cuando tuve mi primer celular, de tapita, y que creí asistir a un acto de magia cuando pude conversar, gracias a los primos menores que me enseñaron, con gente que no conocía en las salas de Latinchat. Todo parecía llegar en una cascada impetuosa que me obligó a aprender nuevas cosas cada día y a acostumbrarme a tener el mundo en la palma de la mano. Parece que fue hace siglos, pero en realidad todo ha transcurrido en un soplo de años.
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Ya nadie tiene que mover la antena del televisor, ahí ahí ahí, no la mueva, justo a la hora del partido o de la pelea de Pambelé o el Happy Lora; ya no hay que pedirle al niño de la casa que cambie el canal del tele con la perilla que tenía tan sólo 12 números y la sigla UHF, porque llegaron los controles remotos y cada uno tiene un televisor en su habitación; ya nadie recuerda las viejas máquinas de escribir Underwood, Remington o Brother con las que hacíamos los trabajos del colegio y que nos dejaban los dedos manchados luego de cambiar o rebobinar las cintas que en algún año trajeron como última innovación poder alternar los colores negro y rojo; ya no hay que hacer colección de LP o de cassetes con un taquito de papel embutido en uno de los orificios para poder grabar encima, porque todo está en la red y lo que no aparece en la web o no existe o pronto dejará de existir.
El mundo cambió. Nosotros también lo hicimos. Como humanidad, nos convertimos en acumuladores de conocimiento, todo dizque para transformar la realidad. La verdad, lo hicimos. Pero sólo para unos pocos. No hemos tenido la grandeza de construir un mundo donde quepamos todos, un mundo en donde eso que llaman los mínimos vitales no sean las migajas de quienes concentran riqueza y poder. Y así, para qué modernidad… para qué conocimiento… para qué putas.
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