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Malditos, mil veces malditos
Tengo dos hijas. Una, tiene 29 años y la otra 25. Ambas han sido víctimas, en diversos momentos de sus vidas, de acoso. Así que discúlpeme querido lector, si esta columna está llena de rabia e impotencia.
La Real Academia de la Lengua define acosar como “Perseguir sin tregua ni descanso a una persona para atraparla o a un animal para cazarlo”. Un acosador es eso, un cazador. Un maldito cazador que no conoce los límites y atenta contra la dignidad y la integridad para lograr satisfacer sus bajos instintos. Pequeña el alma, pequeña su hombría. Para ellos, la mujer no es mujer, es un animal que debe ser cazado.
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Todo inicia con mensajitos que quieren parecer inocentes. La mujer, infortunadamente acostumbrada a ser presa (animal que es o puede ser cazado, según la RAE), decide obviarlos, manejarlos, tomar ciertas distancias. Sabe que hay una desigualdad. Que el hombre tiene más poder, que si es profesor le puede hacer perder la materia, que nadie le va a creer, que si es jefe, la puede hacer echar, que qué pereza el escándalo. Calla. El cazador no cede. Cree que es una invitación. Aumenta su presión, los mensajes suben de tono, dice palabras en voz baja para que nadie les escuche, hace toques indebidos, la mano en el hombro, en la cintura. Ríe. El maldito ríe pensando que está de conquista. La mujer, calla. Tiene miedo. El cazador abusa de la autoridad que le da ser el jefe, ser el profesor, ser mayor. Y los demás, callan. Fue solo un piropo, dicen, está de coqueto, dicen, no es más. Y la mujer calla y teme. La invade el miedo. Qué desgracia vivir en una sociedad donde las mujeres de todas las edades deben temer.
No es raro que en los ámbitos universitarios los profesores presionen, amenacen y hostiguen a sus estudiantes demandando favores sexuales a cambio de “favores académicos”. De acuerdo a un estudio de la Universidad Nacional, publicado en 2019, al menos el 42% de las estudiantes han sido víctimas de acoso sexual al interior de las instituciones de educación superior. 42%. Casi la mitad de las mujeres han sentido miedo en las universidades. Malditos, mil veces malditos. En un estudio del mismo año, de la Universidad Central, se reveló que el 27% de la comunidad académica conoce al menos un caso de acoso sexual dentro de las estudiantes. Sabemos y callamos. Como si fuera natural, como si fuera el deber ser.
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Toqueteos, acercamientos, miradas morbosas, comentarios obscenos y de doble sentido. ¿Eso es lo natural? ¿Deben las mujeres entonces callar y soportar y temer sin poder pronunciar ninguna palabra porque en muchos casos el famoso espíritu de cuerpo sale a proteger? Una estudiante de un colegio público de Ibagué, víctima de acoso, denunció. Las directivas le “aconsejaron” no presentar ninguna queja formal. Por lo general, en los procesos de investigación se revictimiza a la mujer. El sistema le enseña a las malas que debe callar. La voy a denunciar por injuria y calumnia, dicen los acosadores. Y las mujeres vuelven a temer. Y todos callamos.
En los últimos días han aparecido denuncias contra profesores y directivas de la Universidad del Tolima y del colegio Amina Melendro. Lejos del poder que las obligaba a callar, las mujeres se atreven a elevar su voz; las autoridades, mientras tanto anuncian investigaciones, de esas, de las que cuyos resultados uno jamás se entera. No bastan los pantallazos del WhatsApp, no basta que las víctimas hablen duro y den la cara dando testimonio del infierno que vivieron porque “hay que respetar el debido proceso”, dicen. Y sí. Hay que respetarlo. Pero hay que meterle celeridad a los procesos y hacer públicas las decisiones.
Hasta cuando permitiremos que las mujeres vivan con miedo. Se requiere sanción social, legal, campañas pedagógicas no sólo para que los malditos acosadores entiendan los límites sino para que las mujeres no vuelvan a callar. Necesitamos elevar la voz como sociedad. El acoso sexual es violencia, un acto de guerra y, como diría la cantautora Martha Gómez “para la guerra, nada”.
- Por: Carlos Pardo Viña, Escritor y periodista
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