Columnistas
Las serenatas de Ibagué
En su libro publicado en 1868, Viaje a través de América del Sur, traducido por el historiador Álvaro Cuartas Coymat, Jean Fracoine Cadoine, Conde de Gabriac da pistas sobre la Ibagué de 1866. Luego de su paso por la Academia Sicard y de recibir una serenata de salón, liderada por un clarinetista no muy virtuoso, según su relato,, el Conde narra un ambiente musical callejero en donde las serenatas hacen parte de una práctica cultural que se prolongó en el tiempo.
Además del relato del Conde, hay evidencias de la serenata como práctica cultural en los apuntes del viajero suizo Ernest Röthlisberger, escritos en 1882 y publicados bajo el nombre de El Dorado: “Una noche nos dieron en Ibagué una serenata. Eran músicos que dominaban la guitarra, el tiple y la bandola como verdaderos virtuosos y tocaban acertadamente incluso algunas obras clásicas. Al escuchar los primeros compases, nos levantamos de la cama, y, envueltos en largas mantas y con el sombrero puesto, hicimos pasar a los músicos para ofrecerles el consabido trago de brandy. Los brindis improvisados que se dijeron en aquella nocturna y extraña reunión fueron tan graciosos como atrevidos”.
O la narración de Floro Saavedra Espinosa en 1939, en su columna en el diario El Derecho bajo el título Rehabilitemos la serenata: “Por la calle, tendida como un muerto, entre una doble fila de bombilla, un automóvil sigiloso, desfile de un amor en pena, se detuvo a la quietud parroquiana. Y, uno… dos… tres… cuatro… cinco hombres cautelosos, en meditada complicidad, descendieron sobre el paño de sus pasos para acercarse a una ventana, confidente ayer de secretos apasionados y de amores extinguidos, que el recuerdo hace presentes y que tienen la misma dolorosa apariencia de una herida, bajo la tibia suavidad de los vendajes. Y a un mismo tiempo, como si de su cuerpo sacaran su propio corazón, tendieron sobre sus pechos las guitarras y los tiples, las vihuelas y requintos. Y como si una batuta misteriosa los mandara, rasgaron el silencio, con un pasillo en la menor, que no era ciertamente un pasillo, sino una carta muy sentida en donde cada nota era una queja y cada queja una lágrima. Luego una danza El sol de la tarde, vieja, pero bella, dulce y suave”.
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La serenata como práctica cultural se desarrolló en América Latina desde el siglo XVI. Contrario a la usanza europea, que tenía un repertorio de compositores clásicos, en Colombia, como en el resto de América, se transformó bajo las influencias de la cultura criolla, introduciendo el bolero, el bambuco, la canción, lírica, la ranchera y el son. En la región andina colombiana, el bambuco y el pasillo fueron los protagonistas indiscutibles, con un repertorio conformado entre cinco y siete números obligatorios, que tenían el siguiente orden: introducción, bolero, pasillo o bambuco, ad libitum y despedida.
La serenata en Ibagué se erigió como una práctica cultural ampliamente difundida que, en los sectores populares, se desarrollaba en las calles y bajo las ventanas, mientras que en las élites, ocurría en las salas de las casas, asumidas como veladas lírico – literarias y musicales, como las que organizó Alberto Castilla en 1906 para la formación de su escuela Orquesta, que daría origen al Conservatorio del Tolima.
Las serenatas han hecho parte de nuestra historia, de nuestra memoria, de nuestra identidad, y hoy, en tiempos de pandemia, los músicos han vuelto a ellas. Es común ver cantantes e intérpretes de todos los calibres y de todos los estilos, instalar un parlante en cualquier calle y cantarle a los edificios y a las casas, de donde poco a poco comienzan a salir curiosos. La serenata ya no está cobijada por la noche, ya no hay un trago de brandy como a final del siglo XIX, pero cada vez que los escucho hacer sus pruebas de sonido, cada vez que suenan los bambucos o los boleros o las rancheras o los vallenatos, mi memoria viaja en el tiempo y comprendo que somos, también, lo que fuimos.
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