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La contrarrevolución preventiva
“Se ha llamado contrarrevolución preventiva, esto es aquella que no está enderezada a debelar una revolución en marcha, sino a impedir que cada sociedad o cada pueblo puedan asumir la responsabilidad de participar directamente en las grandes conquistas del mundo contemporáneo y puedan tomar la iniciativa de crear y desarrollar su propia cultura.”
Antonio García
Antonio García entendió que en toda la América Latina “el sistema representativo no ha servido para representar al pueblo”, que tras la fachada de una teatral “democracia”, se siguen escondiendo las “tendencias señoriales heredadas de la colonia española, sus instituciones de represión y de gobierno, su cultura monástica, su iglesia jerarquizada y una esclerosada e inamovible estratificación social”. Nos explicó que en la América Latina y particularmente en Colombia, a pesar de la apariencia de modernidad, seguimos viviendo en una sociedad entre señorial y burguesa, en donde hasta la emergencia de las nuevas fuerzas e ideas sociales, ha sido condicionada a los intereses del poder, que se expresa en un modelo de capitalismo subdesarrollado y dependiente, una especie de “república señorial”, autoritaria que funciona mediante la “trasmisión dinástica de los rasgos políticos” entre las grandes familias de la oligarquía.
Nos develó cómo hasta la propia aparición de las ideas rebeldes, estuvo cargada de engaño y falsedad, ya que su irrupción no significó el impulso de una clara ideología emancipadora, sino una acrítica adhesión a las retahílas y “consignas de un nuevo evangelio -dada la tradición confesional y ortodoxa de la educación- que a las tesis o planteamientos teóricos de una ideología revolucionaria”. Estas expresiones políticas -llamadas de “izquierda”- casi siempre han terminado, si no reprimidas o cooptadas, reducidas a simples expresiones fundamentalistas de pequeños grupos aislados y sectarios, convertidos en “ensimismadas iglesias revolucionarias”, acompañadas de mucha doctrina teorética y de muy poca acción transformadora, pero buscando siempre oportunidades pragmáticas de incorporación a las estructuras del poder.
Estructuras de un poder, inicialmente concentrado en el patriciado latifundista criminal, que impuso la transmisión dinástica de los gobiernos entre sus grandes familias, con sus mecanismos de lealtades y obligaciones serviles, con la repartija burocrática del Estado, con el compadrazgo, el gamonalismo y sus clientelas, que han tenido continuidad, de manera anacrónica, manteniendo una falsa cohesión social y una falsa democracia que, desvergonzadamente se presenta, con orgullo, como la más antigua y consistente de toda la América Latina.
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“La historia nacional de la sociedad colombiana se inició con la movilización insurreccional de los comunes, de labriegos libres, artesanos, obreros de manufactura, peones, y clases medias de una región -como la del Socorro- sin antecedentes latifundistas y señoriales, en 1871, la que luego se desdobló -radicalizada por su propia dinámica social y por la genial iniciativa de José Antonio Galán- en un levantamiento de los pueblos indígenas del altiplano chibcha y en un proceso de liberación revolucionaria de los esclavos en las plantaciones y centros mineros del valle del Magdalena (Cauca y Antioquia). En la insurrección de los comuneros se encuentra, embrionariamente, la trama de la historia contemporánea de la sociedad colombiana, entendida como un contrapunto dialéctico entre la movilización popular orientada hacia la ruptura y superación -consciente o inconsciente- de las estructuras hispano-coloniales de dominación y dependencia -modernizadas solo a partir de la primera guerra mundial y de la subsiguiente integración a la metrópoli norteamericana- y la acción defensiva-ofensiva de las familias, castas, oligarquías o clases dominantes en el sentido de conservar aquellas estructuras (estrategia conservadora) o de promover la desarticulación o aplastamiento de la movilización popular por medio de la violencia institucionalizada (estrategia contrarrevolucionaria)”.
Los comuneros fueron derrotados por la acción contrarrevolucionaria de sus propios dirigentes; por las altas clases criollas que buscaban sólo una “independencia” relativa, aquella que les permitiera pactar una mayor participación en el poder político y económico, sin llegar a desencadenar la revolución social. El problema fue “resuelto” astutamente en el acuerdo político de las Capitulaciones; jugada maestra del Arzobispo-virrey Caballero y Góngora, que inaugura en Colombia la tramposa ideología liberal-conservadora que desde entonces nos agobia con la suplantación del pueblo por los partidos de la oligarquía y con las “disidencias tácticas”, es decir, con esos mecanismos de integración de la inconformidad a los intereses de los grupos hegemónicos, quienes, desde el régimen colonial-hacendatario, hasta nuestros días, se las han ingeniado para cooptar a los contradictores, o para suprimirlos.
En el estudio de la contemporánea historia de Colombia, inscrita en una atmósfera de permanente guerra civil no declarada, de una guerra civil casi siempre encubierta, con la institucionalización del Estado de fuerza, como sustituto del llamado “Estado de derecho”, o “Estado del bienestar”, se descubre que esa aristocracia latifundista, vigente desde la época hispano-colonial y el funcionariado corrupto que ascendió inicialmente en torno a los militares enriquecidos con las guerras de la llamada “independencia”, conservaron su poder a pesar de la vinculación del país a los circuitos del mercado mundial y de los precarios procesos de industrialización y urbanización emprendidos durante todo el siglo XX.
Todas estas familias, recién establecidas como “Repúblicas” en la América Latina, -al parecer comprometidas con una supuesta “modernidad”, pero sin zafarse de la herencia hispano-colonial-, incorporaron en su quehacer político institucional mecanismos de persecución y exclusión, como el destierro, el exilio, la proscripción, las desapariciones forzadas, la violencia disuasiva, el asesinato selectivo, como manera de neutralizar las fuerzas sociales y políticas de oposición y como un medio eficaz de control hegemónico absoluto, que les garantizaría el continuismo y la perpetuidad.
Nos enseñó, además, Antonio García, que toda la historia de Colombia está marcada por la frustración de los procesos revolucionarios; que hemos vivido una revolución inconclusa, una constante cantinela de posibilidades truncadas; ya porque los sectores populares han carecido de los instrumentos propios que les garanticen su unidad y su proyección política, o porque los asesinatos preventivos y los sistemáticos crímenes contra los líderes rebeldes e insurgentes, han logrado desarticular y eliminar las alternativas populares, o porque estas fuerzas rebeldes, sometidas a la manipulación y a la traición por parte de los grupos hegemónicos, permanentemente han sido cooptadas.
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En Colombia ha sido tradicional que al no lograrse la readaptación de los rebeldes a las fuerzas históricas del bipartidismo, mediante corrientes que dicen representar todas las clases y sectores (como se quiso con la “Regeneración” de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, la “Concentración Nacional” de Olaya Herrera, o el “Frente Nacional” de Laureano Gómez y Alberto Lleras) y con las supuestas “alternativas” que proponen las “disidencias tácticas” (como el MRL de López Michelsen o con las piruetas del llamado Nuevo Liberalismo); si la contradicción persiste, se recurre entonces al ejemplar expediente de la muerte administrada. Así ha ocurrido desde José Antonio Galán, a quien se le aplicó la dura fuerza de la ley, (como consta en la terrible sentencia del 30 de enero de 1782). Con este tipo de rituales de muerte -que desde entonces persisten en nuestras mentalidades y en nuestra cotidianidad social- se defienden los fundamentos políticos, éticos y morales de la “institucionalidad”, por parte de un Estado hacendatario, señorial, familiar, o mafioso, de su ejército, de su policía, de los políticos, o de su otro brazo armado de bandoleros, sicarios y paramilitares, prestos a aplicar en todo momento el ritual del asesinato a los contradictores, el lenguaje no verbal de la proscripción, de los asesinatos preventivos -como los de Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro... entre muchos otros líderes políticos, sindicalistas y defensores de derechos humanos- o el asesinato sistemático, las masacres, -como el caso del genocidio efectuado contra el movimiento político de la Unión Patriótica- los “falsos positivos” y el valor metafórico y simbólico de las “desapariciones” y del ensañamiento vesánico sobre los cuerpos de los “enemigos” con las mutilaciones y los desmembramientos, que harto ha conocido nuestra historiografía, con la incesante labor ayer de los machetes y hoy de las motosierras, puestos siempre al servicio del poder de esas familias y sus agentes.
Todos estos históricos mecanismos de contención y control sobre los movimientos, luchas y levantamientos populares -proscripciones, extrañamientos, ilegalizaciones, desapariciones forzadas, violencia disuasiva, asesinatos selectivos, genocidios, “falsos positivos”, disidencias tácticas, monopolio sobre los medios de comunicación, empresarización de grupúsculos electoreros que fungen de “partidos políticos”; en fin, con la instauración de un permanente terrorismo de Estado- nos dejan claro que desde el período colonial en Colombia, se ha configurado una característica política particular, un específico sesgo, un típico comportamiento conocido y repetitivo: la figura de la “Contrarrevolución preventiva, esto es, aquellas acciones que no se efectúa contra una revolución en marcha sino contra una posibilidad revolucionaria...
La actual coyuntura histórica nos enseña que si bien es cierto las FARC-EP, no llegaron a la mesa de negociaciones derrotadas, aun están por verse los resultados de dicha negociación; no sabemos si los fusiles oficiales -militares y paramilitares- se silenciarán, si las poderosas familias dinásticas y los nuevos mafiosos y narco-paramilitares enganchados en las estructuras estatales, cumplirán con lo pactado o si, simplemente, se trata de una reiteración, de la puesta en marcha, de nuevo, de ese viejo modelo de contrarrevolución preventiva de que venimos hablando.
Todo ese criminal poder de la vieja oligarquía y de las actuales mafias de politiqueros, corruptos contratistas y cleptócratas, es tramposamente avalado mediante rituales procesos electoreros en que los sectores populares, alborozados, "participan" de la "fiesta de la democracia", y defienden todas esas marrullas con el convencimiento de estar actuando en defensa de la democracia “más antigua de América”.
Por supuesto no se trata de detener la imaginación política, las posibilidades del llamado “principio esperanza”, sino de advertir acerca de dicha criminal reiteración, establecida por esas añejas estructuras que determinan la poderosa fuerza de inercia de la sociedad tradicional y la del crimen establecido y organizado ya en la propia institucionalidad estatal.
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