Columnistas
El oficio de escribir
El día está frío. Ha pasado la época de la florescencia de los ocobos y sólo algunos pétalos lilas tardíos duermen en el asfalto. Nadie se ve en la calle y autos estacionados y solitarios adornan la calle de árboles desnudos. Bien pudiera parecer un domingo de otoño en estas tierras en las que las estaciones son apenas una ilusión. Al fondo, se intuye el hogar geriátrico de Belén que siempre evito cambiando de acera, como si fuera posible burlar el tiempo. Vuelvo a mi silla para escribir una línea más pero el aire se hace denso. El corazón comienza a latir con fuerza. Casi puedo verlo convulsionar debajo de mi pecho. Siento miedo. No hay nadie en casa y la sensación de que alguien mira sobre mis hombros la pantalla del computador, me ha hecho girar varias veces. No puedo terminar las frases. Debo hacerlas cortas para poder voltear mi mirada con cada punto seguido. Alguien me mira. Lo se. No estoy enloqueciendo. Creo que en cualquier momento me va a tocar. Llevo varios meses sin probar una gota de alcohol. No es un delírium trémens. Alguien está de pie, detrás de mí.
Y así, línea tras línea, imagino nuevos mundos en los cuales sumergirme para huir de esta realidad que siempre se me antoja caótica y cruel y despiadada. Escribir es mi manera de derrotar la tristeza y la confusión que siempre traigo conmigo, pero especialmente, es la manera como puedo superar el silencio que se hace más evidente cuando el viento se cuela por entre la ventana trayendo con su canto el baile frenético de las hojas en los árboles. Sólo el ruido de los carros dan fe de la vida allá afuera. Adentro, sólo silencio. No son pocos los días en los que las únicas palabras que salen de mi boca, siempre en Sonata, el café de la esquina, son un expreso por favor, gracias, otro, cuánto es, buen día, hasta mañana. Las noches son igual de silenciosas, excepto los días que doy clase en la universidad cuando dejo, casi imploro, que los estudiantes me interrumpan, que hablen, que pregunten y que especulen, aunque tenga la certeza de que el eco de sus voces jóvenes desaparecerá de manera precipitada y un par de horas más tarde, en casa, sólo el sonido del reproductor golpeará las paredes. Sí. Escribo para derrotar el silencio. Mi silencio. Quizá por eso, en cada página aparece una canción. Justo ahora suena Fito Páez. Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón. Las canciones siempre se cuelan en mis escritos. Regreso al inicio. Leo el primer párrafo en voz alta. Recuerdo cuando lo escribí. Hace parte de un cuento inédito. Justo hoy lo estaba revisando cuando recordé que los artivistas me pidieron que escribiera algo. Sobre el oficio de escribir, profe, dijeron, y yo dije que sí. Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón.
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Vuelvo a poner mis manos sobre el teclado y las letras aparecen una a una sin premeditación ni alevosía, como si yo no las estuviera escribiendo, como si salieran de manera automática, como si estuviera frente a la pantalla leyendo lo que otro hizo. Sobre el oficio de escribir, dijeron. No se. Quizá hubiera sido más fácil que el encargo se lo hubieran hecho a mi padre que ha publicado ya casi 70 libros y es un escritor consagrado. Para mí no es un oficio, es una puta salvación, porque en medio del canto de los grillos que hoy enloquecen, puedo olvidar por un pequeño instante que afuera la tristeza y la sangre y el odio y el miedo transitan los caminos.
¿Qué era lo que tenía que escribir? A veces olvido en qué ando. Ah. Recuerdo. A los artivistas les dio porque les hablara del oficio de escribir. Me da pereza. No quiero meterme en reflexiones académicas ni supuestamente cultas, que el ejercicio de la sintaxis y la gramática, que la verdadera función de los signos de puntuación es que el lector respire al mismo ritmo que el escritor para que juntos encuentren el sentido y la emoción de las palabras, que si la ortografía, que la corrección, que escribir bien se mide en horas culo (el tiempo que pasas aplastado leyendo, escribiendo, corrigiendo, leyendo, corrigiendo, leyendo, corrigiendo, corrigiendo). No. No quiero hablar de eso.
Cuando no haya nadie cerca o lejos… Yo vengo a ofrecer mi corazón. Fito sigue cantando y yo sigo aquí detrás de la pantalla. Quiero tomar un café. Aún debo subir las notas a la plataforma, leer el libro de Sandor Marai que tengo sobre la silla de noche (no tengo mesa, tengo una silla en la cabecera de mi cama). Hay cosas por hacer. Afortunadamente me dijeron que sólo dos cuartillas… no tendría cómo alargar esto. ¿Qué podría decir sobre el oficio de escribir? Nada. No sabría. Esto es sólo lo que hago para derrotar al silencio y espantar la soledad que siempre está conmigo.
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