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Cambalache

Cambalache

 

Por: Julio César Carrión Castro

“Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador”.

Enrique Santos Discépolo.

Juan José Sebreli en su libro Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, publicado en 1964, al abordar el análisis de la situación social, política y cultural de los sectores marginados del proceso de producción capitalista, es decir del lumpen o del malevaje que habitara las zonas y barrios de arrabal de Buenos Aires, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, establece cómo en su caótico acontecer cotidiano estos desarraigados sociales fueron implantando el lenguaje lunfardo, como una forma de rebelión frustrada, contra esa estructura social que los excluía. Dice Sebreli: “El lunfardo que comenzó siendo el lenguaje técnico de los malhechores, destinado a ser entendido sólo por los iniciados devino luego el lenguaje común de todo ese sector desasimilado, que intenta la destrucción simbólica de la sociedad organizada, mediante la destrucción de su lenguaje”.

Pero la sociedad establecida no les permitiría más que ese tipo de violencia simbólica, que luego habría de expresarse en la dimensión estética del tango, de “esos pensamientos tristes que se pueden bailar”, originado precisamente por la épocas de cambio de siglo, en los lupanares porteños. Así, como lo afirma Borges, el tango expresaría una función compensatoria ante la dura realidad y el extrañamiento de los sectores populares, quienes afirmándose en sus imaginarios colectivos, se negaban a identificarse con los valores y símbolos establecidos por el Estado.

Ahora, en este nuevo cambio de siglo, mucho ha variado: la pequeña burguesía de nuestros pueblos dependientes, malograda también en sus históricas intenciones de rebelión y autonomía, pero menos dispuesta a la poesía y al romanticismo, ha terminado por aceptar acríticamente las propuestas de vida y de conducta que le dispensan los detentadores del poder. Grandes capas de las clases medias constituyen una especie de tejido conjuntivo de la estructura social, optando de manera pragmática pero arribista y trepadora, por asumir las pautas, convencionalismos y apariencias que les fijan las ideologías oficiales.

Así como el lumpen proletario odia a los ricos porque no puede ser rico, el pequeño burgués arribista, desplazado de la auténtica cultura, sueña con ser culto; con “ser alguien en la vida”, entonces simula la sapiencia, se cree culto. Refugiándose en sus lánguidos cargos burocráticos y queriendo superar su opacidad y su mediocridad, se aventuran a cumplir disciplinadamente con las campañas sensibleras y de moralismo fatuo o de “defensa de la democracia” que ordenen sus patrones, en el empeño de ser admirados por ellos y recordados por las “reformas” o “restructuraciones” en que participaron. O se prestan, más atrevidamente, en su sumisión y cobardía, a efectuar los actos de represión y de crueldad que les reclamen sus amos, tal como lo ha establecido Erich Fromm en su obra “Anatomía de la destructividad humana”, en donde al analizar la personalidad del criminal Heinrich Himmler, responsable en gran parte del genocidio nazi, nos plantea: “Entre nosotros viven Himmlers a millares. Hablando socialmente sólo hacen un daño limitado a la vida normal, aunque no debemos subestimar el número de personas a quienes perjudican y que hacen decididamente infelices. Pero cuando las fuerzas de la destrucción y el odio amenazan anegar todo el cuerpo político, esa gente se vuelve enormemente peligrosa: son los que ansían servir al gobierno y ser sus agentes para aterrorizar, torturar y matar. Mucha gente comete el grave error de creer que se puede reconocer fácilmente a un Himmler en potencia desde lejos. Uno de los fines de los estudios caracterológicos es hacer ver que los Himmlers potenciales se parecen a cualquiera, salvo para quienes han aprendido a leer el carácter verdadero de las personas y no necesitan esperar a que las circunstancias permitan al “monstruo” revelar su verdadera faz”.

Lamentablemente este tipo de caracteres se ha venido generalizando entre nuestros dirigentes políticos, sociales culturales y “académicos”, quienes motivados por la ambivalencia del resentimiento y las ansias de trepar, han reducido todo su quehacer a la simulación de los conocimientos, a la persecución constante de títulos y acreditaciones, pero incapaces ya de repudiar el sistema, siquiera desde la perspectiva simbólica del lenguaje, como lo hiciera el malevaje con los vocablos del lunfardo, han recurrido a la asimilación, a la adaptación y ensayan, entonces,  el fastidioso empleo cotidiano de una verborrea pseudo-democrática, clamando por “la defensa de los valores y de la democracia”, por la intervención permanente de los llamados “organismos de control y vigilancia” en los asuntos públicos y privados y por que las empresas capitalistas tengan escrúpulos, sean decorosas y amables. En todo este  proceso se guían por un pragmatismo cínico, que les permite sentirse hasta “revolucionarios”, estando totalmente asimilados a la cultura, al saber y, por supuesto, al poder que los prohíja. Como lo expresara Slavov Zizek, se trata de una posición muy cómoda, muy crítica, sí, pero completamente integrada en esta sociedad. Estos revolucionarios de academia emplean su palabrería vacua, su cháchara democratera e intrascendente, para ganar estatus y reconocimiento; para simular, para aparentar, “igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches” .

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